Siria: un viaje a la cuna de la civilización

Siria es un país que quedó en cenizas después de las revueltas contra Bashar Al Assad. Lo que un día fue un pedazo de infierno sobre la tierra, comienza a barrer las cenizas para dar lugar a una nueva reconstrucción. Siria es un país de contrastes en donde puedes estar cenando en un restaurante lujosos en el centro de Damasco como si a unos cuantos minutos en taxi no hubiera zonas en guerra. Un destino inimaginable para la mayoría de las personas, pero su apertura al turismo es una oportunidad única para visitar una de las civilizaciones más esplendorosas que se sostienen en tiempos de adversidad. Es un viaje que no solo retoma los debates y reflexiones en torno a la humanidad, sino que también recuerda la importancia de contar historias para no olvidar.

Cruzar la frontera entre Líbano y Siria, al menos en mi imaginación, parecía algo inalcanzable después de tantos años de conflicto. Lo primero que hice al llegar a la estación de migración fue pagar el visado. El oficial no estaba familiarizado con un pasaporte mexicano, por lo que tuve que esperar hasta que descifrara cuánto me iba a cobrar por aquel trámite. Un trámite cotidiano y banal para él, pero tan emocionante para mí. Un oficial tomó mi pasaporte y desapareció detrás de una puerta. Después de un largo tiempo de espera, me empecé a cuestionar si sería capaz de recordar la cara del oficial que tomó mi pasaporte en caso de que no lo volviera a ver. Unos minutos más tarde, dentro del caos organizado en la oficina de migración, un joven se acerca a entregarme el pasaporte y para mi sorpresa, tenía el sello de entrada estampado. No se molestaron en abrir el pasaporte para comprobar si la persona detrás de la fotografía era, yo ni en preguntarme mis motivos para entrar a Siria. Decidí no hacer preguntas y preferí asumir que, con los permisos que había solicitado anteriormente para entrar al país, tenían todo controlado.

Como lo menciona Kapucinski, a menudo, cruzar una frontera resulta peligroso, pero independientemente de la razón, cruzar una frontera es algo emocionante. La frontera entre Líbano y Siria, a mi parecer, es todavía más emocionante tomando en cuenta los estrictos controles de seguridad para los extranjeros. En esta frontera son muchas las historias que se cuentan y la carretera ha sido el testigo principal de nuestra historia reciente, en la que los refugiados son los principales partícipes. No hace mucho las carreteras estaban repletas de refugiados que huían de la guerra y en esos momentos yo me encuentro en la dirección contraria. A diferencia de ellos, en este mundo surreal, cruzo la frontera con un pasaporte en mano y sin temores de persecución y me enfrento no solo a una barrera física, sino a un idioma y cultura diferentes inmersos en una complicada situación política.

Hablar sobre Damasco es remontarse a los orígenes de la historia. Damasco, la capital de Siria, se encuentra a unas escasas tres horas en carro desde Beirut. Llegué al centro antiguo de Damasco, donde me hospedaría los siguientes días, el secreto mejor guardado de Oriente Medio. Las puertas de las casas en el centro esconden detrás de sí los secretos del paso del tiempo, no por nada existe esta nostalgia del pasado. Los detalles en Siria lo son todo: el diseño de las casas, la arquitectura y qué se diga de la hospitalidad de las personas. Mi hotel era el pequeño paraíso que me permitió tener un lugar para reflexionar y constatar que todo lo que habías visto en el día era cierto, un espacio seguro para recargar energías previo a tratar de descubrir los secretos de la cuna de la civilización.

A diferencia de otros países en Oriente Medio, en Siria pasé desapercibida como extranjera. Los sirios son personas que han estado acostumbradas a mezclarse y convivir con gente de todas las culturas, religiones e idiomas. Por ello, el país lleva el estandarte de la tolerancia y la diversidad. Camino por las calles de Damasco y vivo esta multiculturalidad en un mismo sitio. Experimento un sincretismo entre las diferentes religiones donde aparentemente todo funciona de manera orgánica y organizada, en donde los cantos de las mezquitas se apagan para dar lugar a las campanas de las iglesias cristianas. El escritor Tomash Kobusch afirmó que los sirios son los verdaderos herederos de las civilizaciones que pasaron por sus tierras y por eso Siria siempre ha sido el país más tolerante de la región. Un país sembrado de huellas de los lugares más sagrados de todas las creencias conviviendo entre sí.

Recorro el centro antiguo de Damasco y los callejones me invitan a perderme por los zocos para descubrir que la historia sigue viva al día de hoy. Me gusta viajar ligera de equipaje y en mis viajes me limito a coleccionar historias y fotografías. Sin embargo, es difícil no detenerse ante los llamativos aparadores de los negocios en el centro de Damasco donde se puede observar grandes artesanías y joyería tradicional. La tentación me inclinó a entrar en una de las tiendas de antigüedades, donde se exhibían todo tipo de objetos como juegos de té, fotografías antiguas, joyería o ropa. Estos objetos, fragmentos rotos de vidas de otras personas que tuvieron que huir, llenan las vitrinas bajo el nombre antigüedades en el zoco de Damasco. Me imaginó que los objetos pertenecieron a las familias que tuvieron que huir intempestivamente dejando no solamente sus pertenencias detrás, sino su vida entera. Un escalofrío recorre mi cuerpo y decido salir de la tienda.

Visitar Damasco es viajar en el tiempo y vivir un poco como los antiguos sirios solían hacerlo. Las calles están llenas de vida, puestos de comida, niños jugando, restaurantes y cafés. El llamado a la oración me guio hacia la entrada de la mezquita de los Omeyas, la más importante en Damasco cuyos detalles romanos y bizantinos la distinguen de cualquier otra mezquita en el mundo. Me siento en un café enfrente de esta obra maestra compleja y misteriosa. Ordeno un té mientras escucho a un señor mayor contar leyendas del pueblo sirio. No comprendo lo que dice, pero el simple hecho de ver a los jóvenes sentados a su alrededor escuchando con atención las historias de su pasado compartido, me parece una escena fascinante. Los sirios se saben antiguos y guardan el misterio de los milenios de quienes han atravesado el mundo a través de tantas generaciones. Heredar a las nuevas generaciones el legado de milenos es un pilar fundamental de la sociedad.

Es hora de dejar Damasco, pero nadie me advirtió que tan pronto como saliera de la capital, la realidad me daría una cachetada en la cara al ver la destrucción que ha ocasionado la guerra. Desde que tengo memoria, me gusta viajar en el asiento de la ventanilla para poder verlo todo. En Siria se encontraban las estatuas de la cultural Hal Alaf, estatuas de piedra cuya característica particular es la manera en la que sus ojos están pintados. Ojos grandes porque querían demostrar que podían ver todo el mundo. Me sentí identificada con la cultural Hal Alaf, tal vez mis ojos nacieron para ver lo más posible. Eso es viajar, ver un poco más de lo que la gente ha visto y no quiero que mis ojos se pierdan del mundo que aparece detrás de la ventanilla, pero en Siria fue diferente. Manejar por las carreteras y asomarte por la ventana me apachurraban el corazón. Preferí cerrar los ojos, contrario a lo que en cualquier otro viaje haría, en un intento de querer evadir la realidad que arrastra a millones de sirios a diferentes rincones del mundo en busca de un lugar seguro.

Un olor mezclado de olvido y destrucción prevalece en las ciudades azotadas por la guerra. Conforme me acerco a las ciudades más afectadas, surgen las preguntas incómodas ¿cómo acercarse a las personas personas cuyo dolor se refleja a través de las miradas? Sentir incomodad y diferencia ante la destrucción es parte de la experiencia del aprendizaje porque ay más enseñanza en la inquietud que en el alivio. La incomodidad me ha permitido conocer sitios que nunca hubiera conocido si me hubiera limitado a escuchar historias o noticias sin sustento. Al final del día, en mi viaje descubrí que Siria es mucho más que sus conflictos y que hay vida más allá de la guerra. Una vida que resurge de las cenizas y muestra las primeras señales de que la herida comienza a cicatrizar.

Los lugares de culto como las mezquitas y las iglesias son lo primero que se ha reconstruido después de tantos años de conflictos. De esta manera, se han convertido en símbolos de esperanza y recuerdan que, en tiempos difíciles, la fe es lo último que muere. Decido visitar la recién restaurada mezquita de Homs, destruida por un misil en 2013. Afuera de ella encuentro a una familia sentada sobre una manta. Me invitan a comer semillas de girasol y me ofrecen una taza de té ante un paisaje donde impera el color gris de la destrucción. Las personas me sonreían, pero sus miradas transmitían tristeza. No hicieron falta palabras para saber que nuestras almas se entendieron, que tal vez no sabía su historia, pero que la sentía. Me despedí entre besos, lágrimas y abrazos como si nos conociéramos de toda la vida.

La música ha acompañado a los sirios no solo en el culto religioso, sino también en las festividades y en la guerra. Tal es la riqueza cultural que la primera nota musical escrita se encontró en estas tierras. Continúo mi viaje hacia Alepo donde intento escuchar la música de su gente por encima del silencio de las ciudades destruidas. Es difícil caminar por las calles sin escuchar a alguien cantar. Los cantos entonan un mensaje de esperanza frente al futuro incierto y es como si envolvieran a la ciudad en un sueño que desearía remontarse años atrás donde la gente vivía en paz. Alepo te muestra la dualidad entre el pasado destruido y el futuro que da esperanza. Las calles han vuelto a cobrar vida y la gente trata de retomar sus vidas al salir a pasear o sentarse en algún café en compañía de sus seres queridos. Me siento a fumar narguile y observo como una mujer juega con sus niños pequeños a los pies de lo que alguna vez fue un edificio.

Un joven llamado Amjad, sorprendido y esperanzado por ver a una extranjera que visitaba su país por curiosidad propia y no por algún trabajo relacionado con la ayuda humanitaria, se me acercó para dejarme su número celular en caso de que necesitara ayuda durante mi viaje. Le agradecí su amabilidad y le comenté que su ciudad me parecía un sitio encantador. Con nostalgia en sus ojos me dijo que no se esperaba una descripción tan optimista y comenzó a hablar maravillas de su ciudad antes de la guerra, incluso afirmó que solía ser una de las ciudades más bellas del mundo. La gente habla de Alepo como si fuera una tierra mágica de cuentos, como si se hubieran olvidado de todos los años de guerra y de disturbios. La gente que vive en Alepo se niega a dejar sus raíces. Separarse de las raíces es difícil e incluso dejando el hogar, la mente vuelve a los lugares donde pertenecemos. Está en nuestra naturaliza alabar el pasado y glorificar nuestras raíces, sobre todo cuando el presente no es tan esperanzador.

El zoco Al Medina era uno de los mercados más antiguos del mundo, un enclave importante de la ruta de la seda donde antes pasaban caravanas, mercancía y personas. Durante la guerra quedó completamente destruido, pero los trabajos de reconstrucción han comenzado y las estrechas callejuelas del antiguo bazar han abierto sus puertas a comerciantes de especies, jabones, miel, joyas y té. Entre los puestos del mercado destacan los puestos del famoso jabón de Alepo, hecho con aceite de oliva, cuya manera de hacerlo sigue siendo artesanal. Salgo del bazar donde puedo contemplar la fortaleza a lo lejos, de las pocas estructuras que permanecieron en pie durante el conflicto y que actualmente es usada como base militar. Camino hacia la fortaleza de Alepo y escucho los cantos del vendedor de café. Me acerco a tomar una taza, como los demás lo hacen. Su vestimenta constaba de un chaleco cuidadosamente bordado en tonos verdes y naranjas y el fez, un gorro rojo de forma cónica cuyo uso es muy extendido en la región. Me cautivó al saber que su forma de vestir y servir el café es auténtica.

Para llegar a Palmira es necesario pasar por más de ocho controles de seguridad, cosa habitual en un país obsesionado con la seguridad. Estos controles, al igual que los carteles con la cara de Bashar Al Ásad, forman parte del paisaje de la Siria moderna. Debido a la estratégica ubicación de Palmira, la frontera entre el califato y la Siria que controla el Gobierno, tuve que tramitar un permiso adicional y ser acompañada por una escolta que permanece contigo durante la visita al sitio arqueológico. Ningún esfuerzo era en vano si se trataba de conocer Palmira, la ciudad mencionada por todos los grandes libros de relatos de viajes que evoca este sentimiento de aventura, misticismos y poder.

El paisaje es desértico y monótono, de vez en cuando aparecen los restos de algún automóvil incendiado. Paralelo a mi transporte veo camiones llenos de militares que se dirigen a la zona en conflicto. Una sensación de asco y repugnancia invade mi cuerpo y condeno todas las guerras que suceden en el mundo. Vuelvo reflexionar acerca de mi privilegio y no me parece justo pensar que terminado el viaje pueda regresar a la comodidad y seguridad de mi hogar, algo que muchas veces doy por sentado. Mis pensamientos se ven interrumpidos al vislumbrar las primeras columnas de lo que resta del sitio arqueológico de Palmira. Las columnas que se mantienen en pie se niegan a borrar la historia de la humanidad y están decididas a mantenerse firmes ante el olvido de la historia.

Palmira es mucho más que una ciudad en ruinas en el desierto ha sido fiel testigo de los eventos más trascendentales de la historia. Basta con detenerse y escuchar los secretos que sus columnas te revelan al caminar. En medio de los restos del teatro romano, la hija del escolta sacó su violín y empezó a tocar. La melodía que surge del roce del arco con las cuerdas me hace olvidar por un momento el dolor que se respira en este lugar. La música hace que entre las grietas se vean destellos de humanidad que iluminan momentáneamente la catástrofe de la guerra. Palmira me recuerda que todos los imperios son así, humildes y transitorios y que siempre hay un momento para todo, un tiempo para destruir y un tiempo para edificar.

Marga d’Andurain, viajera del siglo XIX, encontró en Palmira el lugar de sus sueños y decidió abrir el primer hotel a los pies de las ruinas, el Hotel Zenobia, nombre dado en honor a la mujer que reinó y fundó el imperio de Palmira. Esta ciudad fue testigo del paso de grandes civilizaciones y de cómo una mujer reinó un gran imperio. Zenobia se convirtió en un ideal femenino lleno de coraje, belleza, fortaleza e inteligencia. Antes de salir del sitio arqueológico busco el hotel, pero lo que un día fue un santuario para curiosos que querían conocer más sobre las grandes civilizaciones del mundo, hoy queda reducido a un edificio abandonado, casi en ruinas. Me imagino todos los eventos que acontecieron en este hotel y a todas las personas que algún día este sitio brindó un hogar temporal en medio de un paraíso. Acepto que la realidad es muy diferente a los relatos literarios, que los tiempos cambian y estoy lista para regresar.

Visitar Siria significó el descubrimiento de un mundo más grande de lo que imaginaba, pero también más cruel, en donde prevalecen las raíces para edificar un destino común guiada por la nostalgia del pasado. El dolor que atraviesa el pueblo sirio no se puede reparar, pero la tarea de documentar historias que suelen olvidarse es algo que siempre valdrá la pena. Siria habla de pérdidas, pero también de amor y la capacidad de encontrar la luz en la oscuridad. Este país me hizo ver que los caminos más fascinantes son aquellos que nacen en las grietas y que la historia de las personas que viven aquí merecen la pena ser contadas.

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