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Fito Páez: El amor después del amor después del amor después del amor

Tras la trágica pérdida de Gustavo Cerati, el desvarío actual de un Andrés Calamaro lucidísimo en recitales y perdidísimo en el día a día y la ausencia de voces en el panorama actual del rock argentino, Fito se erige ya como una estrella más en el firmamento.

En Enemigos Íntimos, ese álbum irrepetible que maquinaron Fito Páez y Joaquín Sabina a través de un vínculo -musical y personal- que no iba a durar -ni tampoco tenía por qué hacerlo-, las letras, mayoritariamente a cargo del ubetense, fungen como una oportunidad para reírse tanto de sí mismos como del otro. En Lázaro, una canción que pareciera girar en torno a la histeria y la facilidad para tirarse al piso de Fito Páez, Sabina le dedica directamente los últimos versos: “Eh, Fito, que te necesito / aquí te esperan las tijeras del sol / el asfalto, el smog y el perfume más caro / y el jazmín y el caviar y el reloj / y el granizo, la ley, los disparos y el azul y el carbón. / Y el amor después del amor después del amor después del amor”. Rondaba mi cabeza durante las dos noches que Fito Páez tomó por asalto el Auditorio Nacional esa última línea. El amor después del amor, treinta años después: un juego parecido al que Joan Manuel Serrat renovó cada veinte años cuando la canción llamada Ara que tinc vint anys pasó a llamarse Fa vint anys que tinc vint anys y terminó, en 2003, siendo interpretada como Fa vint anys que dic que fa vint anys que tinc vint anys. El concepto de Fito, el amor después del amor, reducido por Sabina a un mero pretexto para pasar de una relación sentimental a otra, se convirtió en una suerte de leit-motiv dentro de su obra: algo hay de segunda oportunidad, de redención, de perdonar(se) y de seguir. Resulta curioso que ambos se presenten en el Auditorio Nacional con dos o tres semanas de diferencia.

La cita con Fito Páez parecía llevar encima una nube -un plástico fino, diría Calamaro– de extrañeza. Está muy bien haber venido al partido, me dijo Eduardo Zurita al medio tiempo del Cruz Azul contra Chivas aquel 21 de septiembre del año pasado, pero preferiría estar escuchando Brillante sobre el mic. Aquella noche de sábado debió presentarse Fito Páez en el Auditorio, pero una fractura de costillas -accidente doméstico, adujo- tiró todo por la borda. Saldó la cuenta cuatro meses después abriendo, encima, una noche más. Qué difícil asumir un cambio de fecha para gente tan obsesiva como nosotros, que comenzamos a vivir la experiencia del concierto desde meses antes y lo marcamos a fuego en el calendario. Había algo de ansia, de síndrome de abstinencia, pero había también cierto esfuerzo por mantener la ilusión y el entusiasmo ante el retraso. Digo esto para dejar ahora en claro que a Fito no hay absolutamente nada que reprocharle: partió en dos el escenario.

Foto: Ricardo López Si.

Pensaba durante el concierto, también, lo extraño que puede llegar a ser interpretar de pé a pá un álbum que creaste más de treinta años atrás. Cómo se ve que no es el mismo, me dijo mi hermano a mitad de La balada de Donna Helena, quizá la rola menos famosa del disco. No se refería a que Fito se hubiera dejado aptitud alguna en el camino, sino que quizá la canción, un experimento extrañísimo donde se mezclan ritmos, géneros y revoluciones -experimento que, en opinión de quien escribe, funcionó perfectamente años después en la también olvidada Paranoica Fierita Suite-, ya no interpelaba o identificaba a su propio autor. Me acordé de cómo los músicos de Bruce Springsteen relatan en Road Diary, documentalazo disponible en Disney+, que el setlist elegido por The Boss se modifica de ciudad en ciudad y, sobre todo, se ponderan las rolas que Springsteen entiende que lo representan ese día determinado -el setlist, incluso, no es tiránico; es una hoja de ruta abierta a cualquier cambio de opinión incluso a medio concierto-. Me tocó, por ejemplo, verlo en Baltimore con mi madre; fue el único concierto de la gira donde abrió con Hungry Heart; la decisión, por supuesto, giró en torno al verso inicial de la canción: “got a wife and kids in Baltimore, Jack…”. La decisión, por supuesto, nos hizo llorar a los dos. A lo que voy: Fito podía decidir cómo articular la segunda mitad del concierto, pero la primera estribó en tocar El amor después del amor completo y en orden. La segunda noche, mientras A rodar mi vida, última rola del álbum, tiraba sus últimos coletazos, lanzó a la audiencia un mensaje críptico: “pasará mucho tiempo para que vuelva a hacer esto”.

Me gusta mucho el Fito Páez actual. Me considero un muy aburrido melómano que suele arrimarse casi siempre a los mismos árboles buscando torceduras y propiedades distintas en las ramas; encuentro diferencias muy marcadas entre los vericuetos que otorga el tiempo. Mis Rolling Stones favoritos son los de 2006; los que lanzaron aquel álbum vituperado y criticado, A Bigger Bang. Me aburre la primera versión de la banda; prefiero la voz gastada y rasposa de Mick Jagger. Mi Joaquín Sabina favorito es el de 2008, en aquel disco a dueto con Joan Manuel Serrat; la voz cruje, pero no se rompe. Mi Bruce Springsteen favorito, lo prometo, es el actual. Mi Paul McCartney favorito es el de los Wings, iniciando los setenta, apenas separados los Beatles, que derrama energía y lucidez musical por todos lados; el que se divierte en aquel documental, One Hand Clapping, mientras, con un cigarro en la mano derecha y un whiskito en la izquierda, llega a las notas más altas de Nineteen Hundred and Eighty Five. Me gusta mucho el Fito Páez actual porque lo percibo humano: disfruta errar. La segunda noche, mucho más lúcido para los discursos entre rolas, citó a Clarice Lispector para decir que perderse es parte del camino. La noche anterior había olvidado la letra a mitad de Al lado del camino, una obra monumental. El error, sin embargo, elevó la canción porque provocó que ésta hablase consigo misma: Fito olvidó dos o tres versos antes de llegar al momento cumbre: si ves que estoy pensando en otra cosa / no es nada malo, es que pasó una brisa. / La brisa de la muerte enamorada que ronda como un ángel asesino; / más no te asustes, siempre se me pasa; es sólo la intuición de mi destino. Olvidar la letra (estar pensando en otra cosa) antes de soltar semejante idea me parece insuperable. El error, quizá provocado por la misma brisa, convirtió esta versión de Al lado del camino -si no es la canción más importante de mi vida, pega en el palo- en mi favorita de todos los tiempos.

Foto: Ricardo López Si.

Mi novia, Evelyn, y yo intentábamos la primera noche adivinar qué rola elegiría Fito para volver a escena tras el encore. Imaginé como una excelente opción Yo vengo a ofrecer mi corazón, pero Fito soltó Cadáver exquisito. Qué rolota, lírica y musicalmente. Himno de 1996, alojado en un álbum grabado en vivo, Euforia, al que Páez decidió no hacerle versión posterior en estudio. Cadáver exquisito es y será una obra gigantesca concebida únicamente en el acto funambulista que es la experiencia en vivo: la estupidez del mundo nunca pudo y nunca podrá arrebatar la sensualidad. Nunca se la había escuchado en directo y casi cometo un acto tremendista cuando me enteré que acudió a ella en el Zócalo. No repitió la canción en la segunda noche: se la saltó y salió al ruedo con Dar es dar, un caramelo sustancialmente menor. Fue una suerte de cometa: one night only.

Fito Páez es el gran heredero de Charly García y Luis Alberto Spinetta. Tras la trágica pérdida de Gustavo Cerati (contrario a lo que podría pensarse, cada año duele más), el desvarío actual de un Andrés Calamaro lucidísimo en recitales y perdidísimo en el día a día (quién diría que separar obra y artista podía llegar a ser tan complicado) y la ausencia de voces en el panorama actual del rock argentino, Fito se erige ya como una estrella más en el firmamento. Uno acude a su recital y sabe que está atestiguando algo grande, inabordable. Eso sí: entre quienes podrían tomar el relevo, por ahí saca cabeza, permítanme decirlo, Nathy Peluso.

Ver dos noches consecutivas a uno de mis artistas favoritos me permitió, como ya dije antes, percibirlo más humano: quedé encantado con sus errores. El segundo día, eso sí, corrigió el que acaso fue el único imperdonable: no enumerar en Al lado del camino a los héroes que nos dieron patria: Litto Nebbia, Spinetta y Charly García. Si Fernando Pessoa dijo alguna vez que su patria era la lengua portuguesa, creo que Fito podría concluir que la suya (y la mía también; me adhiero ahora que puedo) está compuesta por los músicos que moldearon su vida.