El año 1974 fue un gran momento para el cine internacional, con estrenos que se volverían legendarios por derecho propio en diversos géneros (mucho se ha hablado de El Padrino parte II y Chinatown) pero hay un pequeño filme independiente que marcó un antes y un después en el cine de terror: The Texas Chainsaw Massacre, dirigida por Tobe Hooper.
A medio siglo de su lanzamiento, esta película sigue siendo una pieza fundamental no solo del género de horror, sino también de la cultura cinematográfica en general. A través de su estilo crudo, su atmósfera sofocante y la presentación de personajes icónicos, como el aterrador Leatherface y la tenaz Sally Hardesty, Hooper logró crear una obra que no solo horrorizó a las audiencias (uno de sus eslógans publicitarios era “es solo una película”), sino que dejó una huella indeleble en la cultura popular y abrió la puerta a nuevos análisis desde el prisma feminista y crítico.
El rodaje de The Texas Chainsaw Massacre ha sido objeto de múltiples leyendas y relatos que, con el paso del tiempo, han consolidado el mito en torno a su creación. Filmada en 35 mm con un presupuesto realmente modesto de alrededor de $140,000, la película fue realizada principalmente en exteriores de Texas bajo un calor abrasador en agosto de 1973, lo que contribuyó al ya de por sí tenso ambiente. Las anécdotas del rodaje son casi tan espeluznantes como la propia trama: los actores y el equipo técnico tuvieron que soportar largas jornadas de trabajo en condiciones extremas, lo que aumentó el nivel de estrés y agotamiento en todos los involucrados.
Uno de los aspectos más notables de la producción fue el uso de efectos prácticos. Hooper y su equipo crearon una atmósfera perturbadora utilizando objetos reales y escenarios físicos, en una época en que no existían los efectos digitales, mismos que transmitían una sensación de suciedad y decadencia. La famosa escena de la cena, donde Sally es atormentada por la familia de Leatherface, es un ejemplo de cómo la incomodidad en pantalla reflejaba el malestar de los actores, quienes soportaron largas horas bajo un calor infernal y con el nauseabundo olor de comida real descomponiéndose bajo las luces del set.
Hooper originalmente pensó en una película que fuera clasificada PG, imaginando que el horror psicológico, más que la violencia gráfica, sería suficiente para perturbar a la audiencia, que suponía, serían adolescentes que iban a autocinemas a ver programas dobles. No obstante, el nivel de intensidad de la película fue tal que terminó con una calificación R, aunque en realidad hay poca sangre y gore en pantalla. Hooper y su cámara juegan con la mente del espectador, sugiriendo la violencia de manera casi subliminal y utilizando el sonido, el montaje y la tensión como armas principales para mantener a la audiencia al borde del asiento.
La trama es aparentemente sencilla, pero su impacto radica en la brutalidad con la que es ejecutada. Un grupo de amigos, encabezado por Sally Hardesty (Marilyn Burns) y su hermano Franklin (Paul A. Partain), viaja por las carreteras rurales de Texas para investigar posibles vandalismos en cementerios, algo que habría afectado la tumba de su abuelo. Durante su trayecto, se desvían hacia una casa en ruinas que pronto se revela como el hogar de una familia de caníbales. Entre ellos se encuentra Leatherface, el icónico asesino que porta una máscara hecha de piel humana y utiliza una motosierra para matar a sus víctimas.
A medida que los jóvenes son cazados uno a uno, la película se convierte en una imparable espiral de terror y desesperación. Sally, la única sobreviviente, es sometida a una serie de horrores psicológicos y físicos, siendo testigo del sadismo del clan en una grotesca parodia de un ritual familiar muy americano: la cena de domingo.
El hecho de que la trama no dé tregua a la audiencia es uno de los puntos fuertes de la película. Desde el momento en que los personajes entran en la órbita de la familia caníbal, todo se convierte en una pesadilla sin respiro. La crudeza y el realismo de la violencia –aunque no explícita en su totalidad– generan una sensación de peligro constante, que sumerge al espectador en un estado de ansiedad creciente.
Uno de los aspectos más importantes y pioneros de esta cinta es la figura de Sally Hardesty, interpretada por Marilyn Burns, quien ha sido reconocida como la primera verdadera “final girl” del cine de terror moderno. Este término, acuñado posteriormente por la crítica Carol J. Clover en su libro Men, Women, and Chainsaws: Gender in the Modern Horror Film (1992), se refiere a la última mujer sobreviviente en una película de terror, la cual enfrenta al asesino en masa, muchas veces usando su propia inteligencia, y vive para contar la historia.
Sally no solo escapa del infierno que supone su encuentro con Leatherface y su horripilante familia, sino que su supervivencia marca un punto de inflexión en la historia del cine de horror. A diferencia de otras protagonistas femeninas en películas de terror de la época, Sally no es salvada por un hombre ni por una intervención externa. Su escape es el resultado de su resistencia física y mental, y aunque llega al final completamente devastada y al borde del colapso, ha logrado lo impensable: sobrevivir al peor de los horrores.
Este concepto de la “final girl” ha sido rescatado por el feminismo para analizar cómo el género de terror, a pesar de sus connotaciones de violencia hacia las mujeres, presenta a las protagonistas femeninas como figuras de resiliencia. Sally, en particular, encarna una lucha por la supervivencia que trasciende el género del terror y se convierte en un símbolo de resistencia ante un patriarcado violento y opresivo, representado en este caso por Leatherface y su familia.
El impacto cultural del personaje de Sally Hardesty ha sido inmenso. Desde su aparición en The Texas Chainsaw Massacre, hemos visto a muchas otras “final girls” en el cine de terror: Laurie Strode (Jamie Lee Curtis) en Halloween (John Carpenter, 1978), Nancy Thompson (Heather Langenkamp) en A Nightmare on Elm Street (Wes Craven, 1984), y Sidney Prescott (Neve Campbell) en Scream (Craven, 1996), entre muchas otras, incluyendo a mujeres directoras en el siglo XXI, que han reinterpretado el personaje de la “final girl” como una mujer completamente autónoma que sobrevive al trauma para descubrir en sí misma aspectos desconocidos de su personalidad.
Leatherface, que inicialmente aparece como una amenaza abrumadora, es al final de la película una figura grotesca y patética. Aunque empuñe una motosierra, su máscara hecha de piel humana y sus gritos inarticulados sugieren que es tan prisionero de su entorno como Sally. Este subtexto ha sido interpretado como una alegoría sobre el control masculino sobre los cuerpos femeninos, y cómo las mujeres, como Sally, deben luchar para liberarse de ese ciclo de violencia.
Sin embargo, lo que distingue a Sally es que su batalla no es solo contra un monstruo, sino contra un sistema que busca deshumanizarla en el proceso. Su figura se ha convertido, junto con las antes mencionadas o Clarice Starling (Jodie Foster) o Ellen Ripley (Sigourney Weaver), en ícono del empoderamiento femenino dentro de un género que, paradójicamente, a menudo ha sido acusado de misoginia, cuando irónicamente, el mayor número de protagonistas femeninas se encuentra en cintas de esta temática.
El legado de The Texas Chainsaw Massacre es vasto y se extiende mucho más allá del género de terror. En términos puramente cinematográficos, la película sentó las bases para lo que vendría después en el cine de horror slasher, inspirando a directores como John Carpenter, Wes Craven y Sean S. Cunningham. Su estilo documental, su tono casi experimental y su enfoque en la brutalidad física y psicológica influyeron en generaciones de cineastas.
A nivel cultural, Leatherface se ha convertido en un símbolo del mal sin rostro, un monstruo que no es sobrenatural, sino humano, y por lo tanto más aterrador. Su máscara de piel humana y su torpeza lo diferencian de otros villanos del género, como Michael Myers, Jason Vorhees o Freddy Krueger, haciéndolo una figura profundamente trágica y aterradora. La película, con su crítica implícita a los Estados Unidos de la época –marcado por la violencia social y las cicatrices de la Guerra de Vietnam–, también ha sido objeto de análisis políticos y sociales que continúan siendo relevantes.
Pero quizás el impacto más profundo de la película reside en la figura de Sally Hardesty. Su viaje no es solo un enfrentamiento contra Leatherface, sino contra un mundo que busca consumirla, destruirla, deshumanizarla. Su supervivencia no es un triunfo en el sentido tradicional; es una victoria amarga, pero es una victoria al fin y al cabo. Sally, en su resistencia, se ha convertido en un símbolo de lucha dentro y fuera de la pantalla.
A 50 años de su estreno, The Texas Chainsaw Massacre, que dio pie a una extensa serie de franquicias e imitaciones y puso, para bien o para mal, a Tobe Hooper en el mapa (todavía no puedo perdonar a Steven Spielberg por aceptar tácitamente el crédito por dirigir Poltergeist en 1981, ninguneando a Hooper) sigue siendo una obra maestra del horror psicológico, una película que, bajo su superficie brutal, ofrece múltiples capas de significado. Es una película sobre la violencia, sobre el miedo, y sobre la supervivencia. Pero sobre todo, es una película sobre una mujer que, contra todo pronóstico, vence al monstruo.