Foto: Diana Lerendidi.

Un día de quimioterapia

El tiempo se tambalea como un funambulista entre las manecillas del reloj.

Hay dos gatos paseándose arriba de los consultorios de la unidad oncológica del hospital La Raza. Uno es color gris oxford, ligeramente peludo y grande; el otro es negro y luce un poco más pequeño y esbelto. Ambos, juguetean y se entretienen con el vaivén poco concurrido del horario vespertino. Los doctores, enfermeras y pacientes se convierten en sus presas. Acechan sus cabezas, como si pudieran cazarlas. Parecen divertidos. Yo también me entretengo igual que ellos, tratando de capturarlos con la cámara fotográfica de mi celular. Los tiernos felinos me invitan a disfrutar un desfile elegante e inalcanzable, en el que sólo puedo admirar sus ágiles movimientos a la distancia. Recorren una y otra vez el techo de la unidad no sólo como si fuera su territorio sino como su dulce hogar. 

Desde mi perspectiva me deleito con su peluda compañía. Quiero acariciarlos, pero la altura y el protocolo de higiene por la pandemia me impiden acercarme; sin embargo, no puedo evitar hablarles. El primero en reaccionar es el gato negro, camina hasta quedar casi frente a mí y me observa fijamente. Su mirada me reconforta, hace que no me sienta sola. El gato se echa justo a la altura de mi cabeza, se tira en el techo y se restriega. En su lenguaje gatuno sé que desea ser apapachado y acariciado, el gato gris lo sabe también y corre hacia él. Le hablo y me devuelve un agudo y tierno maullido. El gato negro comienza a ronronear y unos segundos después el gris también.

No soy la única que se ha percatado de la presencia de los gatos, pero sí la única que se emociona por verlos y escucharlos. El escaso personal de limpieza y enfermería que llega a pasar los miran con indiferencia. Estoy prácticamente sola en la sala de espera, sentada en una banca de metal muy amplia de cuatro asientos. Entre cada asiento hay un letrero de color amarillo fosforescente que dice NO SENTARSE, y debajo un gracias. A mi lado izquierdo hay muchas bancas, todas vacías. A mi lado derecho, aproximadamente a unos cuatro metros de distancia, hay un par de mujeres esperando a sus familiares salir de quimioterapia. Ellas ni siquiera se han percatado de la existencia de los gatos, están ensimismadas en sus celulares, probablemente evadiendo el aburrimiento, la tensión y la zozobra que implica estar en la sala de espera de un hospital.

Los gatos siguen ronroneando y vibrando rítmicamente. Es increíble el efecto terapéutico que producen en mí, así que me coloco en posición de loto, cierro mis ojos, inhalo y exhalo profundamente y me inspiro en el ronroneo de los mininos como si fuera un mantra.

Mientras tanto, en la sala de quimioterapia, por las venas de mi mamá están pasando lentamente ciento diez mililitros de paclitaxel, un agente antimicrotubular que inhibe la multiplicación de células tumorales y se utiliza para tratar el cáncer, principalmente de mamas y ovarios. Dicha infusión intravenosa, creada a partir de la corteza del árbol llamado ‘tejo del pacífico’, le ha provocado un intenso hormigueo y una súbita sensación de calor y quemazón que recorre su cuerpo. Una insoportable dificultad para respirar, la asfixia, al punto de impedirle hablar. Ante las reacciones que tiene, un enfermero que está cerca de ella para auxiliarla con los efectos de la quimioterapia, le aplica dexametasona, un corticosteroide, difenhidramina y un bloqueador de H2, para ayudar a inhibir los efectos. A pesar de los medicamentos, una terrible angustia invade cada ínfima parte de su cuerpo.

Hay otras siete mujeres en la sala en las mismas circunstancias que mi mamá. Una amable enfermera se acerca a ellas y les ofrece té caliente, ensalada de germen de trigo con queso panela y un paquete de galletas. Cada una acepta los refuerzos para estar un poco más fuerte en la lucha contra el cáncer. Combaten desde una silla acolchada, cubierta de piel sintética color verde pistache con base de metal color beige. Imagino que están arriba de una exótica nave y que durante el tratamiento atacan con bombas fulminantes al cáncer.

Tanto en la sala de quimios como en la de espera, el tiempo se tambalea como un funambulista entre las manecillas del reloj, inseguro, al filo de una cuerda que va desde el miedo hasta llegar a un soplo de esperanza. Este frágil acto circense en realidad es un gran acto de fe.

Mientras medito, acepto la realidad y logro conectar con el desconsuelo de mi mamá. Imagino que es mi cuerpo el que está padeciendo los efectos y que tengo el poder de ahorrarle un poco de sufrimiento. Visualizo como una parte de mí llega hasta donde está. Tomo su mano, la acaricio y le susurro sutilmente al oído: Tranquila mami, esto que estás sintiendo, yo también lo siento. Eres muy valiente y no estás sola en esta batalla.

Los gatos siguen en el techo, ya no percibo su ronroneo, pero su presencia ha calmado mi desasosiego. Recuerdo que mi mamá me decía que había muchos gatos en La Raza porque había muchas ratas. Quizás ese sea el motivo principal por el que habitan las instalaciones del hospital, pero la presencia oportuna de este par de gatos justo arriba de la sala de quimioterapia me hace creer en la gran percepción que tienen y en su especial don para relajar y sanar. 

Siento que alguien se acerca a mí, deseo que sean los gatos, abro los ojos y me encuentro a una enfermera. Cordialmente me ofrece una charola de ensalada, la acepto y le agradezco. Miro al techo buscando a los hermosos felinos, para darles un poco de queso, pero ya no los veo. Obsesionada por encontrarlos, busco a mi alrededor y me percato de que soy la única persona en toda la sala de espera. La escena es realmente sublime y poética. Camino entre las bancas pensando en todas las personas que han pasado por ahí, pienso en los diagnósticos que han cambiado sus vidas, el miedo que ha recorrido esos pasillos y la zozobra que se ha sentado a esperar por horas una cura. Desde mis clavículas hasta mi plexo solar siento un vacío, me cuesta trabajo respirar. Me siento atrapada, las manos me sudan, quisiera salir corriendo. Siento una explosión en mi pecho y me desbordo como una ola que rompe de golpe y lloro, lloro sin parar, lloro por mi mamá, por todas las mujeres que están adentro sufriendo. Lloro de coraje, de angustia, de miedo. 

Alguien me observa, puedo sentirlo. Volteo y veo a mi mamá justo frente a mí, al fondo del pasillo de la sala. Una dosis incólume de felicidad llena el vacío que sentía unos instantes antes. Me limpio las lágrimas, me apresuró hacia ella y la abrazo. Este instante es mi lugar feliz, mi hogar, no necesito más. 

Salimos lentamente del edificio de oncología y bajamos por una rampa. Junto a ella hay una jardinera larga. Entre las plantas está el gato negro, sentado en sus patas traseras. Me emociono otra vez al verlo. Paso muy cerca de él. Me mira fijamente y me despido agitando mi mano. Me maulla un par de veces, le sonrío y me alejo. 

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