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La alegría del padre de Didí Gutiérrez; o cómo nadar hacia la perdida

La mujer me tocaba la cabeza cada tanto sin decirme nada, por momentos deslizaba la mano por mi pelo como una caricia. Un drogadicto me había quitado una madre y ahora un par de toros se comerían a mi padre. Vislumbré mi destino en la total orfandad o con esa señora como mi nueva mamá. Me hundí en la tragedia. Cuando papá se aproximaba de nuevo al coche, me sequé rápido la cara para evitar que notara que había llorado, como si no se hubiera sado cuenta antes con los gritos que pegué. Nunca más volví a retomar el tema de su hermano, que era un tema para adultos, algo muy en serio para alguien de mi edad; papá tampoco lo hizo. Nos fuimos en silencio lo que quedaba de camino; yo me quedé pensando en que a mamá le había pasado lo mismo que a Damián, había desaparecido su cuerpo.

La alegría del padre; Didí Gutiérrez

La escritura es capaz de sostenernos en los momentos que significan un punto de inflexión en nuestras vidas. Y reparo constantemente en ello más que por ambiguo deseo, por absoluta devoción. Como si esto fuera un espacio que dirige hacia la salvación y la compañía. Nos permite atarnos con libertad para configurarnos un encuentro en el que, quizá, logremos comprender el lugar que merced del tiempo, la vida y sus sorpresivos menesteres nos ha otorgado.

La escritora y editora Didí Gutiérrez (Ciudad de México, 1983) cuenta que comenzó a escribir La alegría del padre (Alfaguara), su primera novela, en 2016, la tarde en que a su padre le anunciaron que, tras haberle extirpado un tumor meses atrás, debía volver a sus radioterapias. Así pues, sospecho que es esta historia es el resultado de un ejercicio de compañía y comprensión.

La joven Abigaíl, adolescente lúcida, locuaz, irreverente, impulsiva e incluso entrañable, que acaba de cumplir 18 años, se entera que, a su padre, médico de profesión y dedicado a su cuidado y protección, le ha sido diagnosticada una enfermedad mortal que requiere terapias diarias por un periodo determinado. Deducimos, acaso, que será este el tiempo en que ella devolverá, por voluntad propia, ese profundo cuidado y acompañamiento en tiempos de completa vulnerabilidad y duelo en este proceso doloroso y degenerativo. Así, a través del lente de una memoria manchada por el miedo natural al que nos somete el desprendimiento, la pérdida y el desenfado, avivará los recuerdos de su infancia inquieta, e intentará acomodar esas piezas amorfas del rompecabezas-futuro en que se vislumbrará el miedo, la fascinación, un amor profundo y el reflejo deslumbrante de ese mundo feroz al que ha de adentrarse y que la espera allá afuera.

El amor dota de poderes desconocidos. Permite reconstrucciones aparentemente imposibles. Hace nacer nuevas formas. Otorga al lenguaje una cualidad pegajosa. Construye un sendero más amable en el que podremos transitar con cierta calma que no nos había sido otorgada hasta entonces. Estrecha los lazos que alguna vez reconocimos lejanos o incluso desconocidos porque la oportunidad no nos había sido presentada, simplemente porque nuestra vida no lo había puesto a nuestra disposición. No era el momento. Y sólo así, entonces, hemos de reconocernos y reconocer al otro que tenemos frente nuestro sufriendo sin decir palabra, dispuesto a engullirse lo que su sufrimiento considere necesario.

La alegría del padre (Alfaguara); Didí Gutiérrez

Y entregarse a creer. Porque creer —bajo la visión de una adolescente que no termina de comprender del todo la delicadeza de todo esto que está sucediendo, y que pese a ello sostiene todo el peso sobre sus hombros— es comprenderse, dolerse hasta la dermis y el desconocimiento, explotar, adoptar una postura cínica, incluso desvergonzada e irracional ante la visión general del mundo que ha encerrado todo en una cápsula de comportamiento correctos e idóneos. Creer a tal grado de vivir de otro modo que nos interpele con nuevas responsabilidades, otros juegos, con una sensibilidad luminosa, pero también con un nuevo yo que ya no se desmorona con facilidad.

Finalmente, la curiosidad y traspasar los límites. Adentrarse en lo más hondo. Ponerse a prueba, en ese lugar que ocupa el otro, para tratar de hacer algo por él, ella, aunque no nos haya sido solicitado en primer lugar. Como si nuestra posición de hijas o padres nos permitiera meter el dedo en la llaga, entrometernos buscando salvaguardar el otro de lo que ya es inevitable. La esperanza, empero, se mantiene intacta — de nuevo el amor. Y qué importa que éste esté distinto, distante, como abrazado a la resignación (para esta persona digna) y el aprendizaje. Es imposible evitar el deseo de proteger y prolongar aquello inevitable., y sin embargo lo intentamos, pataleamos, nadamos a contracorriente. Tratamos todo. Todo. Y parece que no nos damos cuenta que en realidad estamos atrapados en nosotros mismos: que estás cartas que están en juego son sólo otro intento más de estabilidad y comprensión de la angustia propia. Que inconscientemente estamos saliendo a flote para observar con algo de claridad lo que viene, ese futuro inminente. Que ese temor a vivir la vida sin el otro desaparecerá, tarde o temprano, entre las profundidades de un sentimiento que el tiempo sabrá convertir en alegría.

La alegría del padre, Didí Gutiérrez, Alfaguara, Ciudad de México, 2023, pp. 224

Por Demian García

Lector permanente. Devoto de la poesía y el fútbol. Escribo, hablo y habito en Revista Purgante, Interferencia IMER y Diario 24 Horas.

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