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Despierta

¿Qué sería de esos viejos si no existieran las calles que apenas asoma el día salen a barrer obsesivamente? ¿O de las calles sin la caricia brusca que de la mano de aquellos viejos les prodigan con sus escobas tan desgastadas como mugrientas? ¿Y de las escobas mismas? ¿Qué sería de ellas si al menos en la cabeza de Eugenia no poseyeran el mágico atributo de volar y no sólo de prestarse, en calidad de vulgar instrumento, a las obsesiones de cualquier viejo encorvado? 

A través de la ventana Eugenia ve a su padre… ¿o será su marido?; lo ve barrer las calles cubiertas de hojarasca y de la sucia humedad del otoño.  Los días han vuelto a enfriarse y el viento desgreña los árboles y hace pequeños remolinos con las hojas y la basura que antes de ser sólo basura se entrega al divertimento espiral de una risa afónica. Ese viejo encorvado barre debajo de la banqueta y luego arriba, en la juntura entre una placa de cemento y otra, mientras Eugenia lo mira sin dar con la respuesta:

Vagamente recuerda su nombre: Víctor, Héctor… algo así. Lo conoció en alguno de esos trabajos en los que tanto duró y se hicieron novios. Él viejo encorvado y ridículo no siempre fue viejo. Es difícil de creerlo, pero así fue. O al menos eso cree Eugenia que a veces no está segura ni de su propio nombre. Lo que sí está vivo en su memoria es el regocijo infinito del vuelo: un ave blanca vino a despertarla con tres picotazos en la ventana y juntas se fueron de paseo sobrevolando la noche borrascosa y salpicada de luna.

Qué exquisito placer mientras el viejo gimotea o salta en la cama presa de sus pesadillas; Eugenia en cambio atiende el llamado en la ventana, coge la escoba y sale sin decirle adiós al viejo que se ahoga en la brea negra de su cabeza.  Alzan el vuelo más allá de las bamboleantes copas de los árboles y el trazo de las calles se desdibuja en la medida que ganan altura. ¿Quién diría que esa escoba casi pelada vuela tan bien? ¡Qué prodigio la abundancia de luces allá abajo y el albo resplandor del ave!

Se hicieron novios y probablemente se juntaron. Sus cuerpos primero de los que quizá salieron algunos retoños que por pura gracia se han ido y ya nadie es capaz de recordar si alguna vez siquiera existieron. ¿O ese viejo que barre la calle es su padre y todo esto no es más que una mascarada?; un hacerse la loca y evitar a toda costa el sufrimiento  y la vergüenza de ser la que es. Nada de eso. Por aquí y por allá hay fotos enmarcadas con rostros desconocidos que le sonríen o ensayan muecas próximas a la sonrisa.

Esos deben ser los retoños que aunque ya nadie sepa dónde están, seguro que existieron y berrearon y al menos por un rato quizá fueron tiernas promesas antes de pudrirse en pie: un par de retoños que de estar vivos seguro también esperan, queriéndolo o no, el arribo de la demencia, el olvido y la muerte. Pero mientras eso sucede, toca barrer obstinadamente la calle o mirar por la ventana tratando de recordar quién es ese viejo encorvado que sólo sabe usar la escoba para barrer.    

¡Ridículo! 

Tal vez sí es su padre porque luego de barrer él vendrá a despertarla y buscará los dientes en el bote de la basura y le pedirá, por enésima vez, que no los envuelva en la servilleta;  la ayudará a vestirse y juntos irán a cobrar la pensión que con falso escrúpulo él administrará para los dos. O tal vez es su marido con el que no sabe si se casó o se juntaron, así nomás porque sí, y ya después sucedió todo lo demás. Por fortuna no lo recuerda y aunque ese viejo ridículo fuera uno u otro, ¿qué importa ya?

Si por alguna terquedad el otoño insiste en volver y el viejo en barrer las calles cada mañana, qué. ¿Hay algo que se pueda hacer que no sea morirse de muda desesperación? Eugenia tiene su escoba y un ave blanca con la que da el rol por la noche sin fin mientras las palabras del viejo intentan despertarla inútilmente. ¿Será que las calles se perderán en la hojarasca si ya nadie las barre? ¿Y las escobas? ¿Acaso al verse liberadas de los viejos ridículos y sus más ridículas obsesiones se consagrarán por fin al vuelo?

Eugenia: despierta. Despierta, insiste él, pero Eugenia sólo ríe al estirar la mano y tocar al albo plumaje.

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