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El derecho de colapsar

Son usted y los suyos contra la adversidad de la tristeza mediatizada.

Nuestro presente parece mentira. Nadie lo hubiera creído hace apenas seis meses. Nadie. Quien lo afirme, seguramente tendrá alma de agitador. Primero, se hubiese pensado que la trama del año 2020 fue escrita entre Quentin Tarantino, Ridley Scott y Steven Spielberg. Sucede que ver una historia como estas en pantalla es más divertido que vivirla. Las risas se acaban cuando uno es el protagonista.

Nadie sabía qué era Zoom al llegar enero. Hoy, con la pausa más dramática del mundo en un siglo, la previamente desconocida y maldita aplicación de videollamadas con brechas de seguridad del tamaño del Océano Pacífico vale más que varias aerolíneas internacionales. Si prefiere, para resumir, llámele capitalismo rapaz a esa basura. De ella venimos, con ella vivimos, y es muy difícil destronarla, por no decir que imposible. Sí, el negocio de los aviones se cae a pedazos, algo impensable para como el status quo lo tenía quejándose por el costo de su boleto y los insípidos cacahuates con Coca-Cola que usted acabará engullendo de nuevo cuando todo esto culmine. Además, lo hará con el disgusto pletórico de siempre.

Gracias a todo lo que aquello significa, resulta que no podemos colapsar. Más bien, parece que no tenemos el derecho. El modo de producción sentencia. De hecho, ni usted ni yo tenemos ese lujo. Eso nos han enseñado, y es lo que “deberíamos” creer. Pasa que se nos prohibió rompernos, sentir dolor, abrazar el hecho de que el desasosiego no es propio de estos tiempos, sino de nuestra misma condición, de las decisiones y las derrotas. Entonces, resulta que es ilegítimo pedir un tiempo fuera. De repente, uno se topa con que tiene la opción de parar, pero detenerse sale más caro que seguir corriendo, que desconectar lo atrasa, lo hace llegar tarde a la (sur)realidad. No lo culpo. Igual, no se pierde de mucho, pero ya no alcanzó ni los highlights, que, dicho sea de paso, son el pináculo de la inmediatez: importa el resumen del hecho, no el hecho en sí mismo. Usted no importa tanto, pero sí su utilidad. Puede que peque de neoliberal (en el sentido estricto del concepto), que ahora mismo le sea muy molesto. Incluso estará pensando en irse de esta lectura. Lo cierto es que no podemos obviar esto, pues no deja de ser causa y consecuencia de lo demás.

Volvamos al tema. Íbamos de aquí a allá antes de acabar como ermitaños, sólo que transportamos aquel ritmo frenético al mundo digital. Se supone que vivimos, pero lo cierto es que hípervivimos. No estamos educados para pisar el freno, sino para acelerar locamente hacia el precipicio. Es decir, no sabemos cómo detenernos, cuándo decir “no”. Somos trituradores autodestructivos, unas máquinas de engolosinarnos, y lo peor es que necesitamos muy poco. Unas horas de ausencia en WhatsApp conllevan mentadas de madre, exacerban la toxicidad de nuestros contactos y desembocan en preguntas que sugieren que los otros pensaban que desaparecimos debido a que algo malo nos pasó. Rondo eterno de la distancia, del no-control sobre el otro en el plano presencial. Nos exaspera no tener todo lo que deseamos, quedarnos con las ganas.

No tenemos un carajo de idea sobre cómo detenernos. Lo ignoramos, así que seguimos adelante sin límites. Tenemos el derecho a sentirnos vencidos por lo que deseemos, a sufrir, al duelo y querer olvidarnos de todo lo demás por un rato. Sin embargo, no conocemos la forma. Al final, estamos educados para tragar el veneno, para comerlo, no para sacarlo. Es más sencillo reprimirlo todo y responder el “estoy bien” más artificial de la historia. Y no lo cambiaremos; el arraigo a lo individualizado es más grande que cualquier comunidad. A la par, todo lo privado es tan público que lo público es universal. No hay dónde llorar, sufrir o desahogar las penas sin escrutinio, juicios, prejuicios, criticas o insultos. El asedio es infinito, viene en ráfagas y se presenta como implacable. Todo penaliza. Y, ¿sabe qué? Incluso eso es un producto. Se vende bien, por cierto. Por eso mismo, está prohibido sentirlo.

Thomas Hobbes dijo que el lobo del hombre era el hombre mismo. Quizá siempre supimos que así era, aunque ir directo hacia el despeñadero a la velocidad de un deportivo de lujo atrae más que la idea de trabajar en resolverlo. Nos encanta crear el desastre, igual que disfrutamos de ser víctimas y héroes al mismo tiempo en las historias. Nos sabemos nuestras tramas al derecho y al revés, aunque no aprendemos. De hecho, somos conscientes del dolor, tristeza, inconformidad o enojo que sentimos; fingimos que se va hasta que se vuelve el hilo del que se tira para acabarlo todo. Fabricamos la aplanadora, pero no sabemos controlarla. El ciclo se repite una y otra vez. Funciona en automático. No hay tiempo para pensarlo, mucho menos para cambiarlo. Tampoco alcanzan las horas para sentirse mal, así que toca plantar cara. Abrace lo malo y llore para reír después, que son usted y los suyos contra la adversidad de la tristeza mediatizada.

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