Babosada y media sobre cine (XII)

El mundo es un lugar más gris sin Leonard Cohen y, como dice The Edge, guitarrista de U2, hay que abrazar el recuerdo a sabiendas de que no existirá nunca más una figura así.

Dos nominadas al Oscar y una perorata sobre el que –con permiso de Bob Dylan, premio Nobel de Literatura-, quizá sea la mayor figura del Siglo XX en términos de lírica musical. Sirva esta introducción para reafirmar que el mundo es un lugar más gris sin Leonard Cohen y, como dice The Edge, guitarrista de U2, en el mismo documental, hay que abrazar el recuerdo a sabiendas de que no existirá nunca más una figura así.

Mank (David Fincher, 2020)

Nunca una película que me hubiese aburrido profundamente me había gustado tanto (no sé si estos conceptos son compatibles o yo ya no me entiendo ni a través del cine). Fincher, director de obras maestras como Seven, Red social, Zodiac o El club de la pelea, ahí nomás, hizo una película que probablemente es la menos fincherista de todas: sin el suspenso, sin una dimensión psicológica del personaje que ejerza de hilo conductor, sin la cámara en mano. De pronto pareciera que trató de evocar tantísimo al cine de los grandes estudios (sin que esto constituya parte del socorrido género carta de amor al cine, hoy en boga, pero ya llegaremos a eso) que terminó por ponerse muchas pegas. No es que esté mal, pero de pronto quizá de ahí se origina lo sosa que es. Parecería, en un principio, que la película tratará la relación entre Herman Mankiewicz, controversial guionista de Ciudadano Kane, y Orson Welles, pero al final termina concibiendo más bien una visión del contexto que inspiró la cinta (pensando en que Kane está absolutamente basado en William Hearst). Fincher presenta a la MGM como una productora al servicio del conservadurismo en la época post-depresión, en los albores del nazismo; es imposible trazar esto como una carta de amor, y quizá en ello estribe el valor de la película. Mank puede significar, en años próximos, un extraordinario apéndice cuando decidamos volver a la llamada mejor película de todos los tiempos.

Sound of Metal (Darius Marder, 2019)

Es más bien poco lo que se puede decir sobre Sound of Metal, más allá de que qué pinche coraje no haberla visto en una sala de cine con sonido envolvente. La película va de un baterista que, paulatinamente, se va quedando sordo, constituyendo un experimento narrativo interesantísimo cuyo objetivo es implicar al espectador en el drama a través de una mezcla de audio inquietante. La globalización y el acceso a internet permiten niveles absurdos de especialización en cualquier tema; la sociedad tiende a volverse analfabeta en aquello que no le interesa. Un baterista como el personaje de Riz Ahmed tendrá acceso a toda la música que quiera, pudiendo vivir por y para la música, pero, ¿luego qué? Su motivación, una vez que queda prácticamente sordo, es volver a escuchar, al grado de endeudarse para comprar un implante. El implante engañará a tu cerebro, no es que vuelvas a escuchar, le dice la doctora. Suficientemente horrible es aceptar las consecuencias y tragedias derivadas de errores propios, pero Sound of Metal es un recuerdo de que también hay que lidiar muchas veces con cosas que no tenemos ninguna posibilidad de controlar.

Leonard Cohen: I’m Your Man (Lian Lunson, 2006)

Qué maravilla. Quizá Leonard Cohen sea una de las figuras musicales más admirables del Siglo XX y sea, a la vez, una de las más inquietantes. Acá se presenta –o lo presentan- como poeta, monje, cantante y lo que se sume. Entre las muchísimas cosas que podrían decirse sobre Cohen, me gustaría centrarme en una: el concepto de artista paciente, que bien pondera Bono al final del documental (“hay cierta humildad en el hecho de que busque el verso indicado con absoluta paciencia, porque muestra que no cree una genialidad todo lo que hace… y, la verdad, nos podría humillar con todo lo que seguramente tira a la basura”, dice). Alguna vez le escuché a Sergio Zurita que Cohen había esperado un año hasta que le vino a la mente un verso de Hallelujah. En épocas de inmediatez, de versos ripios, facilones, rápidos, Cohen era una reivindicación de la paciencia en la creación artística. Un año por un verso, dios de mi vida. El otro día le mandaba a Sofía una perorata por Whatsapp pensando en Roberto Bolaño como un escritor cuya concepción de la literatura valía más la pena, quizá, que su propia obra. Lo mismo sucede con Bruce Springsteen. Le contaba que me seducen profundamente los artistas que ciñen su obra en una idea fundamental. Sus versos son como rompecabezas, encajan, decía mi papá mientras veíamos el documental. Cohen quizá pondera la espera, la precisión, quizá sin darse cuenta tampoco, porque es simplemente la manera como concibe el arte. Es lo obvio.

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