El ocaso de las civilizaciones

¿Con qué criterios juzgamos que la caída de una civilización es motivo o no de lamento, y que aquellas que las sustituyen son más o menos dignas de elogio?

La polémica sobre si habría que quitar las estatuas de Colón de los espacios públicos no me viene de nuevo. A lo largo de mi pasada experiencia como community manager de una página de historia tuve ocasión de comprobar en muchas ocasiones que hay temas que por el simple hecho de existir desatan pasiones. La gente puede tolerar un artículo sobre Raffaello calificándolo de “genio del Renacimiento”; en cambio, otro artículo con un claim totalmente neutro pero que contenga el nombre de Cristóbal Colón hace que la gente se levante en armas (por suerte estas armas se limitan al teclado, por ahora). Dando, de paso, mucho trabajo al community manager que tenga que ocuparse de la ingrata tarea de la moderación.

En parte es comprensible. Raffaello no hizo nada tan grave como para ganarse la antipatía perpetua de la gente (excepto la de Michelangelo, algo tampoco muy difícil dado el carácter volcánico del artista toscano). Puede gustarte más o menos su arte, pero nadie tiene nada personal contra él. En cambio Colón es, para mucha gente, un símbolo para bien o para mal. Personalmente no le tengo ningún cariño ni rabia especial: no mató a mi familia ni me quitó a mi chica, como tampoco me regaló una villa en Cuba. Por ello me puedo permitir el lujo de mirarlo con frialdad.

El círculo del fénix

Y es que son precisamente estas pasiones las que eclipsan un hecho crucial sobre el que pivota la historia: que esta se construye irremediablemente con la sustitución o la transformación de culturas, incluso de las más longevas. Tras mil años de existencia y habiendo absorbido las culturas de los pueblos conquistados, Roma era radicalmente distinta de cómo lo había sido en sus inicios y sucumbió, dando paso a la Europa medieval. Países tan distintos como Túnez, Reino Unido y España han nacido de una sucesión de invasiones, como (perdón por el tópico literario) el fénix que resurge de sus cenizas.

Igualmente, los poderosos imperios precolombinos se construyeron sobre la derrota y absorción de las culturas anteriores. Y su destrucción, independientemente de los sentimientos legítimos que pueda despertar, condujo al nacimiento de lo que hoy llamamos Hispanoamérica. La cultura mexicana, peruana o colombiana nunca habrían existido sin la caída del imperio de los aztecas y el de los incas. Habrían existido otras, que nunca sabremos cómo habrían sido.

Y más importante, no podemos saberlo. Cualquier especulación sobre lo maravillosa o terrible que hoy sería América si la conquista nunca se hubiera producido se basa en un presupuesto falso: que una cultura permanece inmutable a lo largo de su historia. Sólo porque los aztecas practicaran sacrificios humanos, no se puede afirmar que los seguirían practicando cinco siglos después. Sólo porque la conquista se realizara con violencia, no hay ninguna garantía que sin ella hoy el continente sería un oasis de paz (de hecho ya no lo era en absoluto cuando llegaron los europeos, al contrario de lo que muchos parecen creer). Cualquier especulación al respecto es historia ficción, como sucede a menudo en foros de historia cuando algunos miembros intentan imaginar el mundo en el caso de que el Imperio Romano hubiera resistido hasta el día de hoy.

Culturas en la balanza

Con ello no pretendo justificar las conquistas ni mucho menos la manera como se llevaron a cabo. Evidentemente, este proceso es doloroso y traumático para las generaciones que la sufren, independientemente de las consecuencias que deje a largo plazo: el esplendor del Imperio Romano o de Al-Ándalus no borran el sufrimiento que causó en las gentes que sufrieron la conquista en primera persona. Y es comprensible que los descendientes de aquellos que han conservado su identidad después de conquistados guarden rencor hacia quienes identifican como sus conquistadores, ya sea por nacionalidad, etnia o religión.

La cuestión que quiero enfocar es cómo lo valoramos a posteriori, es decir: ¿Con qué criterios juzgamos que la caída de una civilización es motivo o no de lamento, y que aquellas que las sustituyen son más o menos dignas de elogio? Se llora la caída de Roma, mientras que la disolución de los imperios Austrohúngaro y Otomano es vista como la liberación de los pueblos sometidos. Del mismo modo, ¿qué valoramos más en la transición de las culturas precolombinas a las hispánicas, cuando el nacimiento de las últimas es consecuencia de la pérdida de las primeras? ¿Debemos atesorar más la arquitectura incaica o la literatura de García Márquez, el esplendor perdido de Tenochtitlán o la belleza de Mérida?

Si queremos ser justos, deberíamos aceptar que forman parte de la misma historia y que esta a menudo ha cambiado de forma violenta. El pacifismo que hoy impregna nuestra mirada es algo relativamente nuevo. Fernand Braudel, en su libro El Mediterráneo. El espacio y la historia, lo expresa así:

Los conflictos, breves o largos, ponen de relieve los golpes violentos y reiterados que se intercambian esas bestias poderosas que son las civilizaciones. Las civilizaciones están, pues, manchadas de guerra y de odio, una inmensa zona de sombra que las devora. Grecia detesta a Persia más aún de cuanto los persas detestan a los griegos. Los romanos odian a muerte a los cartagineses, que les pagan con la misma moneda. La Cristiandad y el Islam no tienen nada que envidiarse mutuamente. En el tribunal de la historia serían todos condenados, ninguno se salvaría. Eso nos podría llevar a afirmar que el futuro pertenece a aquellos que saben odiar. Demasiado a menudo, de hecho, las civilizaciones no son otra cosa que incomprensión y desprecio hacia los demás.

Aunque Braudel puede ser excesivamente duro (personalmente, creo que las civilizaciones son más que odio, incomprensión y desprecio), no le falta razón respecto al juicio moral que imponemos sobre la historia. Nos podemos permitir elogiar o vituperar a Colón, a los aztecas o a cualquier otro personaje o hecho desde la comodidad de no haber vivido esa época y la ventaja de más de cinco siglos de desarrollo ético.

Personalmente intento contemplar desde la frialdad el debate sobre las estatuas y sobre la historia en general, incluso cuando toca temas por los que siento más afinidad emocional; del mismo modo que el documentalista filma impasible la muerte de una gacela a manos de un guepardo. Dante seguramente me condenaría al Anteinfierno por no tomar partido, pero con todo respeto hacia el Sumo Poeta, a él le hubiera ido mejor no tomarlo.

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