Todos acabarán en las fauces de Hades, antes o después; muchos, mucho antes, sin que lo sospechen, sin que lo presientan, y tal vez eso sea lo más perturbador, lo infernal. Van camino al último paso sin darse cuenta, sin saber que en este cementerio, en esta pira la próxima puede ser la zancada final, la definitiva, la huella que sólo servirá para las pesquisas de los forenses, si los hay, si es que alguien le interesa averiguar, indagar qué sucedió aquí, en Teuchitlán o Saltillo o San Fernando o Nochistlán o Avernostlán, si de verdad quiere detallar qué ocurrió, de quién y de quiénes fueron estos zapatos -pasos que ya no caminan-, estas ropas -que ya no cobijan-, vestigios reales, apariciones, espectros de miles, de decenas o centenas de miles de desparecidos en este altar de sacrificios. Desaparecidos. El término ya es brutal o agresivo o estúpido o simplemente absurdo en una era en la cual todo está conectado, ubicado, vigente… vivo.
La materia -cierto- no se crea ni se destruye, simplemente se transforma, en qué, cómo, la carne en polvo, la risa en ceniza, la herida en muerte, las vísceras en alimento para las larvas, pero aquí sucede un esoterismo prerracional, bestial, el cuerpo, el alma, la materia, el espíritu de pronto convertidos en nada, en nada, en nada, ni rastro, ni movimiento, ni espacio, ni atajo o avería; recuerdo, ojal pálido y vacío, marchito; veladora fúnebre al desierto, al éter; oquedad en otro, en otras entrañas; herida sin cicatriz, llaga, ansia; deshabitación, páramo de catacumbas sin cruces, sin óbolos para el barquero; el Aqueronte en calma chicha, donde ya no hay luz ni ventisca. Solamente descabelladas imágenes de lejanas pasiones y desgracias.
Todo es tétrico, también es cierto, en los días en los que casi cualquier referencia es “encontrable” en el ciberespacio, en Teuchitlán o en Saltillo o en San Fernando o en Nochistlán o Avernostlán la existencia se desvaría sin dejar rastro, estela o surco. Ni siquiera la implacable, rigurosa y categórica muerte -convertida en paria- rubrica el número, la estadística de su exuberante e indigesto reino; cada tanda más sádica y despiadada. Hipérbole mortuoria: a los desaparecidos los fugan, los esconden, los ocultan. Al mismo tiempo les huyen, les exhortan, les largan de los inventarios, de los registros en los que los vivos o los quietos esperan la resurrección de los tiempos.
En la sabana del campo santo, las modalidades necrológicas obedecen a la moda, a la puesta en escena del discurso de los interventores del “aquí nunca pasa nada”, cuando en realidad sucede todo: dejad que los muertos entierren a sus muertos. Pero aquí una observación, una perversión, una extravagancia: un muerto, aún muerto, es un cuerpo, una masa que ocupa un espacio y un tiempo, aunque sea tiempo muerto. El desaparecido es cautivo y encanto para el catastro de la conjetura impune, el cero absoluto: lo que no es, necesariamente tiene que no ser, ni haber sido. Tampoco es este zapato, esta chamarra, esta fotografía, este video. La prueba irrefutable es tácita y sobreentendida: no calza el zapato, ni se tapa la chamarra, ni aparece en el video, o en la fotografía. Truculenta ironía: desaparecer es una forma de evadir. En la oscuridad de los significados mueren y se matan las metáforas: evadir es, a su vez, desaparecer a los desaparecidos.
Pero la hoguera no consume la terquedad de la infamia o la deshonra. Hasta los desaparecidos gozan del favor de la apariencia, y de las apariciones. Las exequias convocan sus nigromancias hamletianas. Donde hay ceniza, hubo fuego. Donde el fuego; vida. Lo misterioso, lo oculto flota. Humo, rumor, síntoma. Naturaleza entumecida; anómala. La noche como párpado atrofiado anuncia, revela, desvela lo insondable. Las Moiras son insobornables: pistas, huesos sobre huesos, dentaduras, tejidos, ropajes en grutas, baldíos o rancherías. El que ya no busca es encontrado. Pasaje ordinario, repetido, mañana -también- en un país de gamusinos de tesoros personales, de reminiscencias, de rememoraciones y de conmemoraciones; pesquisidores de restos, de derribos que dibujaron rostros, muecas, ademanes y monerías con nombres y apellidos. Seudónimos de sombras sin ataúdes.
Toda plegaria llega al que ya no es, ni está. Las buscadoras no quieren encontrar culpas ni perdones. Hallar es una forma de la magnanimidad: la comprobación como requerimiento para el descanso, para el respiro ajado del alma: con estos zapatos anduvo (él o ella) en aquel día; esta fue su última mochila; la camisa de la consumación, de último amanecer (de ella o él). Otra vez el disparate: en lugar en el que todo está conjeturan el atavío de aquellos que se desvanecieron en la red social en la que se manifiesta intacto y frío su paso -zapato, chamarra, sandalia- por la vida. Queda, acaso, el lío que sucedió después. La oración sin punto final.
En este país de tiempo demacrado, de adverbios irregulares de la calamidad, mañana o pasado o la semana o al mes o el próximo mes y año a cualquiera le puede sobrevenir el rastreo de sus desaparecidos entre la superficie de las parcas y de los muertos…