Poseído por un genio

Burroughs, Ícono de la generación beat, escribió una de las más grandes obras del siglo XX: Naked Lunch.

“Un acontecimiento que ‘resulta inevitable’, puede ser bueno o malo, pero es algo definitivo, y no vale la pena lamentarlo ni volver sobre él una y otra vez.”

-William S. Burroughs

Los Estados Unidos. Años cincuenta. La búsqueda del restablecimiento del orden en tiempos de la posguerra. Se buscaba sepultar el horror causado en época beligerante, pero los modos de trato eran como si la guerra y sus estragos fueran cualquier nimiedad; the american dream. Sin embargo, esa mejora del orden era selectiva, estaba segmentada: sólo americanos con ciertas características podían aspirar a mejorar, a estabilizarse. No es sorpresa -ni siquiera lo es ahora- que fuera únicamente para gente blanca de clase media, bien posicionada, patriotas irrestrictos. Por tanto, a consecuencia de aquello, una vez más quedaban en el olvido las minorías: políticas, raciales y sexuales. La diversidad, en cualesquiera que fueran sus clasificaciones, eran -¿eran?- razón suficiente para quedar excluídos de la posibilidad de progreso y estabilidad. 

La censura y el puritanismo, los escrúpulos eran los principales actores, regidores y reguladores del aparato de la moralidad que reinaba en esa época. Dicho aquello, amén de aquél escritor librepensante y arriesgado que estuviera fuera del estigma de lo permitido porque, si sobrepasaba la línea imaginaria de los límite pre-impuestos, las leyes mismas se encargaban de ponerlo en el el cuarto de los obscenos, los impuros y los no inmaculados; es decir, publicar para ellos era sólo un sueño. La libertad, no muy diferente de ahora, era selectiva; benéfica para los que beneficiaban, en el ejercicio de la correspondencia, al mismo sistema. Censura y moralidad indelebles.

Generación beat

De manera paralela al Estados Unidos de la posguerra, se instauraba en la sociedad un pequeño, pero distinguido grupo de jóvenes escritores rebeldes. Ese clan trastocó, y modificó ciertos aspectos del orden; una especie de redefinición de la estética americana -al menos de la suya-propia-. Esa metamorfosis alteró la cotidianidad de los sueños, del sueño; de la noche, de los días; de la normalidad. Su impacto fue mayúsculo: generaciones posteriores influenciadas por sus ideales, especialmente aquellas que estaban involucradas en movimientos sociales y culturales, están para corroborar su influjo. Comandada, esa pequeña sociedad de pequeños escritores, por figuras como William S. Burroughs (el padre), Jack Kerouac (el hijo) y Allen Ginsberg (el espíritu santo), entre otros, claro. Sin embargo, sus nombres hacen más eco por la trascendencia innegable de algunas de sus obras. Y, aunado a su talento irrebatible, existía un factor que influía de manera subrepticia entre sus principales simpatizantes: la identidad que sus obras crearon con las lectoras y los lectores: la particularidad de los sucesos y las vivencias, las peculiaridades de los hechos; los catalizadores: la droga, la libertad sexual, el alcohol, e inclusive el jazz.

La confrontación ideológica a esa idea de conformismo y sumisión estatista fue, en perspectiva, el mayor de los impulsos -aunado a la cantidad incontable de drogas- para discrepar con el sistema. Cualidad enorme de la generación beat. La clase media beneficiada del american dream se convirtió, sin saberlo ni esperarlo, en el enemigo de esa subcultura beateana subyacida en los suburbios, en busca de la libertad. Buscando abandonar la alienación del estado. Por eso mismo, estaban en constante movimiento, eran incapaces de estar en un sólo lugar por bastante tiempo: viajaban a lo largo y ancho de EEUU; trabajaban sólo por temporadas cortas: nada de enrolarse a largo plazo. Cuestionaban todo.

William S. Burroughs, el padre

Meses después de haber cumplido los ochenta años, en una entrevista que le hiciera Javier Martínez de Pisón para el diario El País en 1994, el último gran maldito dijo que: “Un escritor nunca puede llegar a comprenderse; siempre se está buscando”. Y fue precisamente lo que hizo a lo largo de su longeva existencia: buscarse.

Ícono él de la generación beat, aunque detestara sin más su reconocimiento, escribió una de las más grandes obras del siglo XX, Naked Lunch, publicada originalmente en 1959 por la Olympia Press en París. Es una novela no lineal, carente de trama, como si se tratase solamente de un compilado de aventuras protagonizadas por William Lee, álter ego de S. Burroughs. Y es, precisamente, lo que eran (son): son experiencias propias del autor. Tan sólo el comienzo es un episodio real: acerca de la vez que huyó de Estados Unidos por haber sido acusado de portar drogas consigo, y fue así como llegó a la Ciudad de México. Misma ciudad inquieta en la que Jack Kerouac le propuso ponerle, justamente, Naked Lunch a la novela. Se cuenta, se lee, que fue en el Lago de Chapultepec donde aquello sucedió.

Y no sólo eso: la Ciudad de México está presente a lo largo de su obra; por tanto, antes formó parte de su vida, en una época crucial: de la que el autor apenas si habló de ella en su vida. Cada que le cuestionaban acerca de su estancia en México, asentía con afirmaciones monosilábicas, y, además, molesto, incómodo. E invariablemente no era una situación menor el motivo de su silencio: fue aquí, en la Ciudad de México, en Monterrey 122, en la Colonia Roma donde Burroughs asesinó ‘por error’ a Joan Vollmer, quien fuera su esposa en aquél tiempo. Una noche de opio, alcohol y esa afición inamovible del oriundo de Misuri por las armas lo que provocó el fatídico desenlace: al clamor de la fiesta y el ego, Joan retó a William poniéndose su copa en la parte posterior de la cabeza, instando al también pintor a disparar para “probar su puntería”. Segundos después, el estruendo del disparo paralizó a los invitados mientras veían el cuerpo de Vollmer caer al suelo, quien hubo fallecido solamente minutos después. A Burroughs lo encerraron en Lecumberri mientras se decidía lo que iba a suceder; sin embargo, y sin sorpresa, su abogado, gracias al dinero que tenía la familia del ensayista, logró comprar al juez y a los testigos, logrando así sacarle a los trece días del reclusorio. Todos, incluído William, dijeron que en el acto, la pistola había resbalado de sus manos y al caer al piso se había disparado sola, matando así, y “por accidente” a Joan. Salió libre para jamás volver ni a pensar en ello, al menos no en voz alta. 

De carácter irrestricto e inconsiderado, incluso egoísta, logró legitimarse. Supo siempre zafarse de las garras de los policías que iban detrás de los yonquis, detrás de él, de sus fechorías. Mantuvo, aunque no siempre, a sus amistades, sobre todo a Allen Ginsberg, con quien mantuvo una correspondencia epistolar a lo largo de unos años. Pintaba, también, sin conocimiento alguno, logrando, incluso, publicar un libro de pintura que sirvió como compendio artístico de sus obras. Era un ser silencioso, que gustaba de pasar desapercibido, discreto, pero su nombre causaba fervor, y sus letras gustaban.

Dijo alguna vez, también en una entrevista: “… para mí, el dilema entre literatura y moral que se aplica a muchos escritores es intrascendente; creo que sólo pueden ser juzgados por sus obras. La demonización de una persona literaria de una cuestión que departe de los vientos políticos.” Habló eso con quien sea que fuera el periodista, pero como si estuviera refiriéndose a sí mismo, enrolando las cuestiones morales que le hicieron temblar siempre la coronilla de escritor, aunque tampoco le importaba demasiado. “Los escritores sólo pueden ser juzgados por sus obras”, dijo esa vez.

Pero, ¿quién estuvo o estará para juzgarlo a él, al último maldito, quien hacía de su vida sus obras y de sus obras lo que le daba la gana? La moral dentro de esa cuestión se esfuma como pinchazo de heroína por entre sus venas luego de un largo período de abstinencia. Quizás, sólo quizás, aquélla vez que dijo morir, se largó para dar con el colocón que terminara por fin con su vida. O con la nuestra.

En memoria de un gran maldito.

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