No somos malas personas, pero sí tomamos malas decisiones. Probablemente si no fuéramos tan cobardes nos salvaríamos de nosotros mismos, pero al final huimos, siempre huimos. No conozco a nadie que no lo haga.
Huimos del miedo a hacernos viejos, huimos del tiempo; lo anestesiamos como si pudiéramos retenerlo, pero entre más nos aferramos a él, más rápido se nos esfuma entre los dedos.
Huimos de todas nuestras pérdidas irreparables, de las piezas que nos faltan y de nuestros fantasmas. Huimos de la vida y de la muerte, de los embarazos y los abortos. Huimos del suicidio y al mismo tiempo nos acercamos a él, con sigilo. Huimos de los terremotos, los escombros y de nuestros árboles genealógicos rotos. Huimos de los desastres naturales y de los que no lo son, de aquellos que incluso provocamos con tan sólo abrir la boca. Huimos de las desgracias y accidentes. Huimos de las enfermedades, los virus y pandemias, de todo lo que creemos que no somos responsables ni deberíamos pagar las consecuencias.
Huimos del amor y el desamor, de la compañía y de la soledad, de los miedos y de la ansiedad. Huimos del caos, del maldito y bendito caos, ese que nos hace girar y girar. Huimos de la desesperación que supone nuestra generación; de ese olor a futuro inestable y del mal sabor del pasado irremediable.
Huimos del sufrimiento, las relaciones tóxicas, los secretos y los recuerdos. Huimos de los enemigos con máscaras de amigos, de la envidia, la hipocresía y los malos entendidos.
Huimos de la pobreza, la burocracia, la corrupción, la misoginia, la explotación sexual, la delincuencia y del sistema de mierda en que vivimos. Huimos de todo lo que creemos que está mal, pero no hacemos nada porque en realidad huimos de nosotros mismos, de nuestro propio reflejo al mirarnos al espejo. Huimos porque nos damos miedo.
Huimos de lo que fuimos, somos y seremos porque sólo así; huyendo, corriendo, yendo tras de alguien o algo, tenemos más probabilidades de encontrarnos.