Un cuerpo de agua

No te metas conmigo, le dije, que no sabes con qué te puedes encontrar. Él se sobó el brazo asustado y volvió a respirar buscando algún testigo de esa tremenda humillación que él mismo había creado. A mí se me llenaron los ojos de fuego, de infierno, y me convertí en un recipiente de ruido y desorden.

Unas semanas antes había empezado a volver a Santiago. Lentamente decidí irme, lentamente decidí también volver. Hacía pocos días que había cruzado la frontera norte desde Bolivia. Ya estaba en Arica, en Chile. Pero fue una vuelta con cautela, silenciosa. Seguía viviendo en la libertad del anonimato. Llevaba una semana a este lado de la frontera y ni mis amigos ni mi familia sabían. La geografía de Chile me seguía manteniendo a más de 2000 kilómetros de nuestro reencuentro.

Un día, luego de nadar en las aguas del Pacífico, me alejé de la carpa para caminar hacia las rocas que bordeaban la playa. A lo lejos se veía el morro de Arica, esa piedra gigante que emerge de la nada como una gárgola protectora en medio del desierto. Me adentré lo más que pude escalando entre las rocas, me equilibré caminando hacia el mar que rompía glorioso contra ellas. Yo tenía 23 años, estaba atardeciendo y era un día de enero en pleno verano. Nunca había tenido la piel tan morena como en ese momento. Me pregunté qué estarían haciendo mis papás, me imaginé a mis amigos bebiendo cerveza y comiendo chorrillanas en el bar de siempre, a mi mamá tomando agüita de manzanilla con miel mientras yo aparecía un segundo en su mente, a mi papá comiendo pan con nueces y recordando cuando compartía conmigo esa invención de los dioses. Yo dejaba que los restos de las olas me tocaran la piel para fundirme con el océano. En el horizonte, el sol descendía mientras las gaviotas revoloteaban buscando comida entre mi espalda y el morro. Pensé en Arica, en esa ciudad que me recibió. Con todos sus peligros pero también sus atardeceres que unen el desierto con el mar. Entre sequía y marea, vi cómo tanta incoherencia junta podía tener de repente tanto sentido.

Hace unos días había salido del mar antojada de un helado de frambuesa, así que caminé con esa meta al negocio más cercano. No tenían. Solo chocolate y crema, mi niña, me dijo la mujer. Seguí en mi búsqueda y, sin darme mucho cuenta, terminé de pronto caminando en traje de baño por el centro de la ciudad. Tenía puesto un bikini que había comprado en Venezuela con mi prima. Sentía que eran sus propias manos las que cubrían mi cuerpo del peligro de las miradas. Aquí el mar es muy helado para tu espíritu caribeño, le decía yo, en silencio. La gente me observaba entre confundida y con rabia de que me atreviera a ser tan libre, a ir tan desnuda por la vida. Esto también es Chile, pensé, esto también es estar en casa. Después de un buen rato, encontré mi helado y volví feliz al mar.

Ahora, sentada frente a las rocas, pienso en ese momento y me río como si todavía pudiera pasar mi lengua por esa bola fría, sabor victoria. Recuerdo también esa noche que bailé como nunca antes en las calles de Salta, en el norte de Argentina. Mi primera vez bailando cumbia andina, grabada para siempre en la piel. Recordé Uyuni, el salar que refleja el cielo y esconde pozas de mar invisible. Los Roques, y mi prima bailando desnuda bajo el agua helada de esa cascadita que usábamos de ducha. Sao Paulo, sus noches locas y esas dos semanas que dediqué solo a leer y escribir. El poder transformador del silencio y sus bondades. La Paz vista desde la altura del cerro, y su viento seco. El aire húmedo de Iguazú, y esa persona que me enseñó que el corazón jamás se rompe, solo crece y se reorganiza con cada experiencia. El olor a pan tostado de las mañanas y a sábanas limpias por la noche. La caricia matutina de la infancia y la oración de agradecimiento de mi madre antes de dormir. La cucharadita extra de azúcar que papá ponía siempre en la leche con chocolate del desayuno, esa que mamá nunca notó y que para mí era un pedacito de cielo escondido en medio de mi vida cotidiana.

El pasado trajo consigo también el futuro. Me vi en medio del frío del norte, con mi piel siendo cada día menos morena. Mis venas quedando cada segundo un poco más a la intemperie, pero nutriéndose a fuego lento de amor del bueno en medio de ese clima ventoso y gélido. Vi cómo solo unos meses más tarde iba a tener las manos llenas de sangre y el corazón apunto de salírseme por la boca, mientras trataba de decirle no te muevas tienes una herida en la cabeza no te quedes dormido todo va a estar bien. Supe que un año después todo volvería a su sitio, que eso también iba a ser pasado algún día. Vi mi reflejo con el pelo largo y fuerte, mis manos metidas en la tierra y el sol despidiéndose de mí en otra esquina del mundo, devolviéndome este momento de mar y desierto cada vez que yo quisiera. Vi en mi futuro el placer, el descanso y la belleza de vivir lentamente. Y cómo todo siempre volvería a su sitio, sin importar cuántas veces me habitara el caos.

Las rocas musgosas acariciaban mis muslos, mientras el agua enterraba lentamente mis piernas y el desierto me cubría la espalda. Sentí a todas esas versiones futuras y pasadas de mí misma llegando una a una a habitar mi pecho, como un abanico que se cierra en una reverencia de devoción y humildad. He vuelto tantas veces a este momento que ya lo llevo más en el cuerpo que en la memoria.

Mi lengua pasando por encima de otra bola de helado, en otro tiempo y en otro lugar, me llevó por primera vez a ese recuerdo. Tiempo después de haber regresado a Santiago, caminaba bajo el sol mientras lengüeteaba un helado de chirimoya alegre, uno de los preferidos de mi infancia. Yo estaba en la gloria caminando por la ciudad que me crio, cuando me crucé de frente con dos ojos y una mirada peligrosa. En qué andará mi prima ahora, pensé yo, deseando que estuviera de nuevo aquí conmigo. Un tipo de unos 40 y algo años se me acercaba de frente. Yo lo esquivé con disimulo, mientras él me pegaba su cuerpo por el costado y con un aliento mojado decía ay mire, cómo se nota que le gusta chuparlo, mijita. Yo no tengo ni idea de cómo pasó esto, pero de pronto lo había tomado fuerte por el brazo y, con la sangre hirviendo, controlaba el impulso de tirarle el helado encima. Quería que se reencontrara con mi rabia esa noche cuando se sacara la camisa, que los vellos de su cuerpo sufrieran su indecencia, que tuviera que explicar el resto del día por qué tenía la ropa manchada y pegajosa, que quizás tuviera incluso que mirar a su esposa, a sus hijos, a su hija a la cara e inventar una excusa, reviviendo ese momento una y otra vez en su mente, con vergüenza, con asco de sí mismo. Pero cuando estuve frente a frente con sus ojos, con su mirada, vi su miedo. Estaba arrepentido. Aterrado y arrepentido de haberla cagado tanto y tan rápido. Algo parecido a la compasión, pero también al más profundísimo desdén, me habitó. No te metas conmigo, le dije, que no sabes con qué te puedes encontrar. Él se sobó el brazo asustado y volvió a respirar buscando algún testigo de esa tremenda humillación que él mismo había creado. A mí se me llenaron los ojos de fuego, de infierno, y me convertí en un recipiente de ruido y desorden.

Recordé que la primera vez que alguien me tocó un pecho fue en la calle. Yo tenía 13 años y todavía se me olvidaba ponerme sostén en las mañanas. Nos habíamos cambiado de casa hace menos de un mes y era una de las primeras veces que salía a comprar sola. Ahora vivíamos en el Barrio Alto, así que por fin ya no era tan probable que me asaltaran o me violaran o me mataran cada vez que había que ir al bazar de la esquina, o al menos ahora ese miedo parecía más irracional. Así que uno de los primeros fines de semana en la casa nueva del Barrio Alto, yo salí campante a comprar pancito para el desayuno. Me puse rápido unos jeans viejos que tenían las bastas llenas de hoyos de tanto ser pisadas y una polera verde limón que no me gustaba tanto. Pero bueno, al fin estaba yo a cargo de traer el desayuno, y la casa entera olía a manzanilla y nueces. 

Cuando venía de vuelta con la bolsa llena de hallullas recién salidas del horno, de repente sentí a alguien jadeando detrás de mí. Me moví hacia la izquierda y me pegué a la reja de una casa para darle espacio a quien fuera que viniera trotando, mientras decidía si me iba a comer el pan con huevos revueltos, queso derretido o tomate y palta. O quizás convencería a mi hermano de que nos comiéramos medio y medio cada uno, para tener más opciones, como solíamos hacerlo. En una de esas tal vez me como hasta dos, me decía, porque esta panadería yo todavía no la pruebo, con lo bien que huele este pancito. Una mano húmeda se deslizó de pronto entre la reja y mi hombro. Me quedé inmóvil y volteé hacia mi lado derecho para ver si necesitaba moverme en la otra dirección o qué. El tipo aprovechó mi giro para deslizar su mano derecha y apoyarla sobre mi pecho izquierdo, lo apretó con fuerza y me empujó hacia atrás como para abrirse espacio, como si no hubiera tenido una calle entera para él. Cuando sacó la mano, mi polera reveló una marca de su sudor en mí. Sentí el dolor de la sangre volviendo a su lugar, y los pulmones marchitos.

¿Había sido con querer? ¿Qué iba a querer un treinteñaero musculoso con una mocosa como yo? Seguro había sido un error. ¿Es verdad acaso eso de que a una en cualquier parte se la violan? ¿A cualquier hora? A la vuelta de la esquina, en la casa de tu amiga, cuidado con el tío, el papá de la compañera, quien sea, no lo abraces, no dejes que nadie te toque, tú nos tienes que decir al tiro si alguien alguna vez te hace algo, que yo soy capaz de ir a quemarlo todo. Miré para todos lados buscando a alguien que me explicara, que me dijera si había sido culpa mía, que me dijera qué tendría que haber hecho yo para no dejar que me tocaran, que me dijera qué había hecho mal. Si es que yo no tenía ni tetas todavía. En ese entonces había menstruado solo un par de veces, pero también había escuchado que con la regla una se hacía mujer. Acabas de entrar en una de las etapas más lindas de tu vida, me dijeron entre abrazos cuando mostré mis calzones con esa manchita rojo café tornasolado. Pero yo no veía una mujer todavía en mi reflejo, ni mucho menos podía entender que otros sí lo hicieran. Igual nunca más se me olvidó usar sostén.

Con los ojos llenos de lágrimas pero dispuesta a impedir que se terminara de derretir mi helado de chirimoya alegre, busqué un banco que no encontré nunca. Todavía tenía las manos tiritando y no podía dejar de pensar que hace unos segundos mis uñas estaban enterrándose en la piel de un acosador. Qué asco. Caminé un buen rato sin rumbo y, cuando ya tuve todas las manos pegajosas, me rendí. Tiré lo que quedaba de helado a un basurero, encontré una cafetería, entré directo al baño y, mientras me lavaba las manos con furia, lloré. Lloré fuerte. Lloré con asco y con pena y con rabia y con miedo y con porqué.

Con las lágrimas salió de adentro también el desorden. Llegó el recuerdo de cuando mi mamá me contó que una vez un tipo le eyaculó encima del uniforme mientras ella iba en la micro de vuelta del liceo y cuando eso mismo le pasó a mi amiga, 40 años más tarde. La primera vez que un hombre desconocido me invitó a subir a un auto mientras yo vestía uniforme de colegio, yo la llevo, princesita, mire que su mamá y yo trabajamos aquí en el mismo edificio, nos vamos a comprar un heladito primero y después yo mismo la dejo en la oficina de mamá. Maraca culiá, me gritó por la ventana cuando le dije que si no me dejaba tranquila iba a gritar que había un pedófilo suelto. Recordé también la última vez que me acerqué a ayudar a un hombre que estaba dentro de un auto. Yo esta vez iba a comprar algo para la cena y él, con la excusa de pedirme direcciones, me mostró una porno en su computador a través de la ventana, con el pantalón desabrochado y las manos pegajosas: a una mujer le estaban enterrando un pene gigante en la garganta mientras su cara roja se llenaba de lágrimas. Recordé todas esas veces que me dijeron que tuviera cuidado con abrazar al tío, porque a los hombres les gusta sentir los senos de las niñas en su pecho. No dejes que nadie te toque, ten cuidado, me dijeron a mí tantas veces, pero tarde le dijeron a él que no fuera a ver a la niña cuando los papás no están en la casa, no la llames más por teléfono, asqueroso de mierda. Recordé cuando un profesor del colegio me dijo que fuera a su oficina después de almuerzo, pero que fuera sola y no le contara a nadie, que tenía que ser nuestro secreto. Y esa vez que otro se encerró con mi amiga en la sala durante el recreo y desde afuera nosotros dejamos un desmadre que la sacó a la fuerza de ahí adentro. Todas esas veces que alguna amiga me contó que a ella también.

Ahí estaba yo consumiéndome en la soledad del desorden mientras me lavaba las manos como queriendo borrarme la piel, cuando de pronto alguien me dijo tus manos ya están limpias, no eres tú la que carga la mugre. Cuando levanté la vista me encontré con una mujer de pelo gris. Sus ojos borrosos me devolvieron el fondo del océano y su mano en mi hombro me regaló la imagen de un péndulo acercándose al equilibrio. En medio de su abrazo, comprendí que detrás de todo ese llanto furioso existía todavía un mar en calma. Me mostró que jamás estaremos solas, que hemos estado juntas desde el inicio de los tiempos. Pensé en las mujeres de mi infancia, en las conversaciones de mis tías en torno al fuego de la cocina, la temperatura del pecho de mamá, el olor de su pelo en medio del sonido de las bombillas raspando los últimos sorbitos de mate. Recordé las bandejas llenas de empanadas de pino, las ollas gigantes llenas de sopa, el sonido de las cáscaras de las nueces abriéndose al mundo. Vi a todas las mujeres que de niña me cargaron en brazos en medio de todo ese calor, con las mismas manos que luego hundían en la masa de pan cual raíces de árboles conquistando el centro de la tierra. Vi a mi abuela desarmando su trenza larga antes de irse a dormir, y su pelo recorriéndole el cuerpo como un río en calma. Vi a mis tías corriendo por el campo durante su propia infancia, riéndose mientras recogían fruta que luego su madre convertía en mermelada y, meses después, en pasteles. Sentí una inmensa gratitud por todas las mujeres que las cuidaron a ellas, por esa vecina con nombre de flor que les hacía vestidos a mano para que los usaran en las fiestas de la escuela, y que todavía hoy se despide de ellas con un que dios me las bendiga a mis chiquillas lindas. Vi toda su magia y su poder viviendo hoy mismo dentro de mí. Pensé en mis amigas y en sus madres, en sus tías, sus abuelas. Las imaginé siendo niñas y adultas y ancianas, cada una a su tiempo y a su propio ritmo. Y, por primera vez, me di cuenta de que somos todas un solo gran cuerpo de agua y de que juntas podemos ser la más hermosa de las tormentas.

Gracias, le dije a la mujer, y ella se alejó lentito mientras me devolvía un no hay de qué. Volví a preguntarme qué hacía mi madre en ese momento y recordé las olas del mar en mis piernas, fundiéndome con el océano. A mi espalda, volví a sentir el calor del desierto. En el horizonte, vi de nuevo al sol despidiéndose de mí, devolviéndome ese atardecer de verano en Arica cuando tuve un día 23 años. Volví a sentir el olor a manzanilla, esa cucharadita extra de azúcar, el ritmo de la cumbia bajo mi piel morena. En mis manos mojadas vivía todavía el musgo de las rocas ariqueñas y en mis ojos el fuego del infierno se terminaba de transformar en la luz del sol. Volví a sentir a todas mis posibles versiones llegando a habitar mi pecho, como un abanico que se cierra para abrirse con más fuerza.

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