En tiempos donde el columnismo se asemeja más a paredones de fusilamiento, espacios catárticos y campañas propagandísticas, descubrí en Isabella Portilla (Bogotá, 1991) a una contadora de historias repleta de recursos y de cosas por decir.
Con apenas 20 años, a partir de la publicación de Malandrines, crónicas sobre impostores, bribones y granujas avezados en el engaño (Planeta, 2011), se adscribió a la gran tradición del periodismo narrativo en América Latina.
Su faceta de periodista, escritora y docente itinerante le ha permitido residir en ciudades como Buenos Aires, Washington D.C., Nueva York, La Habana y Ciudad de México, al tiempo que su obra se alimenta del viaje como un desafío a la identidad.
Te leí que al contar historias sentías como si estuvieras obligada a mantener con vida a alguien. ¿Qué tanto es condena y qué tanto es privilegio?
Sí, ese alguien soy yo misma. Escribir me obliga a vivir. No concibo la existencia sin la escritura. He querido dedicarme a otra labor: una más rentable, menos dolorosa, un oficio que implique menos disciplina y que brinde más placer, pero no puedo. Desde niña tuve la necesidad de leer compulsivamente y años después me sucedió lo mismo con la escritura. Más adelante aumenté las dosis, así que me convertí en una especie de yonqui de las letras. Por supuesto que escribir es un acto condenatorio. A veces me detengo a pensar qué hago encerrada en mi estudio un viernes a las 3 de la madrugada tecleando un computador sin que nadie me lo ordene, entonces llego a la conclusión de que sí, la escritura es masoquista; es una adicción placentera y al mismo tiempo, un ejercicio furioso.
Con apenas 20 años inscribiste tu nombre en la gran tradición de la crónica latinoamericana. ¿Lo hiciste con plena consciencia de adscribirte como deudora o buscando explorar caminos nuevos?
Supongo que el interés a la hora de escribir sobre personas que subvertían su destino y se negaban a vivir una imposición nació del deseo de alterar mi propia vida a esa edad. No creo que haya mejor manera de entenderse a sí mismo que en el intento de entender a los demás. A lo mejor por eso elegí el tema, que vino a engrosar luego un corpus literario, el de la picaresca colombiana, aunque esa fue la categorización que le dieron algunos críticos. El sustrato del libro, en cambio, es íntimo y existencial. No es que me motivara trazar un retrato de los pícaros para hablar de la idiosincrasia de un país, más bien mi deseo estaba conducido a hurgar en las historias de gente impávida que valiéndose de alguna gracia especial, de una habilidad, pudo decirle a la vida: “no seré la persona que la sociedad me imponga, yo mismo elijo quién ser”.
¿Cómo se gestó Malandrines?
Conducida por la búsqueda de la que te hablo, apelé a la crónica para contar cinco historias de personas que cambiaron sus credenciales y alteraron su existencia gracias al ingenio. Esa fue la tesis, el trabajo académico que presenté cuando estaba a punto de graduarme de la carrera de periodismo. El jurado de esa tesis decidió enviar las crónicas a Planeta para que las publicaran. Un día cualquiera me llamaron de la editorial, me pidieron cinco historias más y, al entregarlas, en cuestión de semanas yo tenía mi primer libro en las manos.
Imagino que como portavoz de lo marginal y lo periférico cuesta no implicarse emocionalmente con las historias.
Creo que un contador de historias, una persona sensible y que demuestre honestidad con su oficio, se implica de todas las maneras posibles en un relato, sin importar si la historia es marginal o no. Implicarse desde la emocionalidad, desde el intelecto y desde la espina dorsal resulta inherente al oficio. Mi relación con las historias marginales es la misma que podría tener con cualquier otra: parte de la sensibilidad, se nutre del rigor y el punto final lo pongo después de una entrega absoluta.
Tuviste algunos flirteos con la literatura. ¿Por qué seduce tanto la ficción?
He pasado los últimos siete años escribiendo dos novelas al tiempo. Creo que esto ya dejó de ser un flirteo para convertirse en una relación comprometida. Difícil responder por qué seduce la ficción en general, pero puedo decirte por qué me seduce a mí al punto de dedicarle los días. La literatura es disrupción; una práctica sin corrección política, sin pedagogía moral. Es un pozo hondo y contaminado en el que el escritor se sumerge para sondear la profundidad sin importarle qué tan sucio salga. Aquí las cuestiones asépticas están a lugar. En este ejercicio pestilente ––inquietante, por demás–– es donde nacen las preguntas, los misterios, donde intentas explicarte lo que no has podido entender viviendo, donde evades la realidad para que el pensamiento y la sensibilidad exploren nuevos panoramas de la vida. Ese es mi juego de seducción.
Recuerdo haber llegado a ti por una columna que escribiste sobre Bob Dylan en El Espectador, ¿qué sí es y qué no es el columnismo?
Soy gran admiradora de Dylan, de sus canciones, de sus poemas y de sus textos experimentales. Me complace que la columna en su honor sea el puente que nos una en esta conversación.
En los medios cada vez hay más espacio para que los columnistas opinen, pero también para que establezcan otro tipo de relación con los lectores y, en esa medida, resulta útil que la columna se convierta en el crisol donde se fundan distintos géneros. El columnismo español, por ejemplo, contó con varios exponentes del articuento, que eran historias de ficción basadas en un hecho real. Juan José Millás bautizó el género, pero Álvaro Cunqueiro, Ramón Gómez de la Serna y Josep Pla hicieron parte de la tradición. En Argentina, Roberto Arlt escribió durante cinco años Las aguafuertes porteñas, que no eran otra cosa más que artículos literarios publicados en la Revista Proa. Así que el columnismo desde inicios del siglo pasado viene siendo cualquier texto en un medio escrito que esté llamado a evolucionar.
Lo que planteo con Cabeza de Medusa, mi columna en El Espectador, es un laboratorio de escritura abierto al público. Combino ficción, poesía y ensayo. Trabajo con microrrelatos en los que pruebo diferentes tipos de narradores, ritmos y estructuras. A veces esas columnas se convierten en embrión para escritos más largos o para nuevas ideas de libros.
Háblame del viaje como territorio fértil para la escritura.
Cuando viajo a mi percepción de mundo le adiciono otros mundos, otras costumbres, tradiciones, idiomas, otras relaciones con personas que al ser tan disímiles me hacen replantear mi propia cultura. Trajinar el planeta, recorrerlo, es una de las misiones que me he fijado; es un vicio que me distrae de la miseria vital, también es un aliciente para seguir aprendiendo. Los viajes, así como la vida misma, son los insumos de mi literatura.
Históricamente, México ha sido un perpetuo manantial creativo para los viajeros con ambiciones de escribir. En tu caso, ¿qué tipo de cosas detonó?
Por lo general dejo que los lugares me modifiquen íntimamente. El viaje para mí significa un desafío a la identidad. Las ciudades por las que transito cuestionan mi lugar en el mundo, mi escritura, mi sexualidad, los vínculos que establezco y mi personalidad.
A México llegué faltando dos meses para que la pandemia estallara, allí me enteré de la muerte de dos colegas a causa del virus, me enfrenté a la zozobra de tener lejos a mi familia, asumí el reto desproporcionado de enseñar periodismo en la UNAM a través de Zoom, entre otras vicisitudes. Supongo que mi estadía en tu país detonó resistencia al dolor, al embate; madurez; fuerza mental y también ––¿cómo no?––la alegría de haber conocido personas, historias y paisajes que solo son posibles de hallar como lo recomiendan los poetas Gilberto Owen y Mario Santiago: en tránsito hacia lo desconocido, sin timón y en el delirio.