De ausencias y memorias

Me pediste un libro y te presté Marina. Me lo regresaste con todo cuidado y me dijiste que te gustaban las cosas que subrayé. Todos llevan un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma.

La ausencia a veces es muy pesada y otras parece ligera. Me intriga cómo algo que falta se puede sentir, y que alguien que estaba de pronto se va. Puf. Ya no más. ¿A dónde se va lo que fue? ¿Dónde queda lo que ya no es?

En fotos encuentro una cara que hoy ya no tiene cuerpo, ojos que ya no brillan, risas que ya no suenan pero que me sacan sonrisas, porque me llevan a memorias de una niña de cuatro años, con fleco pesado y un vestido verde, acompañando a su abuelo a jugar tenis con sus amigos. A un par de hermanos que no se parecen en el asiento de atrás de un Volkswagen viejo, escuchando historias que parecían sacadas de una historieta.

No sé exactamente cómo lo supe, pero en el abril del año más difícil algo me dijo que esa sería tu última primavera. Me marcaste para decirme que siempre que veías el pino que te regalé y plantaste en tu jardín te acordabas de mí, y que ya estaba muy grande. Se me cerró la garganta después de colgar. Nunca te volví a ver, pero no importa, porque nunca estuviste ni un poquito lejos. Incluso ahorita te siento cerca: estás cerca.

En medio de todo esto no puedo evitar pensar que la burocracia de la muerte me resulta rara. La espera de lo inevitable, saltar con las llamadas, funerales con reglas ridículas, horas muertas con palabras incómodas. Un trámite que vuelve extrañamente mundano algo tan fuerte, tan definitivo y brutal. Gente que habla de gente como si la conociera pero nunca lo hizo. Me da un poco de coraje estúpido, aunque qué más da; al fin y al cabo son puras buenas palabras, son ruido blanco.

Me dicen, te quería mucho, como si yo no lo supiera. Creo que hay muchas cosas de las cuales dudar en esta vida, pero esa jamás fue una de ellas. Hablar de tu ausencia no me deja sentirla, solo la racionaliza. Creo que tampoco quiero sentirla. No quiero saber que el dolor se pega a la piel como un traje de neopreno y luego se asfixia en el pecho. No quiero pensar que mi presentimiento de abril fue correcto. Quiero mudar la piel seca de serpiente y solo recordarte como lo grande que eras, aunque sé que así no funciona el duelo, que siempre deja la cicatriz de echar a alguien de menos.

En mi casa nadie escribe, pero siempre se han contado historias. Hace unos meses me pediste un libro y te presté Marina. Me lo regresaste con todo cuidado y me dijiste que te gustaban las cosas que subrayé. Todos llevan un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma.

Tu ausencia a veces me sorprende y en otras me recuerda que es natural que sucedan estas cosas. Y es que te fuiste, pero también es cierto que nunca nos vas a dejar. Estás en esa persona que le pone demasiada azúcar al café, en la Serie Mundial, en las quemaduras de cigarro y en los juegos de palabras. Estás cuando pienso en la frase echar porras, en la inmunidad a los juegos de toques, en dulces pasados con miradas de conspiración por debajo de la mesa y en chiles robados del súper. Estás en mi hermano cuidando sus plantas y platicándome de deportes, en los apodos que me da mi mamá, en su piel rosa y en mil y una de sus acciones, en la profesión de mi papá (que implica siempre cargar una pluma y dibujar en servilletas) y en su cariño también. Estás en historias locas y anécdotas de una vida intensa, en llamadas cortas y memorias largas, en tus mil amigos y en las sonrisas de tus conocidos cuando dicen tu nombre.

Pensaba que en mi familia nadie escribía, pero encontraron cuadernos tuyos. Cuando me dijeron, sentí que descubrí uno de tus secretos en el ático del alma. Tal vez de ahí salían las historias que parecían historietas. 

Si algún día escribo las mías, todas serán para ti.

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