Correr es escribir (I)

Hay que correr y llegar al dolor. Un dolor tan fuerte que lo único que quede por delante sea correr. Un dolor que nos permita seguir escribiendo.

“Corro para escribir. Corro porque escribo. Porque es igual de inútil, igual de necesario, igual de pavoroso”; Leila Guerriero

De igual forma que cada dos o tres meses, he decidido volver a la vida sana. 

Esto —que sucede, aproximadamente, un lunes de cada dos o tres meses y no dura más de tres o cuatro semanas— significa: dormir ocho horas diarias; hacer cinco comidas al día (incluyendo jugo verde en el desayuno y verduras en la cena); beber sólo en uno de los siete días disponibles (y no más de tres copas, a menos que la ocasión lo amerite) y lo más importante, salir a correr, al menos, tres veces a la semana. Y hago énfasis en ‘lo más importante’ porque correr jamás ha sido una de mis fascinaciones. 

En contexto, debo contar que durante los poco menos de treinta años que jugué fútbol, incluso me parecía vulgar (futbolísticamente hablando, claro) que al elegir a los titulares en los equipos del colegio, la universidad o del llano, los entrenadores antepusieran a los desquiciados que daban corretizas por el campo como pollos sin cabeza sobre aquellos que, de cierta manera, elegían darle un poco más de criterio, pausa y respeto al juego. 

Que corran los rateros y los que no saben jugar, le decía orgulloso a mi padre, el Pep, cada vez que me reprendía por caminar (‘flotar’, como le llamaba) dentro de la cancha durante los sabatinos del Colegio Benavente. “Gelo, es que flotas mucho, carajo”, decía, al tiempo que me obligaba a correr algunas vueltas alrededor del campo tras el pitido final, antes de regresar a casa. El cariño con el que ahora cuento ese recuerdo, estoy seguro, es inversamente proporcional al odio que sentía en aquel momento. 

Por si hiciera falta aclararlo, en mi cabeza nunca existió la idea de ser futbolista profesional; en primera, porque me consideraba un jugador ‘ratonero’, de cáscaras en la calle o en los recreos, pero nada más allá; en segunda, porque mi idea de pertenecer a los equipos colegiales pasaba única y exclusivamente por compartir más tiempo con mis amigos en algunos viajes a torneos intercolegiales; y en tercera, porque aborrecía los ‘lunes de físico’, los cuales consistían en dos horas de entrenamiento repartidas, la primera mitad, en correr como imbécil y la otra entre series de lagartijas, abdominales y cualquier otra cosa que te impidiera caminar de manera decente al día siguiente. 

El ritual ha comenzado a las cinco y media de la mañana (hora a la que, diariamente, mi gata Leila acostumbra caminarme sobre la cara y morderme la nariz para que corra, primero, a abrirle la puerta del baño; y después, a darle el desayuno). Mientras bebo el mentado jugo verde, a tientas me pongo los tennis, el short, una playera gris (una de las tantas que conforman mi amplísimo repertorio) y la sudadera que, a pesar de los años, sigue cumpliendo con la misión de guardar las llaves y el dinero para la botella de agua. 

Salgo de casa. Son alrededor de diecisiete minutos -cronómetro en mano y caminando- los que me separan del parque. Es el calentamiento perfecto. El frío me golpea la cara, pero no me molesta; al contrario, me gusta sentir cómo los labios se resecan y las piernas, entumecidas, tratan de acostumbrarse a este cambio tan repentino. Hay que ir de menos a más, me dice el Pep entre recuerdos. Según él, después de un largo tiempo de inactividad, el ácido láctico se convierte en una especie de galleta que se forma entre los huesos de las rodillas y termina por quebrarse al retomar el hábito. Estiro lo más que puedo y siento un trueno por dentro. Camino poco más de una hora y logro, con algunas pausas, trotar un kilómetro. En la recta final del último sprint viene a mi memoria el consejo de alguna entrenadora que conocí en Youtube y quien me acompañó durante las rutinas caseras de la pandemia: “No hay que llegar al dolor”. Pienso en ello mientras los muslos comienzan a contraerse y las galletas crujen. No hay que llegar al dolor, pienso, pero sigo corriendo. Es mentira que no hay que llegar al dolor, pienso. Recuerdo la frase de Leila —la periodista, claro—. Sonrío. Las galletas están completamente rotas.

Hay que correr y llegar al dolor. Un dolor tan fuerte que lo único que quede por delante sea correr. Un dolor que nos permita seguir escribiendo.

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