Si me fijo con atención, sus ojos cambian de color según sus emociones. Como las pulseras que ofrecen en las playas a precios estratosféricos. Cuando me desea, sus ojos se tornan color musgo. Una celebración de verdes que invade todo lo que toca y lo convierte en suyo. Se posan sobre mí como el musgo en los inmensos farallones de piedra que resguardan los cenotes como si en realidad resguardaran al tiempo.
De pronto, no me desea y presta atención a la gente por la calle. Entonces sus ojos son color cedro. Se hacen un bosque interminable e impenetrable que oculta a los habitantes que observa como si fueran los habitantes de su bosque. Yo intento buscar entre la bruma si queda algo de mí entre los cedros, pero como en todo bosque, se suele dar vuelta en círculos.
Digo alguna tontería y su sonrisa se amplía para mostrarme sus dientes que se extienden como dispuestos a que mi lengua los recorra y pueda tocar doremifasol como en el teclado que solía estar arrumbado en casa de mi madre. Y si lo pienso podría hasta tocar aquella melodía que me enseñó un amigo que iba redofamimisol —¿o era famisoldoreremi?— El caso es todas son excusas para tocar sus dientes.
Hoy no sé de qué color son sus ojos. Mejor dicho, si sé, pero no puedo ponerle nombre al color y los símiles se me empiezan a agotar. Es complejo insistir en la metáfora de sus ojos, pero aprendí a escribir con malas traducciones de Shakespeare y algunos poemas melodramáticos de Benedetti. No es queja, se acerca mas a la justificación. Hoy no sé de qué color son sus ojos, pero si tuviera que decirlo diría que son color espejo.
Toma mi mano con la suya. Su piel blanca contrasta con la mía trigueña heredada por uno de mis abuelos. Quizás se acentúa por la media luz en la que estamos sentados. A ella el sol le pega de rebote y a mi la sombra me resguarda. Toma mi mano y coloca sus dedos largos de pianista sobre los míos. Mis dedos extraños, delgados y a la vez regordetes, se aprietan a su palma suplicando que el calor de ELLA, no me abandone.
Y pasa un instante, un pájaro canta y su canción me recuerda a las melodías cubanas que sonaban en la radio mientras alguna de mis tías cocinaba arroz congrí. Su mano abandona por unos segundos la mía y se distrae. Entonces yo, que soy un mirón, aprovecho para deslizar la vista entre su cuello y llegar hasta su escote. Me quedo allí unos segundos. Su pecho se infla a pequeños pasos y casi puedo escuchar su corazón latir.
Como buen ladrón escapo unos segundos antes de que sus ojos, aún de color desconocido, se posen sobre mi. Sonrío y disimulo mi interés previo en su cuerpo. Sus cejas son delgadas y negras. Enmarcan sus ojos como dos alas enmarcan el vuelo de un cuervo cuando se voltea hacia arriba en alguna playa saturada de turistas donde venden pulseras que cambian de color. Funcionan también como los marcos que se ponen a los cuadros para resaltar algún color. Sus cejas son negras. No cambian de color. ¿Cambiaron de color? No recuerdo haber visto sus ojos negros.
Alguien se acerca y se distrae de nuevo. Ya había dicho que soy un mirón. Mi vista
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hasta su breve cadera. El mundo entero cabe en esos pocos centímetros que le dan movilidad a su cuerpo. Después aparece otro mundo entero en sus muslos. Gasto segundos de más viéndola. Segundos que terminan por costarme ser atrapado. ¿Hay acaso mayor tragedia que la del ladrón atrapado en el acto?
Me sonríe con esa sonrisa pícara y burlona que se les dedica a los niños cuando son atrapados haciendo alguna travesura. ¿Ya había hablado de sus dientes? Doremifasol. Entonces el río de sus labios crece, pues me quiere decir algo. No puedo adivinar lo que dirá, pero quisiera que fuera el soneto XXX de Shakespeare que comienza así:
Cuando a mi dulce y mudo pensamiento
convoco los recuerdos del pasado,
suspiro por las cosas que quisiera
y lloro por el tiempo que he perdido.
Pero no, no creo que esté a punto de recitarme el principio de ese soneto de Shakespeare.
Creo que me dirá que le gusta el trago que está a punto de posar en su río. También creo que me dirá que la tarde es agradable y hacía meses que no paraba de llover. Aunque si lo pienso, quizás me diga que el tiempo es una tragedia que terminará por condenar estos instantes a la gloria eterna del olvido.
Aún no me habla y el sol me da costado. Si cierro los ojos por un segundo sentiré una luz suave y anaranjada brillando tras mis párpados. Si cierro los ojos ELLA no está a punto de decir nada y sus ojos no son de un color que aún no he visto. Si cierro los ojos puedo imaginar que el canto de los pájaros en realidad termina el soneto de XXX que dice así:
Más si entonces pienso en ti, amigo mío,
cesa el pesar y todo me devuelves.
Cuando abro los ojos, me pide que diga algo, pero mis palabras se han desperdiciado todas en la poesía que ahora muere en el librero de alguno de mis amigos. Adivina, adivinador, tu que sabes de adivinaciones y otras cosas, el color de sus ojos hoy. Dame alguna pista, porque no puedo adivinar su clamor. No me dice nada aún, pero cierra ligeramente los ojos y se inclina hacia mi. Me da un beso. Lo escribo hoy para cuando me toque recordar que sus ojos son color espejo cuando está a punto de darme un beso. Porque puede ser que un día, me toque adivinar el color de sus ojos cuando esté a punto de darme un último beso y no vuelvan a ser color musgo.