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Café y ojos verdes

Era posible, también, que supiera tocar el piano, narrara juegos de beisbol, dominara el euskera o, quizá, cantara en italiano todas esas canciones llenas de pop melancólico ochentero, como Umberto Tozzi.

Estoy solo y no hay nadie en el espejo.

Jorge Luis Borges

Salí a caminar y me encontré conmigo. Y no, no es la primera vez que sucede. Algún día fue sorpresivo, de hecho, me asusté por lo que significaba –o pensé que significaba–. Lo más extraño no es verte desde “afuera” sino la incomodidad saber, de antemano, la respuesta a la pregunta: ¿cómo estás?

Porque lo hice. Lo hice después de seguirme por varias horas, seguir por caminos que suelo andar a diario, seguir tras mis pasos. Como si resultara sorpresivo el hecho de recorrer esos lugares, o de sentarme a leer en este lugar. Lo hice tras dudar durante unos minutos si acercarme a mi mismo o solo observar mi comportamiento. Llegué al lugar donde me detengo, el sitio donde escribo y me alejo de todos y me acerco al mundo. Al sentarme a tan solo tres metros de mi, me pude contemplar con detenimiento. Observé el ritual que significa para mí el café, el estar solo, y la presencia eterna de una libreta –como en la que ahora escribo– en la mano. Me vi anotando cosas, detalles, sonidos y conversaciones que habitaban en esa atmósfera.

Hice un primer intento de acercarme a mí, y al levantarme de la mesa, me percaté de no tenía idea de cómo debía abordarme, con que pregunta o línea empezaría a conversar conmigo, tampoco reparé en la reacción que yo, o el yo mismo con el que me encontré, tendría al verme parado ahí, a su lado. 

Regresé a mi silla e intenté coordinar algún pensamiento coherente mientras mantenía la vista sobre mí para no perderme de vista. Apunté varias preguntas, alguna de ellas del tipo de cuestionamiento del que solo yo tengo registro. Lo pensaba como forma de comprobar si realmente me estaba encontrando conmigo o era una alucinación o visión futurista. O simplemente estaba muerto, pero mi cuerpo aún rondaba por el mundo.

Un alud de pensamiento llegó de golpe en ese instante, era posible que yo –mi otro yo– contara ya con respuestas que siempre he buscado o que, quizá, él no tenía que liar –al despertar– con la ansiedad todos y cada uno de los días. Era posible, también, que supiera tocar el piano, narrara juegos de beisbol, dominara el euskera o, quizá, cantara en italiano todas esas canciones llenas de pop melancólico ochentero, como Umberto Tozzi. No debía (no quería) demorarme, tampoco deseaba preguntar, preguntarme qué es lo qué hacía ahí sentado, solo, acompañado de café y una libreta. No quería escuchar que, como yo mismo, buscaba cómo desanudar todos esos ovillos de pensamientos con los pernoctaba desde tiempo atrás, dónde dejar guardadas esas culpas para no arrastrarlas, conocer cómo acomodar todos esos momentos de felicidad y menos aún, saber qué es lo que había sido de tí. 

Al momento de incorporarme nuevamente, dejé, tras abrir el puño, la lista de preguntas en un papel arrugado encima de la mesa, di un primer paso que tardó una eternidad en llegar al suelo, avancé tres metros para luego plantarme junto a mí. Lo siguiente fue voltear a verme parado junto a mí, abrir bien mis ojos verdes y escucharme inquirir ¿cómo estás?

Por Juan Pablo Martínez Cajiga

Nací un lunes.