Foto: La Pereza Ediciones.

Yo, Emperador

Alejandro Lámbarry logra, no sin algunas cicatrices de por medio, salir victorioso de su segunda novela.

Tomarás a Ana de la cintura. Su vestido ajustado de una tela fina blanca te permitirá sentir, con el vaivén de la música, sus piernas, su estómago, sus caderas. Es una mujer y sigue siendo a la vez tu niña. La vas llevando al ritmo de la canción. Sentirás de pronto su abrazo, sus dos manos sobre tu espalda y la manera en que dobla las rodillas e inclina poco a poco su mejilla hasta tocar su cabeza. Eres feliz. Todo habrá tenido sentido, tus viajes con ella al extranjero, la posibilidad que te dio el deporte de educarla, la renuncia cuando ella supo más y no quiso o no pudo entender. Sentirás su cuerpo y sabrás que, a diferencia tuya, es alguien completo, entero.

Yo, Emperador; Alejandro Lámbarry.

Escribir ficción en segunda persona es una aventura de la que no es sencillo salir indemne. Pienso, tirando un poco de memoria, en Aura, de Carlos Fuentes, Diario de invierno, de Paul Auster, o incluso en algunos de los relatos de Laura Ferrero en Piscinas Vacías como testigos desafiantes que llegaron, a partir del ingenio y la sensibilidad de sus autores, a buen puerto.

También es cierto que abordar un tema tan arriesgado y con una herencia sociocultural tan difusa como lo es el lanzamiento de enanos, exigía, si cabe la palabra, de una hazaña narrativa que desmontara convenciones a todas luces. Por todo lo anteriormente descrito, creo firmemente que Alejandro Lámbarry (San Francisco, 1978) logra, no sin algunas cicatrices de por medio, salir victorioso de su segunda novela, Yo, Emperador (2020, La Pereza Ediciones).

Desde el título de la obra, una oda a la mítica novela de Robert Graves, Lámbarry va tejiendo puentes y paralelismos entre la historia inabarcable del imperio romano y la clandestinidad que envuelve al lanzamiento de enanos, vulgarizado o reivindicado, según el cristal con que se mire, por Martin Scorsese en El lobo de Wall Street. Hábilmente, el autor utiliza las figuras totémicas de Julio César, Augusto y Tiberio como metáforas para remontarse a los orígenes, el auge y el colapso de un deporte emborrachado de exotismo cuyo primeros aleteos, al parecer, se remontan a las tabernas de los suburbios australianos.

Alejandro Lámbarry (San Francisco, 1978).

Lo que parecía ser una historia sobre el machismo y el rol secundario de la mujer en esa extraña interzona del periodismo llamada periodismo deportivo, con algunos guiños embebidos de nostalgia sobre la puesta en escena de Telé Santana con la Brasil de los centrocampistas en el Mundial de España 82, termina siendo el punto de partida para llevarnos casi sin darnos cuenta a un submundo que resulta ser más aleccionador que consagrado al entretenimiento.

Habiendo descubierto que los primeros esbozos de la novela en realidad son el preludio de una lucha humana todavía más trascendental, resulta inevitable no pensar en que todo ha sido un montaje ideado por el autor, en que esa dimensión alterna que se empeña en humanizar a golpe de destreza narrativa no existe.

Si Las aventuras de un lanzador de enanos ya era, como decía Javier Zamudio en El Espectador, una novela inclasificable, Yo, Emperador recoge el testigo con convicción absoluta. Podemos atribuirle al narrador en segunda persona que Alejandro Lámbarry haya logrado acercarnos a la historia para no romantizarla como una anécdota de sobremesa, sino como un testimonio descarnado desde los márgenes y el patio trasero de una sociedad.

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