Foto: getyourguide

Postales de Baja Sur

No era una constatación de nuestra ociosa culpabilidad
sino la marca de nuestra milagrosa e inútil inocencia.

Roberto Bolaño

CASA OASIS
TODOS SANTOS, B.C.S.

Observo: el patio trasero del hotel recubierto de grava y con una jardinera alargada que tiene pitahayas, piedras negras y un cardón; más allá: un muro bajo barnizado con yeso blanco; más allá: la vegetación del manglar; más allá: la línea recta del mar en calma; más allá: el color azul del cielo, el color azul del océano y un velero chiquitito.

             No debería poder ver a través de esta pequeña ventana rectangular en la parte más alta del muro pero lo hago porque estoy parado de puntitas sobre el excusado. Mis tobillos se cansan. Hago descender los talones. El cubículo de un baño es un escondite. Se inventó para ocultarnos durante el vergonzoso acto de cagar pero no sirve únicamente para eso. Yo, por ejemplo, lo estoy usando para esconderme de Jota, el prometido de Eme, y de los primos de éste, que son tiras y que nos están buscando no sé si para recuperar a Eme (pensarán que la secuestré) y el dinero de la boda que (ellos no lo saben) Eme se robó.

             Alguien abre la puerta de acceso a los baños. Dirijo mi mano al bolsillo trasero izquierdo del pantalón y preparo mi navaja. Las pisadas de quien ha entrado tienen algunos intervalos de silencio. ¿Son dos personas o son una? Se acercan más y más al último cubículo, que es el mío. Por la ventana se cuelan los rumores del mar: las olas, el viento, el graznido de las aves pescadoras.

             ¡Qué desatino! «Capturan a secuestrador en un baño de Casa Oasis – Todos Santos», dirán los titulares de las noticias; «Ejecutado en el baño en Todos Santos», y la morbosa fotografía de mi cuerpo sin vida sobre el inodoro.

             Tocan a la puerta una, dos, tres veces. «¿Ele? ¿Estás ahí?». Suspiro aliviado. Mi cabeza está a punto de explotar y tengo un sabor amargo en la boca. Quito el seguro de la puerta. Ahí está la pequeña Eme mirándome pálida.

Entra en el cubículo y cierra la puerta tras de sí. Inesperadamente se sube al excusado. Temo que no soporte el peso de ambos. «Creo que ya se iban. Uno de ellos se desvió hacia la tienda de recuerdos y tuve que salir de allí. No creo que me hayan visto pero vamos a quedarnos aquí un rato, por si acaso», me dice.

Asiento con la cabeza. Eme acerca su cuerpo al mío y me abraza. Su cabello huele a cítricos. Beso su nuca, que es la parte de su cabeza que siempre está al alcance de mis labios. Su respiración agitada comienza a disminuir. Levanta la mirada. Con su mano acaricia mi mejilla y deja su palma allí, dulcemente. Se para de puntitas y me besa.

«¿Qué se observa a través de esa ventana?», me pregunta cuando nuestros labios se separan.

CABAÑAS «SAN ILDEFONSO»
CERCA DE FARO VIEJO, B.C.S.

Tres meses antes me había mudado a La Paz. No tenía un plan establecido, sólo una intención. Una agencia turística local contrataba mis servicios fotográficos tres o cuatro veces a la semana, lo que me permitía pagar mi estancia en el Hostal Yeneka. Todo ese tiempo me mantuve oculto pero una mañana de sábado, luego de pensarlo no poco, tuve la impertinencia de enviarle un mensaje a Eme. Le dije que estaba en la ciudad. Me explicó que tenía que atender muchos pendientes de la boda. Me sentí un tonto y un cretino mientras leía la palabra «boda». Al final, acordamos vernos por la noche, en un bar de moda cuyo nombre no recuerdo, en el callejón Cinco de mayo.

             Llegué antes de la hora acordada. Busqué un lugar en la barra y pedí un tarro de cerveza. No vi cuando llegó Eme, entre el cardumen de paceños que abarrotaba el lugar. De pronto estaba frente a mí. Nos abrazamos y después la invité a sentarse. Se puso a mirar alrededor, me tomó de la mano y me llevó hacia una mesa libre en el fondo del local. La noche crecía. Cuando me di cuenta, había pasado varias horas. La gente se marchaba. Cerca de la una de la madrugada, en el bar quedamos sólo un par de parejas.

«¿Te cuento un secreto?», me dijo. «A ver. Cuéntame». «Nadie sabe que estoy aquí. Le dije a mamá y a Jota que me reuniría con una prima». Por segunda vez en el día me sentí un tonto y un cretino. «¿Te cuento un secreto?», le respondí. Se echó hacia adelante, muy cerca de mi rostro y descansó su barbilla sobre sus manos. No dijo nada pero mantuvo la sonrisa. «Vine aquí solamente por ti», dije.

Su rostro perdió el tono. Tragó saliva. «¡Qué tonto eres!», respondió, y me dio un manotazo juguetón en el brazo. Nos reímos. La mesera apareció con otros dos tarros de cerveza. Eme empujó uno de ellos hacia mí y levantó el suyo. «Por los secretos», brindó y se bebió todo el contenido de un tajo. No quise quedarme atrás.

Desperté en el asiento del copiloto cuando estaba amaneciendo. Estábamos estacionados enfrente de mi hostal. El cielo y los edificios tenían un liso color gris violáceo. La calle era toda desolación más el rostro de Eme hacía palidecer a la calle.

«¿Cómo te sientes?», me preguntó. «Bien. Gracias por cuidarme. No supe en qué momento me puse tan borracho». «¿Es verdad que viniste hasta acá por mí?». Había en el tono de su voz algo que me hizo pensar que el amanecer se había metido en el auto. «Sí. Me temo que sí». «Aquí estoy», exclamó. «Ya sé. Soy un tonto y un cretino», le contesté, no sé si como explicación o para disculparme. «Sí lo eres, Ele». Tenía las manos aferradas al volante cuando volteó y me miró. «Me voy a marchar. ¿Te vienes conmigo?».

Dejar nada para estar con Eme. La decisión más fácil de mi vida. «Sí», respondí. «Ve por tus cosas», me ordenó. «Sólo lo importante. No tardes. Ya están buscándome».

HOSTAL YENEKA
LA  PAZ, B.C.S.

Un pantalón. Dos playeras. Un short. Una camisa formal. Un suéter. Lapicero. Pluma fuente. Repuestos de tinta. Libreta pequeña de notas. Cámara fotográfica. Objetivo 50 mm. Objetivo 24 mm. Objetivo 350 mm. Celular. Cargadores. Navaja de bolsillo. Dos libros: Catedral de Raymond Carver y Putas Asesinas de Roberto Bolaño.

PENSIÓN «ROSA DE LIMA»
TODOS SANTOS, B.C.S.

A mano derecha, la playa se extendía hasta un horizonte lleno de brisa o de bruma que la desdibujaba; a mano izquierda, remotos acantilados la interrumpían. A unos trescientos metros de nuestra cabaña se levantaba un colosal complejo turístico abandonado y detrás de este había otro más en peores condiciones.

Una pareja de ancianos jugaba con un frisbee y con su perro en la orilla de la playa. La escena parecía extraída de alguna película sobre el fin del mundo. Eme se estaba comiendo el último sándwich de atún. Yo tomaba una cerveza.

«Jota trabaja para el narco. Es su enlace con el gobernador. Me llegó un rumor. Le pregunté y no lo supo negar. Me asusté. No podía con eso. Me enteré dos días después de que me pidiera matrimonio y cuando lo abordé me ordenó que me estuviera tranquila». «¿Cómo dices?», le respondí a Eme. «Le dije que tenía que salirse de esos negocios y me dijo que eso ya nadie lo iba a cambiar». Enfurecí. Peleamos. Cuando le dije que no habría boda me amenazó. Eso pasó el día que supe que estabas en La Paz. Nadie sabe nada y así debe mantenerse. Tomé el dinero de la boda. Una parte es mía pero un millón de pesos son de Jota».

Me quedé un momento en silencio, escuchando las olas y pensando en si tenía o no que decir algo. Me pasé la mano por la cara. «¿Y qué vas a hacer con todo ese dinero?», pregunté. Se encogió de hombros, como si no le importara demasiado. Su respuesta me provocó un escalofrío pero, a esas alturas, consideré absurdo ser la voz de la razón y además no tenía en realidad problemas con todo aquel enredo. Hacía años que un sentimiento de persecución me acompañaba. Ahora ese sentimiento tendría, finalmente, una causa real. «Me gusta tu plan», le respondí. «Pásame una cerveza», dijo antes de devorar el último bocado de su sándwich.

Un rato más tarde vi a los ancianos y al perro caminar de regreso a su cabaña, que quedaba a un lado de la nuestra. Nos saludaron al pasar. Eme levantó su botella. La pareja se detuvo junto a nosotros.

«Can we wait for the sunset with you, guys?», preguntó la mujer. «Sure thing», dije. Eme se puso a juguetear con el perro. «What’s her name?», le preguntó a la vieja. Yo no había notado que era hembra. «Lu», respondió la mujer. No supe si escuchó your o her y nadie se molestó en aclarar nada. Las olas comenzaron a encresparse. El sol descendía deprisa. «Do you want a beer?», le pregunté al hombre. El anciano me miró, miró la botella en mi mano y sonrió. «Sure, sure! Why not? How do you mexicans say? Uno es ninguno».

Sus nombres eran Gardt y Lu. Disfrutamos juntos mirar en silencio el atardecer. Al terminar, ellos y su perro se marcharon. Eme y yo nos quedamos recostados en las tumbonas. Le pregunté qué pensaba. «Nada. Me gustó hoy». Las olas rompían con más violencia contra la arena, que ya no era blanca sino color lila.

«¿Adónde vamos?», le pregunté. «Primero a Todos Santos, luego a Los Cabos. Tomaremos un crucero por todo el golfo. Subiremos. Quiero conocer bahía Kino. Después ya veremos», respondió. Lo tenía bastante claro. Yo no sabía en dónde estaba bahía Kino. Se me ocurrió sugerir que fuéramos al norte, tierra adentro, pero tampoco sabía en dónde estaba el norte así que no dije nada.

PENSIÓN «ROSA DE LIMA»
TODOS SANTOS, B.C.S.

La luz del sol rebota en la capa de vibrante pintura naranja de uno de los muros del patio y pinta las ondulaciones del agua de la piscina que dos nínfulas provocan con su nado. Eme toma una siesta en una de las cuatro tumbonas que rodean la pequeña piscina. Leo mi libro de Carver.

             Eme despierta con uno de sus propios ronquidos. Se ríe. Balbucea algo con los ojos cerrados. Acaricio su cabello y le digo que vuelva a dormir. Vivimos en una pequeña casa de huéspedes cerca del centro. Nada nos hace falta.

             Las chiquillas chapotean y el agua que levantan nos salpica. Eme se levanta de la tumbona. Con los ojos cerrados busca mi mano y tira de ella cuando la encuentra. Me conduce a tropezones hasta nuestra habitación. Abro la puerta.

Adentro, el viento mece las cortinas del ventanal. Eme se deshace de su traje de baño mientras avanza lentamente. De pie, desnuda, de espaldas, me espera a los pies de la cama.

PENSIÓN «ROSA DE LIMA»
TODOS SANTOS, B.C.S.

«Me hicieron leer a Rymond Carver a los quince años. No lo entendí entonces», me dijo esta mañana el padre de las nínfulas. Detuve mi lectura para no parecer grosero y lo miré con atención. Estábamos en el comedor.

Él, su esposa y las dos chiquillas llevan un mes viviendo aquí. A veces Eme y la mujer se ponen a conversar. Yo no había cruzado palabra con ningún miembro de esa familia. «Catedral me enseñó todo lo que necesitaba saber sobre el oficio», le dije, por decir algo. «¿Es usted escritor?», me preguntó. «No. Soy fotógrafo», respondí. Él asintió e iba a decir algo antes de que yo le aclarara: «Aunque tampoco pienso que eso me haga del todo un fotógrafo».

Le dio un sorbo a su taza de peltre que humeaba por el café y me dijo: «Pienso exactamente lo mismo, pero en otro ámbito. A veces procuro a esas dos» y apuntó a sus hijas que estaban echadas en el sofá discutiendo, «pero no sé si hacer eso me haga del todo un padre». Reí y él también lo hizo. Después hablamos de otras cosas que no vale la pena repetir.

Mencioné la despensa y el hombre y una de sus hijas (la menor) se ofrecieron a ir conmigo al mini mercado. También necesitaban surtir víveres. En la calle, vi que uno de los primos tiras de Jota pegaba una hoja de «Se busca» en un poste. Lo reconocí por imágenes que Eme me mostró. Me escondí entre mis acompañantes y después me pareció una estupidez, pues absolutamente nadie sabía que yo era… yo. El auto de Jota (un Charger rojo) pasó veloz calle abajo. Miré alrededor y el tira había desaparecido.

Entramos en el minimercado. Eme y yo necesitaríamos cosas antes de huir de Todos Santos. Pensaba yo en eso cuando la nínfula se acercó a mí. Tenía en la mano una copia del «Se busca». Sentí que mi estómago se despeñaba por un abismo. Me extendió el papel. Lo vi, pero dudé en recibirlo. Habían empleado una foto de Eme que yo le había tomado muchos años atrás.

«Tu novia está más bonita ahora», me dijo la chiquilla. Tomé, por fin, el papel. Traté de controlar el temblor en mi mano. Lo doblé y lo metí en el bolsillo de mis cargo-shorts. Con una sonrisa malévola, la chiquilla me guiñó el ojo antes de ir adonde su padre.

RETIRO BUDISTA «TSEGYALGAR»
REGIÓN SUR DE LA SIERRA DE LA LAGUNA, B.C.S.

Abandonamos el camino seguro. Nos internamos en el desierto y después en la sierra. Los senderos se multiplicaban y cada uno prometía llevarnos directamente al infierno.

Pasamos por dos rancherías, pero no vimos personas. «¿Territorio de narcos?», pregunté, temeroso de conocer la respuesta. «Peor. Territorio de guamas», dijo Eme.

             Encontramos una capilla en mitad de la nada. Nos detuvimos. Anochecía. Junto a la capilla un viejo ataba ramas de encino. «¿Sabe dónde queda San Vicente de la Sierra?», le preguntó Eme. «No pero hay un rancho aquí adelante que se llama San Jesús». Nos ofreció pasar la noche en su casa, que, según él, quedaba muy cerca. Rechazamos la invitación. Eme presionó el acelerador a fondo. Nos internamos en la oscuridad.

    La Soledad. El Barranco. San Jesús. Un perro salió de entre la maleza y nos persiguió un buen trecho. El Chamizal. San Vicencio. Otra capilla idéntica a la que vimos antes pero ésta se encontraba en ruinas. Pesadilla circular. Por cosas así la gente sigue creyendo en lo que cree. Las Cruces. Los faros del auto alumbraron un letrero que parecía pertenecer a este mundo: «Retiro budista a cinco kilómetros».

Eme me miró y se puso a reír. «Deberías verte la cara».

LOS CABOS, B.C.S.

La roca del fin del mundo. Ese es su nombre. Las olas crecidas del océano la hacen desaparecer pero en cada ocasión resurge. Es la tregua entre el ave pescadora y el día con sus inevitables desventuras.

La roca prevalece, y más allá de ella la vida continúa pero invisible, invencible, imperecedera.

    Aquí, en Baja Sur, incluso el fin del mundo está colmado de belleza.

LOS CABOS, B.C.S.

El calor me ha sofocado. Me acomodo en una saliente del acantilado. Desde aquí puedo ver la playa en toda su extensión. Sobre la orilla, en donde las olas terminan, Eme recolecta conchitas y piedras traídas por el oleaje. De cuando en cuando se inclina, mete la mano al agua, saca un puño de arena mojada y se pone a buscar. Si encuentra algo que le gusta, lo guarda en su bolsillo.

             No advierto entre los paseantes la presencia de Jota sino cuando se coloca junto a su prometida. Ésta da un saltito hacia atrás. Me levanto. Estoy a unos cincuenta metros de distancia. Eme me busca con la mirada y niega con la cabeza. No quiere que me acerque. Los primos de Jota pueden estar cerca.

             Eme y Jota hablan. Yo sigo mirando los alrededores, preparando mentalmente alguna ruta de escape. Ni Jota ni los tiras saben de mí, lo que representa una ventaja en la situación, que intento saber cómo aprovechar. Siguen hablando. Él intenta abrazarla y ella se echa para atrás. Él se sulfura y le reprocha algo apuntando a la cara de Eme con el dedo índice. La prensa del brazo y ella se zafa. No puedo pensar. La sangre de la cabeza me hierve, mis tripas se arroban, como preparándose para el dolor. Doy un salto desde la roca a la arena. Jota ha comenzado a gritarle a Eme. Busco la navaja en mi bolsillo y la preparo. Camino hacia ellos. «Homicidio pasional en la Playa de los Divorciados». Otro desafortunado titular. Jota toma a Eme del brazo con violencia, esta vez sin dejar que ella se libere, y la arrastra con él. Las personas, con caras de imbéciles, miran sin hacer nada. He llegado adonde ellos. Me detengo enfrente de Jota, que me aparta por instinto. Lo empujo con fuerza con ambos brazos y va a parar a la arena con Eme, que me mira horrorizada. Se escucha un disparo, pero no estoy muerto o herido. Busco alrededor y veo a uno de los primos de Jota, con una pistola señalando el cielo. Se acerca y, apuntándome al pecho, ordena que me largue, que no es asunto mío. Me abalanzo sobre él. Tiro golpes sin saber adónde llegan. Se escucha un disparo. Forcejeamos. Todo se va a negros pero mis puños no dejan de golpear. Someto la mole el tiempo necesario para tomar mi navaja, que le entierro en lo que presiento es alguna parte de su mano. Sin ver en dónde se encuentra, le grito a Eme que huya. Me levanto desorientado. Concentro mi rabia. Recupero la visión. Jota viene hacia mí. Recojo el arma del tira, que gimotea y se revuelca en la arena manchada de rojo, y le apunto a Jota, que se detiene abruptamente. «Pero, ¿quién chingados te crees que eres, pendejo? ¿Tienes idea del pedo en el que te acabas de meter?». Sí lo sé, pero no me importa. «El celular, dame el celular ahora», le ordeno. Me lo entrega y lo rompo. Busco el celular en el bolsillo del tira. Golpeo el aparato con fuerza usando la cancha del arma. Jota voltea para buscar a Eme pero ésta no está. Ha conseguido mezclarse entre la multitud, que huye para ponerse a salvo en la playa vecina. Me doy a la fuga en dirección opuesta, hacia otra multitud. Jota intenta perseguirme, pero me giro y le apunto de nuevo. Se queda quieto, como una estatua de arena.

    Corro como jamás lo he hecho en la vida. Cuando estoy lo bastante lejos, oculto la pistola en la bolsa de mis cargo-shorts. Entro con el resto de la gente a la playa privada de un hotel. Los empleados no saben qué sucede. Reina la confusión.

Salgo del lugar y a mitad de la manzana miro patrullas de policía en dirección al hotel. Camino en zigzag por las calles hasta que llega la noche. Las sirenas de emergencia enloquecen la zona. Entro en un bar. El barman me pregunta qué ha pasado. Le digo que no lo sé, pero que a mí han intentado asaltarme, y que por nada he escapado. Duda de mi historia pero no de mi cara. Me pasa una cerveza. «Para el susto, amigo. Cortesía de la casa. Y quédese aquí todo el tiempo que necesite. Después le llamamos un taxi. Tranquilo. Ya pasó».

SANTA ANITA, B.C.S.

No había rastros de Eme cuando llegué a nuestra suite de hotel. Estaban mis cosas empacadas, Catedral sobre la cama y en la primera página en blanco del libro una nota: «Tenías razón sobre eso que me dijiste aquella noche en la cabaña de Faro Viejo. ¿Recuerdas? Siempre, yo no sé por qué, todo acaba saliéndome bien. Puede que tengas razón. En fin, que nunca he sabido cómo despedirme de ti. Gracias por amarme. P.D. Te dejé algo en recepción».

             Bajé y pregunté al gerente si tenía algo mío. Me pidió una identificación. La revisó por rutina, me la devolvió, entró en un cuartito y regresó con una mochila nueva de color azul. La recibí, le di las gracias y me senté en uno de los sillones del lobby. Abrí la bolsa principal. En el interior encontré una playera de turista nueva y, debajo de ésta, un montón de pacas de dinero. Extraje un par de billetes. Cerré la mochila, me la cargué y tomé mi otra maleta. Salí a la avenida y crucé al otro lado. Me metí en el hotel de enfrente y pedí una habitación. Estaba a salvo, por el momento, con todo y el sentimiento intermitente de ser un criminal buscado, el nuevo objetivo de algún cartel de la droga y, posiblemente, un homicida.

Bajé bastante tarde al bar y pedí un vaso con whisky. «¿En dónde queda bahía Kino?», le pregunté al encargado de la barra. «Eso queda en Sonora, señor. Bastante lejos de aquí», contestó. «¿Sabe cómo llegar?», respondí. «Sí, señor. Mi hermana tiene una agencia de viajes. Organiza tours por el mar de Cortés cada dos semanas y el crucero hace escala en Guaymas. De allí es un viaje de tres horas hasta bahía Kino. Puedo pasarle el contacto, si lo desea». Afirmé con la cabeza y le di las gracias. Anotó el número en una servilleta. Después regresé a mi habitación y seguí pensando en Eme hasta que me quedé dormido.

LOS CABOS, B.C.S.

El crucero con destino a Guaymas es un punto chiquito en el horizonte. Elegí no seguir a Eme (suponiendo que está en camino a Sonora). Elegí no marcharme. Elegí ser un habitante de Baja Sur. Elegí ser la sombra de un hombre que deambula sin rumbo por estos paisajes.

SANTA ANITA, B.C.S.

Eme y yo nos volveremos a ver, o no. El asunto entre los dos ha sido siempre vivir lo improbable.

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