El único ganador

Cuando despertó, recordó que había ganado el avión presidencial. Ahí estaban los ojos de Lulú: hinchados y vacíos, mirándolo con una mezcla de pena y compasión. El dolor de la intravenosa lo ayudó a despertar. No sólo estaba en la cama de un hospital, estaba esposado a ella.

Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial.

Tres. Cinco. Once. Veintitrés. Treinta y tres. Cincuenta y cinco. Las pelotas descansaban, blancas con números negros, contrastando desde la pantalla del televisor. Cinco millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve boletos fueron liberados de la ridícula esperanza de volverse un avión; uno estaba condenado.

Paralizado por el resplandor fantasmagórico que se disipaba entre la luz del alba, José Juan lo entendió: por fin, después de cinco años, había un ganador. Entró a su cuarto sin hacer ruido y agarró la cartera. De vuelta en la sala, el aparato confirmó los números impresos en su boleto. Corrió al baño, pero el vómito fue más rápido que sus piernas y quedó esparcido entre la taza y el piso. Lulú salió de la habitación.

–¿Qué tienes?

–Nada. Algo me cayó mal –dijo, limpiando el azulejo con papel higiénico.

Avisó en el trabajo que estaba enfermo. Sin su esposa en el departamento, José Juan revisó las reglas al reverso del boleto: “El boleto ganador acreditaba la propiedad del Avión Presidencial y el 5% de las ganancias obtenidas por el sorteo. El ganador tenía cinco días naturales para presentarse en las oficinas de la SCT ubicadas en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. En el caso de no haber un boleto con la combinación ganadora exacta, el avión será sorteado nuevamente en un plazo no mayor de un año a partir de la fecha del sorteo, el 95% de las ganancias obtenidas irían al fondo para la construcción del nuevo aeropuerto y el 5% sería acumulado para el siguiente sorteo. Sólo hay un ganador del sorteo. Si consideras que tienes el boleto ganador, por tu seguridad y la de tus seres queridos, no divulgues la información hasta tener el resultado oficial de SCT”.

Dos horas, pensó. Salió de su casa sin bañarse, no quería dejar el boleto desatendido ni un instante. Caminaba por las calles de Tlalnepantla fuera de sí mismo, sintiendo cómo el peso de la cartera perforaba un agujero en el bolsillo de su chamarra.

–Fíjate, pendejo –gritó el automovilista. No escuchó la voz, fue el claxon lo que lo sacó del trance. Estaba a media calle, en pants, chamarra de mezclilla y tenis sin calcetas. Un escalofrío reptó por su espalda hasta marearlo. Comenzó a sudar. Se enfiló a la farmacia al otro lado de la banqueta. Del refrigerador sacó una coca y pidió un paquete de aspirinas. Se tomó tres con un trago grande de refresco. La respiración se calmó.

–Son cuarenta y siete pesos –dijo la mujer en el mostrador. Ella se iba a dar cuenta. Antes de idear la forma de pagar sin dinero, una mano empujó su cabeza contra la vitrina de los shampoos. Intentó separarse y la manó lo oprimió más fuerte, lastimándole la sien con el tornillo del marco de aluminio.

–Ora sí, cabrones: dinero, celular, cartera. Y tú, la lana de la caja –decía el hombre con máscara de “la Parca”, sacudiendo la cuarenta y cinco por el aire mientras aplastaba el cráneo de José Juan–. Como vas, hijo de tu puta madre –dijo sacándole el celular del pantalón. La pistola detuvo su baile y quedó apuntando con severidad a la mujer: –La lana, pendeja.

Balbuceando un padre nuestro entre lágrimas, la mujer colocaba los billetes sobre el vidrio que guardaba los condones. –La cartera y el reloj –la orden iba dirigida a José Juan. No llevaba reloj. Sacó su cartera despacio. Apenas se asomó de la chamarra y “La Parca” se abalanzó ansioso tirándola al suelo.

Un chiflido avisó que no había más tiempo. “Atlantis” apareció afuera de la farmacia sobre una motoneta azul. “La Parca” hizo un cálculo sencillo: agarró los billetes del mostrador dejando la cartera en el piso y saltó a la motoneta. “Atlantis” arrancó, en sentido contrario, para perderse en las entrañas de la ciudad.

José Juan se fue sin coca, sin aspirinas y sin pagar. Cuando llegó al Tren suburbano se dio cuenta que para entrar tendría que sacar la cartera. Escarbó en sus bolsillos. Logró juntar cinco pesos. Pagó el uso del baño y entró en el último cubículo. Sacó la cartera. Admiró el boleto. Se le volvió a aligerar la cabeza al pensar como ese cuadrito de papel equivalía a un avión y casi tres cuartos de billón de pesos. Lo acarició con delicadeza, pasando el pulgar sobre los números. Lo colocó en la cartera, en medio de dos billetes de veinte. Sacó el resto del dinero, su tarjeta del tren suburbano y se guardó la cartera en la entrepierna.

Esquinado en el vagón hasta la estación Buenavista, mantuvo los ojos inquietos: observando todos los rostros, escrutando cada ojo, cada gesto, buscando algo que delatara que él ya se había delatado. Caminó al paradero. Apoltronado en el fondo del vehículo, sintiendo que las nucas conspiraban para robarle, dejó de parpadear. El escalofrío regresó: ahora subía por su estómago. Metió la cabeza entre las rodillas. Sudaba. Notó la palidez de sus manos. Quería gritar o quería vomitar o quería bajarse ahí a la mitad de eje uno norte. El rugido de unas turbinas reventó el aire sobre el techo del camión. Alzó la mirada y contempló el aeropuerto sintiendo que aquel edificio lo miraba con la misma piedad con la que el agua mira a la sed.

En la oficina de SCT, la mujer detrás del escritorio abrió los ojos con más sorpresa que asco cuando José Juan se metió la mano al calzón para sacar la cartera. Extrajo el boleto con delicadeza y volvió a admirarlo.

Soltó un suspiro para decir: –Me gané el avión– con solemnidad. Ese es el último instante que tenía cierta claridad en su memoria.

Cuando despertó, recordó que había ganado el avión presidencial. Ahí estaban los ojos de Lulú: hinchados y vacíos, mirándolo con una mezcla de pena y compasión. El dolor de la intravenosa lo ayudó a despertar. No sólo estaba en la cama de un hospital, estaba esposado a ella.

–Mi amor, me gané el avión –le dijo. Lulú asintió, con una sonrisa agridulce en el tono patético de la mirada. El doctor apareció detrás, colocándole la mano en el hombro. Ella se levantó. Mi amor, me gané el avión –repitió José Juan. ¿Qué nadie me oye? Me gané el avión. Yo. Me gané el avión. Lulú se alejó con el doctor comenzando a llorar de nuevo. –Me gané el avión. Me gané el avión. Me gané el avión –decía, sacudiéndose, intentando liberarse de las esposas. Una enfermera se acercó y sin dejar de sonreír administró un medicamento que volvió a dormirlo.

–Cada año tenemos uno o dos casos de este tipo –explicaba el doctor. Cada caso es diferente. Sobre su esposo creemos que es un trastorno de estrés postraumático. Aparentemente, su marido estuvo ayer en una farmacia durante un asalto. Esto probablemente detonó una escisión en su personalidad sobre la realidad en la que cree que se ganó el avión presidencial. Le repito, en los últimos cuatro años hemos tenido estos casos, siempre en las fechas del sorteo. –Antes de la intervención de Lulú, el doctor continuó: –Su esposo se tiene que quedar uno o dos días en observación. Normalmente, después de eso, las personas regresan a sí mismos.

Tres días después, José Juan estaba en su departamento, de regreso en la vida y la rutina. Otra mañana más frente al brillo albiazul del televisor con una taza de café en la mano, viendo la conferencia de prensa desde Palacio Nacional.

El presidente anunciaba que, por quinto año consecutivo, la combinación ganadora en el sorteo del avión presidencial no había salido. Una lástima. Pareciera que es tanta la vergüenza del avión que no quiere irse con nadie. Pero que eso no importaba porque estaba profundamente agradecido, una vez más, con el pueblo de México, por su participación, como cada año, en el sorteo del avión, haciendo que nuevamente se agotaran los boletos. También agradeció a sus antecesores, con su encantadora sonrisa pícara, diciendo, qué bueno, no hay mal que por bien no venga, verdad, a pesar del derroche faraónico que representó en su momento, con dos años más que no haya ganador, un solo avión acabará pagando el nuevo aeropuerto.

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