No me quiero despertar. Huele a café recién hecho y reconozco la mañana con el tintineo de tu cuchara bailando en la taza. Sé que estás en la cocina y eso me fascina. Te escucho tararear “Júrame” de María Grever, e instantáneamente los síntomas de mi amanecer ya son la dosis idónea y deliciosa para comenzar un nuevo día.
Me levanto y sigues cantando. Te observo a escondidas desde lejos y veo cómo el sol nace desde tus cabellos. Estás ensimismada, sonriendo, limpiando chiles secos.
Me pierdo en las arrugas de tus manos y no imagino cuántas historias has cocinado.
Estás preparando mi comida preferida y me detengo a deleitarme con tu presencia. Me deslumbra tu magia y esencia. Me parece impensable imaginar mi vida sin ti, sin tus aromas, sin tus delicias.
Ahí está el amor, entre tus manos; en el olor del barro, en lo profundo de tus cazuelas y en el suave meneo de tus cucharas de madera.
Ahí está el sabor de mi vida: entre tus yemas, abuelita.
De repente te percatas de mí y, como siempre, me gritas y me pides que te ayude. Esta vez no lo hago. Subo corriendo a mi habitación por mi cámara. Me parece impetuoso capturar este momento, alargar el tiempo y volverlo eterno.
Tus labios enmarcan tus escasos dientes, esos que han aguantado todas tus batallas y permanecen ahí, impávidos y fuertes, igual que tú. Ojalá te quedarás aquí por siempre, en este instante, sonriéndome.
Me pregunto si eres feliz, si te sientes tan dichosa como yo ahora que vuelvo a verte. Eres el encuadre perfecto. Eres luz. Mucha luz.
Cierro los ojos y te desvaneces, poco a poco. No quiero despertar. No quiero despertar.
Me aferro a tu risa, a tus brazos y a tus manos. Me aferro a ti, a la vida.
Abro los ojos y eres fotografía, por siempre, eterna abuelita.