Qué chic, qué perturbadoramente lindo resulta el universo presentado en el thriller psicológico con toques de humor negro Holland, de la cineasta Mimi Cave, donde Nicole Kidman, esa extraordinariua fuerza actoral de nuestra era (¿la Ingrid Bergman de su generación? Sí, atrévanse a negarlo), vuelve a encarnar a la perfecta ama de casa. ¿Qué tiene Kidman con estos roles? ¿Una fascinación por el horror doméstico, una burla sutil a su propia imagen? Sea lo que sea, aquí lo hace con una elegancia que bordea lo siniestro y le sale muy, muy bien.
La película, una suerte de comedia negra que huele a Fresh (el debut de Cave) pero con menos carnaza y más psicología -digamos que esto es lo que la versión de Stepford Wives que Kidman hizo con Frank Oz en 2004 debió ser y se abortó escandalosamente-, se beneficia enormemente de su presencia. Sin ella, esta narrativa, que se desmorona como la maqueta que es clave en la trama, sería apenas un ejercicio de estilo.

Nancy Vandergroot (Kidman) es una maestra de secundaria y ama de casa que vive en Holland, Michigan (sí, el lugar existe), casada con el oftalmólogo y oculista Fred (Matthew MacFadyen, el ganón de Succession) y madre de un niño berrinchudo pero muy mono, que vive en este pedacito de los Países Bajos metido como zueco en el Medio Oeste estadounidense (la tierra blanca) a principios de los 2000.
La vida de esta buena mujer transcurre prácticamente sin novedad y tan bonita como una maqueta, hasta que empieza a sospechar que esos “viajes” de su marido a presuntos páneles de facultades médicas, podrían ser la tapadera de algo más: ¿candentes affairs con muchachas desconocidas? ¿Reuniones en hoteles con prostis de lujo? Nancy se empieza a obsesionar y antes de que pueda florecer un tulipán, está metida en una intriga emocional que le va a cambiar, de mala manera y para siempre, lo que consideraba una vida de ensueño.
En el rol de Dave Delgado, el confidente y eventualmente delirante cómplice de Nancy, Gael García Bernal, ese eterno charolastra, está bien. Bastante bien, incluso. Pero, ¿qué hace aquí que no haya hecho antes? Nada. Es el mismo Gael de siempre, con su sonrisa de lobo disfrazado de cordero, su carisma calculado. Cumple, sí, pero es Kidman quien lleva el peso de hacer creíble este mundo ostensiblemente perfecto, donde cada mueble, cada sonrisa, cada vaso de vino parece esconder algo grotesco. La ambientación es impecable: un suburbio bonito que podría ser un decorado de The Stepford Wives inventado por Patricia Highsmith, donde el sol brilla demasiado y las paredes son tan blancas que duele mirarlas. Cave, que ya demostró en Fresh su talento para lo incómodo, maneja la atmósfera con mano firme, aunque a veces la cinta coquetea peligrosamente con lo predecible.

Ah, y claro queda el asunto del plot twist. Los devotos de las narraciones criminales de Joyce Carol Oates o de la misma Highsmith lo verán venir desde el primer acto, pero eso no importa demasiado, porque el verdadero placer no está en el qué sino en el cómo. Kidman, con esa mirada de hielo y esa sonrisa que nunca llega a los ojos, hace que cada revelación, por obvia que sea, se sienta como un escalofrío. Hay algo en su actuación que recuerda a sus mejores momentos en Dogville, The Others o Destroyer: una capacidad para transmitir fragilidad y amenaza al mismo tiempo. Es el espíritu de la cinta, el pegamento que mantiene unidas escenas que, en manos menos hábiles, se convertirían en puro artificio.
Holland en sí no aspira a ser profunda, aspira a ser inquietante. Y lo logra, gracias a Kidman y a esa dirección que sabe cuándo dejar respirar a la audiencia antes de apretar el tornillo. No es Fresh, no tiene esa crudeza visceral, pero tiene algo igual de valioso: una ironía ácida, un humor negro que se filtra en cada diálogo.
¿Vale la pena invertir tiempo en verla? Absolutamente, más todavía si están dispuestos a entregarse al magnetismo de Kidman y a aceptar que, a veces, el viaje importa más que el destino. Con ella, es un jugueteo frívolo con el horror cotidiano. Monumental, sí, pero de esa monumentalidad que solo se alcanza cuando una actriz de su calibre decide que hasta lo endeble puede parecer sólido.