Las impactantes revelaciones sobre la conducta sexual de Neil Gaiman y las atroces declaraciones públicas de J.K. Rowling contra la minoría transgénero, que podrían ser dos casos que no tendrían nada qué ver, han sacudido profundamente a la comunidad literaria y a sus seguidores. Ambos autores, otrora considerados baluartes de la inclusión y la justicia social, enfrentan acusaciones que ponen en entredicho su integridad y el legado de sus obras. Los dos, que parecían símbolos de lo mejor en la cultura pop, hoy se presentan ante el mundo como ejemplos perturbadores de la naturaleza humana cuando se adentra en el poder y el privilegio.
Quizá el caso más escalofriante sea el de Gaiman, reconocido por obras como la serie de cómics The Sandman y la exitosa novela American Gods, ambas adaptadas como sendas series de televisión, ha sido acusado por más de dos docenas de mujeres de haber manifestado con ellas una conducta sexual inapropiada, manipulación y abuso. Según un artículo reciente en New York Magazine firmado por la reportera Lila Shapiro, las acusaciones detallan una serie de episodios en los cuales Gaiman, aprovechándose de su posición de poder y autoridad, habría coercionado a diversas mujeres en situaciones sexuales no consensuadas. Esta es una serie de abusos que había estado oculta bajo la fachada de un hombre que siempre se presentó como un defensor de los derechos de las mujeres, un aliado feminista y un abogado por las víctimas de abuso.
Estas revelaciones son devastadoras no solo por lo que implican sobre su carácter personal, sino también por la disonancia entre lo que Gaiman ha pregonado públicamente y sus acciones en la intimidad.

Como creador de mundos tan complejos y profundos, era difícil imaginar que alguien que hablaba sobre justicia y equidad fuera capaz de una conducta tan opuesta. Las acusaciones no son nuevas, pero el artículo de New York Magazine ha dejado claro que lo que se reveló en el verano de 2024 en el podcast Master de Tortoise Media, es una realidad mucho más oscura de lo que se pensaba. Sin embargo, Gaiman, como es habitual en figuras de su estatura, ha negado las acusaciones de abuso, incluso diciendo que “jamás participó en actividades sexuales no consensuadas”, lo que, lejos de aliviar la situación, parece solo agravar el vacío de coherencia entre su imagen pública y sus comportamientos privados.
El caso de la inefable J.K. Rowling, por su parte, es igualmente desolador, aunque de naturaleza distinta. En las últimas décadas, Rowling, la autora de Harry Potter, había sido una ferviente defensora de los derechos de las mujeres. No obstante, desde 2022, sus declaraciones públicas sobre cuestiones de identidad de género y los derechos de las personas trans han generado una polarización feroz.
En lugar de la cálida, inclusiva escritora que muchos admiraron, Rowling se ha convertido en una figura que niega la existencia y los derechos básicos de las mujeres trans. Sus comentarios en redes sociales y en su blog, donde ha defendido la idea de que el sexo biológico es inmutable y que las personas trans son una amenaza para las mujeres cisgénero, han sido un llamado de atención para toda una generación. En el caso de Rowling, lo más perturbador es que ella ha hecho estas declaraciones con plena consciencia de la cantidad de poder que tiene sobre sus seguidores, mientras su fortuna y status social, cimentados en Harry Potter, la protegen de las consecuencias inmediatas de sus palabras.
Lo que es especialmente inquietante es la doble moral que emerge cuando observamos a Rowling en el contexto de su evolución como figura pública. Durante los días oscuros de su vida, cuando vivía de manera austera y su carrera aún no despegaba, se reconocía como una voz feminista, alguien que había luchado contra las adversidades. Pero ahora, en la cumbre de su éxito y riqueza, ha optado por lanzar su mezquina opinión transfóbica al viento, sin temor a las consecuencias, porque (igual que Gaiman) puede hacerlo. Es irónico que alguien que otrora luchaba por una causa tan importante ahora elija pisotear los derechos de un grupo de personas tan vulnerable, y aún más irónico es el hecho de que la autora continúe cosechando éxitos comerciales, pese a las campañas en su contra.
Ambos casos son perturbadores no solo por la magnitud de las revelaciones, sino también por lo que representan: la ruptura de una ilusión. Tanto Gaiman como Rowling habían sido, hasta hace poco, faros de moralidad y justicia en el ámbito público, pero ahora, al exponerse sus conductas y opiniones controvertidas, sus seguidores deben lidiar con una compleja disonancia cognitiva. ¿Cómo separar el autor de su obra? ¿Es posible seguir disfrutando de sus escritos sabiendo lo que hay detrás de sus personas? En mi caso, la respuesta se ha vuelto cada vez más difícil de asimilar.

No soy ajeno a la disonancia que genera la separación entre el autor y su obra. Sin ir más lejos, mi película favorita en la vida es Rosemary’s Baby (1968), dirigida por Roman Polanski, cuya conducta personal ha sido algo completamente reprobable, por múltiples razones ampliamente documentadas. Jamás justificaré sus actos, pero su película para mí es una parte muy importante de mi vida como espectador tanto profesional como amateur. Lo mismo pasa con Woody Allen, con Bertolucci, Almodóvar (o qué, ¿ustedes creen que Pedro jamás se acostó con muchachitos en circunstancias dudosas, en algún punto de su vida? Please) hasta con Hitchcock (todo mundo sabe lo que le hizo a Tippi Hedren y es imperdonable, lo siento, y miren que Hitch era el santo patrono del cine en mi casa). No puedo ignorar la relevancia de sus obras en mi vida.
A lo largo de los años que me he dedicado a escribir profesionalmente, he procurado ser un espectador y lector que no se deje llevar por la notoriedad y/o la moralidad de la vida personal de los creadores, sobre todo cuando sus obras tienen un valor intrínseco que trasciende su ser. A mí, francamente, la Rowling en ese aspecto me la trae floja: nunca fui fans. Pero el caso de Gaiman, para mí es diferente: él alimentó mi imaginación entre 1989 y 1996 con The Sandman y sus novelas posteriores, pero ya no tiene lugar en mi estantería. Su obra, que fue tan importante para mí, ahora está marcada por la flagrante contradicción entre lo que predicaba y lo que hacía.
Lo que me inquieta del caso de Rowling, es algo más complicado. El daño causado por sus opiniones transfóbicas es difícil de medir, pero la negligencia con la que ha tratado la situación me obliga a reconsiderar cualquier tipo de admiración que cualquiera pueda tenerle. Su discurso, aunque no tan directamente siniestro y manipulador como el de Gaiman, tiene un peso devastador, porque, como autora de Harry Potter, ella forma parte de la formación emocional de muchas generaciones de lectores, y su influencia es innegable.
¿Qué hacer con estos casos? La cultura de la cancelación me caga porque no es una solución a nada pero aquí ciertamente no puede ser ignorada. Se trata de figuras públicas que explotan su poder para dañar a otros. En este caso yo personalmente no puedo separar al autor de su obra. Es imposible para mí seguir celebrando lo que estos escritores han creado, cuando sus acciones y palabras las minan tanto. La ironía es que, al parecer, tanto Gaiman como Rowling han olvidado las lecciones que sus propias obras impartieron: el poder, la responsabilidad y el daño que uno puede causar cuando se cree que se está por encima de los demás.
No hay perdón posible para aquellos que, bajo el manto de la superioridad moral, se convierten en los opresores de quienes creen representar. En mi caso, y en el de muchos otros, el precio que ambos autores pagarán será el de perder el respeto de aquellos que alguna vez los admiraron. Espero que la generación que los convirtió en ídolos ya no los vea de la misma manera, y que el daño atroz que han causado, aunque no irreversible, sea una marca indeleble en sus legados.
Las pinches ironías de la vida, carajo.