Foto: Berta Delgado.

La filosofía en nuestros días: Carlos Javier González Serrano

La filosofía es de suma importancia para la vida. Su estudio nos permite acercarnos a la interpretación y entendimiento de todo aquello que nos rodea y conforma. Para Carlos Javier González Serrano (Madrid, España, 1985) enseñarla en diversas universidades es un placer que nace de las distinguidas profesiones que ejerce: director de proyectos culturales, director editorial, asesor de cultura y comunicación, editor ejecutivo, gestor y consultor de equipos de trabajo, entre otras.

Ha colaborado como periodista especializado, columnista y crítico cultural para numerosas publicaciones. Es director del programa de radio: El vuelo de la lechuza, en la Radio del Círculo de Bellas Artes de Madrid. 

TVE, RNE, Cuatro-Mediaset, Onda Cero, Cadena Ser, Scherzo, National Geographic, Voz pópuli, ABC, The Objective, El País, Cuadernos Hispanoamericanos, Deliberar son algunos de los medios de comunicación en donde ha ejercido su vocación como filósofo. De igual manera, ha editado libros de humanidades. Cabe mencionar que es presidente de la Sociedad de Estudios en Español sobre Schopenhauer, embajador de la Internationale Philipp Mainländer-Gesellschaft (IPMG, Sección Española), director de Schopenhaueriana. Revista española de estudios sobre Schopenhauer, miembro del Comité Directivo de la Sociedad Iberoamericana de Estudios sobre Pesimismo (SIEP) y es parte de la International Society of Boredom Studies. 

En conversación con él, expone una serie de pensamientos respecto a la filosofía y los valores que hay detrás de ella en nuestra época.

Sobre el silencio

—Virginia Woolf apuntó que «el lenguaje no sea más que una frágil y agujereada red por la que se escapa, furtivo, el sentido». El silencio tiene fuerza (poderoso, en tus palabras). ¿Por qué es importante rodearnos de personas que saben interpretar nuestros silencios?

Vivimos rodeados de ruido. Ruido por todas partes: redes sociales, publicidad… Recibimos respuestas masticadas y nos olvidamos (y nos hacen olvidar la necesidad) de crear el fundamental paréntesis que se da en el silencio, un silencio generador de dudas y en el que también se trazan nuevas certezas personales. La pandemia, así como la incertidumbre constante de nuestra época, nos ha hecho ver, de nuevo, que somos, antes que nada, animales necesitados de afecto. El silencio es la rendija por la que se cuela el sentido, pero también el sinsentido; el espacio necesario para la reflexión, para la calma. Al igual que en una partitura, los silencios introducen la clave para interpretar la melodía; el silencio es la quiebra del ruido. En este sentido, hay personas que saben interpretar nuestros silencios, nuestras carencias, nuestra menesterosidad, y se atreven a compartirlos con nosotros, sin tener que dar una respuesta, sin avasallar con consejos o recetas rápidas. Las personas que mejor nos conocen nos permiten ser en silencio con ellas. A la vez, es importante enseñar que el silencio y los momentos de soledad elegida iluminan zonas de la personalidad que permanecen ocultas cuando se está en compañía y en medio del ruido de las redes sociales, la sobreinformación y los dispositivos electrónicos.  

¿Cómo llegamos a interpretar esos silencios, partiendo de que son un lenguaje mismo?

El lenguaje es la condición misma del lenguaje, al igual que es la condición primordial, primitiva, para que exista la música. Sin silencio, todo es ruido y confusión. El amor, la comprensión, la empatía, así como gran parte de las sensaciones y emociones que nos unen a los otros, se dan en y a través del silencio. Un silencio compartido. No se trata tanto de interpretar el silencio como de dejarse ser en él, de acercarnos a nuestro prójimo en el sosiego de la no-palabra, alejados de las prisas por otorgar una solución rápida para nuestras inquietudes, nuestros problemas y zozobras esenciales. En muchas ocasiones, lo que el otro espera de nosotros no es tanto una palabra de consuelo como una mirada de complicidad, un gesto de acercamiento, un saber implícito de que estamos para el otro sin recurrir al imperativo o al consejo. Atreverse a acompañar a quien sufre en su silencio es un acto revolucionario en un mundo lleno de ruido. A veces, todo lo que hay que decir es que el decir es inoperante, asumir que la palabra se queda corta o resulta irrelevante o superflua, que existen situaciones inconsolables y, por tanto, que aceptar el silencio del otro es condición fundamental para acercarnos y mitigar su dolor. Nuestra tradición de pensamiento nos ha enseñado que la palabra puede curar, pero empleada en un momento inoportuno también puede dañar. Por eso, defiendo que transitar el sufrimiento del otro compartiendo su silencio, acompañándolo y no imponiendo una interpretación definitiva o conclusiva es un acto revolucionariamente humano.

¿Por qué es vital guardar silencio? 

No todo se expresa con palabras. El decir lingüístico no es todo lo que se puede expresar. El silencio es fundamental para callar nuestro afuera, para descansar, para retirarnos del continuo barullo del mundo. Vivimos sometidos a una cantidad ingente de estímulos que luchan por conquistar nuestra atención. La atención es la base sobre la que se erige la construcción de nuestro entramado cognitivo. El negocio, hoy, se centra en el control de la atención del consumidor. Nos quieren distraídos y desconcentrados. Por eso es tan importante educar la atención, para que no sea manipulada. En tiempos de continuos estímulos, la auténtica batalla que se libra tiene como objetivo acaparar nuestra atención. Por eso, la educación no solo debe consistir en la transmisión de conocimientos, sino en enseñar a cuestionar a quién permitimos que se adueñe de nuestra atención, a quién dejamos que irrumpa en nuestro silencio. No solo nuestra evolución como especie depende de la capacidad atencional: también nuestro puesto social en el mundo. La esclavitud de nuestra atención se traduce en la incapacidad para pensar y decidir. El auténtico reto de nuestros días es reapropiarnos de nuestra atención. La neurociencia cognitiva actual nos dice que la proliferación sináptica de nuestras neuronas a lo largo del proceso de nuestro desarrollo cerebral depende en gran medida del tipo de contacto que se dé con el medio. Es decir: a más pobres estímulos, más pobre desarrollo neuronal. Hay que frenar, hay que poner silencio donde solo hay ruido, para (poder) decidir a quién queremos entregar nuestra atención y para qué.

La juventud a través del tiempo 

María Zambrano expuso que las interrogantes son negativas por el simple hecho de no saber, ya que desconocemos la respuesta, sin embargo, ¿de qué manera los jóvenes pueden revolucionar el conocimiento a partir de la duda?

No debemos esperar de los jóvenes un despertar repentino. Si los adultos pecamos de paternalistas y no acompañamos a los adolescentes en su proceso de maduración, quedarán inermes. Es necesario concienciar de que nuestra acción, toda acción, encierra también no solo un componente individual, sino también político. No politizado, sino político. Nuestro hacer alberga una repercusión social, y es de lo que hay que convencer a la juventud, de que todo cuanto hacen tiene un papel fundamental en el desarrollo de su entorno. En este sentido, hay que apostar por una enseñanza comprometida y que comprometa, por un lado; y por otro, una enseñanza que, como escribió Kant, no enseñe pensamientos, sino a pensar: que fomente la creación de un juicio propio y autónomo que prepare para la vida adulta. Esa es y debe ser nuestra pugna como educadores: proveer de las herramientas intelectuales y emocionales básicas para que la juventud no se sienta inerme ante los desafíos de su presente y futuro. 

Estamos viviendo tiempos difíciles: guerras y, por supuesto, una pandemia. A las nuevas generaciones se les considera «frágiles», pero han tenido que luchar con sucesos que están fuera del alcance de nuestras manos. ¿Cómo cuidar a los jóvenes de hoy mediante la educación?

No soy partidario de caer en un ineficaz y nada empático paternalismo que hable de «generación blandita» o «frágil». En términos psicológicos, la adolescencia es una época de turbulencia y efervescencia emocional. Las últimas generaciones, además, han pasado por un periodo de pandemia muy duro, en el que sus relaciones sociales «cara a cara» se han visto cortocircuitadas en un periodo fundamental de su desarrollo personal. Es erróneo afirmar que los adolescentes no están sujetos a la competitividad; la publicidad, las redes sociales y un sinfín de estímulos externos espolean permanentemente a los jóvenes para avenirse a numerosos (y tiránicos) códigos estéticos, sociales y laborales. Ya viven en una sociedad perversamente competitiva. Lo que debemos hacer desde la educación, como profesores y maestros, es enseñarles a discernir qué tipos de competitividades resultan superfluas e incluso dañinas, y que aprendan a crear un juicio autónomo, propio, más allá de convencionalismos e imperativos sociales. De ahí la importancia de asignaturas como la Ética y la Filosofía en las aulas de Educación Secundaria Obligatoria. Es esta la competitividad por la que, desde colegios e institutos, debemos luchar: acompañar en el proceso académico y emocional a cada alumno para que pueda desarrollar todas sus potencias intelectuales y personales, para que pueda cumplir sus aspiraciones. 

La filosofía nos hace cuestionarnos, tener un criterio propio y no regirse bajo uno establecido. ¿Por qué es importante enseñar filosofía desde un grado académico muy joven; un cambio en la educación?

La enseñanza de la filosofía en la educación obligatoria nunca lo ha tenido fácil. Y ello probablemente porque se trata de una asignatura que no mira con ojos asépticos la realidad, sino que invita a ponerla entre paréntesis para que el alumnado cuente con estrategias y herramientas intelectuales con las que pueda analizar con juicio propio nuestro mundo, cada día más complejo y enrevesado. Al revés, la filosofía siempre se ha preocupado por la necesidad de una enseñanza interdisciplinar, en la que la clásica —y erróneamente asentada— distinción entre «ciencias» y «letras» acabe por desaparecer en beneficio de un recorrido educativo que apueste por la heterogeneidad y la pluralidad, en correspondencia con la diversidad del contexto mundial que vivimos: a nivel antropológico, social y económico-político. Nuevas formas de vivir implican nuevas formas de enseñar (y de aprender); pero no por ello lo fundamental, lo que sienta las bases de la educación, deja de serlo.La ética y la filosofía ponen a la juventud frente a un insorteable espejo: no es que enseñe a pensar, sino a tener que hacerlo imperativamente. Los estudios de filosofía en la enseñanza obligatoria son imprescindibles —e insustituibles por otros— por una razón muy sencilla: sin una ciudadanía consciente de sus retos, de las dificultades que enfrenta, nos veremos abocados a generaciones futuras que, rodeadas de todas las comodidades posibles, no sabrán (ni querrán) cuestionar su entorno o conocer cuál fue el origen de esas comodidades que, precisamente, dan por sentadas. 

¿Por qué consideras que estamos viviendo tiempos en donde a los jóvenes se les esclaviza emocionalmente con doctrinas como: «eres lo que atraes», «primero tienes que estar bien contigo mismo para amar a los demás», por citar algunos ejemplos? 

En las últimas décadas, la literatura dedicada a la autoayuda, la psicología positiva y las llamadas «nuevas espiritualidades», como en el caso del mindfulness, ha crecido exponencialmente y ocupa gran parte de las estanterías destinadas al ensayo en numerosas librerías. Estas «luminosas» corrientes suelen venderse como un producto aparentemente inofensivo presentado bajo capa de crecimiento personal. Un producto que, sin embargo, oculta contraproducentes dictaduras afectivas asociadas al más despiadado neoliberalismo, que se apropia emocionalmente de los individuos y los transforma en sujetos del rendimiento en total connivencia con las grandes corporaciones mundiales. Estas corrientes fomentan lo que algunos autores han denominado «privatización del estrés»: no solo es que el estrés se ha patologizado y hecho extensivo a grandes capas de la sociedad («eres culpable de tu fracaso», «no te esfuerzas lo suficiente», etc.), sino que se culpabiliza a quien lo sufre por no saber gestionarlo, por no contar con las herramientas necesarias para neutralizarlo. Como si, en efecto, fuéramos máquinas que hay que rentabilizar. Más aún: que se tienen que rentabilizar a sí mismas. Este tipo de libros silencian el hecho de que el estrés responde, casi siempre, a causas sistémicas, y se obvian las formas de hacerle frente desde un punto de vista social. Por supuesto, no solo el estrés, sino también otros trastornos como la ansiedad, la depresión o los déficits de atención.

¿Cómo manejar las emociones negativas en los jóvenes?

Al igual que los adultos, la juventud también siente y padece los males de nuestro tiempo. Y a veces lo olvidamos. Males que, por otra parte, no se alejan mucho de los de otras épocas. Quizá ha cambiado la forma en que se dan, pero en su meollo siguen siendo los mismos: inquietud ante el futuro, competitividad con los iguales por la búsqueda de empleo, zozobra e incertidumbre, inestabilidad emocional, deseos insatisfechos y frustraciones, a lo que se ha añadido la sobreexposición en redes sociales y, en general, en el mundo digital. A mi juicio, gran parte de nuestro empeño como adultos y educadores ha de consistir en hacerles ver que no son lo que muestran, puesto que lo que exponen puede ser interpretado de muy diversas formas al otro lado de la pantalla. Fortificar su personalidad mediante el desarrollo de su autonomía es uno de mis imperativos como educador y profesor: que sepan distinguir qué depende de ellos y qué no, qué quieren ser y qué no; no por lo que los otros dicen de ellos, sino por lo que ellos sienten que deben y desean ser. Fomentar el desarrollo de su propia personalidad con un locus de control interno más que externo es fundamental en edades adolescentes. Después, en cada caso concreto, las emociones tienen una manera distinta de ser tratadas o manejadas, pero eso depende de la casuística de cada caso, de las circunstancias determinadas de cada situación. Genéricamente es poco lo que se puede decir, más allá de aprender a manejar nuestra relación con los deseos (exposición a redes sociales y publicidad), con las (a veces desmesuradas) expectativas y con la frustración y el fracaso, facetas, todas ellas, necesarias e insorteables en cualquier vida humana. 

Respecto a la academia, ¿es importante tener cierto grado académico para valernos por nosotros mismos o es más vital hacernos un juicio propio e interrogar a la misma?

Los estudios reglados son una opción, no una obligación. Si alguien desea dedicar sus empeños laborales a una determinada disciplina, desde luego que será preceptivo contar con una enseñanza superior en la materia de turno. Sin embargo, eso no es condición para que la academia se blinde y no «exporte» sus conocimientos a la sociedad. La universidad, sea de titularidad pública o privada, se debe, por su propia definición, al tejido social. La universidad no es solo quien conserva el saber generación tras generación, sino también quien ha de encargarse de comunicarlo a quienes componen la sociedad, y ello por pura responsabilidad intelectual y compromiso cívico. Más aún, por supuesto, en el caso de las universidades públicas, sufragadas con los impuestos de la población activa. Por eso es tan importante la figura de los divulgadores: personas que, seria y hondamente formadas, deciden apostar por trazar puentes entre la universidad y la sociedad, de manera que el conocimiento sea accesible para personas de todo tipo que, simplemente, están interesadas en ampliar sus inquietudes intelectuales. El conocimiento no termina en la universidad, más bien es donde comienza. En la universidad están las raíces, pero los frutos se ven (y han de verse) en la sociedad. 

Los valores filosóficos 

¿Es necesaria la competitividad? En el sentido de quién sabe o hace más cosas (elemento que se ve en el apartado artístico e intelectual).

La competitividad, al igual que otros rasgos de la sociabilidad humana, puede ser funcional o disfuncional. Es funcional (o adaptativa) cuando nos permite superarnos a nosotros mismos sin obsesionarnos con superar al otro (o a todos), cuando permite crear un aguijón emocional que se convierta en motivación positiva y no en un elemento disruptivo de nuestra afectividad. La competitividad se hace disfuncional cuando nos impide ver el porqué de nuestra acción; cuando toda la motivación se ciñe a ser más que los otros, cuando perdemos de vista nuestras propias aspiraciones y nos convertimos en un falso espejo de las convenciones sociales o de anhelos y deseos ajenos. 

Platón creó un sistema de poder en donde los poetas no podían ser aceptados por ver la realidad de otra manera, puesto que ellos querían llegar a la verdad de las cosas. ¿La poesía cómo llega a ser una herramienta o materia para acercarse al mundo?

Esta figura del Platón «desterrador» de los poetas se ha hecho inusualmente célebre. Pero el filósofo ateniense dio mucha importancia a la tradición poético-mítica del pueblo griego. Sin Hesíodo y Homero (aquella antigüedad clásica; y Platón lo sabía muy bien) no habría podido llegar donde llegó en términos intelectuales. El mito y la poesía a él asociada fueron elementos muy necesarios para la aparición de la filosofía, que no se dio de manera vertiginosa y espontánea, como tantos autores han defendido bajo la engañosa expresión «del mito al logos». El mito también contiene un logos, es decir, una razón, aunque esa razón es fantástica, imaginada. ¿Qué decir, entonces, de nuestros cuentos de hadas, que tanto nos enseñaron cuando éramos pequeños (los contrastes entre bien y mal, la separación paulatina de los padres, vida y muerte, etc.)? Ahora bien, Platón era un pensador netamente idealista (en el sentido más puro del término) y reconocía una realidad que se situaba más allá del mundo de los sentidos; es esa realidad última donde moran las formas (o ideas) la que dota de sentido a este mundo sensible. En este sentido, los poetas son quienes juegan con las formas de la sensibilidad, al presentarnos de manera fantasiosa (con todas sus argucias emocionales y trágicas) este mundo tan engañoso de los sentidos. La poesía, en este punto, se opone a la filosofía en tanto que esta pretende llegar, por medio de la dialéctica, al conocimiento de las formas: eternas, inmutables, arquetípicas. Mientras, la poesía supondría una suerte de juego de prestidigitación que nos aleja (o nos distrae) de ese mundo arquetípico, lo que no quiere decir que la poesía sea despreciable. El objetivo de Platón no es tanto alejarnos de la poesía como el de acercarnos a la filosofía, es decir, al amor por el saber. 

Wislawa Szymborska dijo que «todo poema nace del amor», posicionando esto con las humanidades, ¿toda humanidad nace del amor?

También fue Platón quien catalogó al amor (a Eros) como una entidad a medio camino entre los seres humanos y los dioses. Es Eros quien dispone el mundo en su orden, a pesar del aparente caos reinante. No sé si todo nace del amor. En este mundo tan atroz como ridículo de luchas sin fin, envidias sin sentido, desconsuelos y embates continuos solo queda el valor de la amistad y del amor. Aunque sea una metáfora etimológica inexacta, pero sugerente, el amor es lo único que puede negar la muerte: a-mors.    

¿El amor de qué manera nos cuestiona?

Cuando me preguntan por el amor, siempre respondo que alguien deja de estar enamorado, precisamente, cuando se pregunta si lo está. Cuando el amor está vivo, no se cuestiona a sí mismo, se vive como y desde una certeza. Es cuando nos interrogamos si estamos enamorados cuando comienzan las dudas, cuando nacen las suspicacias. Esto por lo que toca al amor tradicional y erróneamente llamado «romántico». Respecto al amor en general, en mi opinión, el amor no viene a llenar huecos que ya existían, sino que crea nuevos espacios por llenar. Normalmente, y en el lenguaje usual, suele decirse que el amor «nos completa», nos llena nuestros espacios vacíos. No creo que sea así. Más bien, el amor nos amplía, el amor hace conocer zonas de nosotros que, hasta el momento en que se siente, nos resultaban desconocidas. Y esto en el amor entre personas y también con el conocimiento: cuando conocemos a alguien de quien nos enamoramos, ese conocimiento abre en nosotros nuevas necesidades, nuevas inquietudes. Todo se llena de novedad. No nos llena, sino que nos crea nuevas cavidades por llenar. En su inmensidad, el amor nos hace incompletos. Lo mismo sucede con el aspecto intelectual, con el amor al conocimiento: cuando conocemos algo nuevo que nos entusiasma, queremos seguir investigando, anhelamos saber más. El amor, en general, crea huecos por explorar. 

¿Qué entiendes por filosofía?

El ejercicio consciente, comunitario y deliberado de nuestra propia autonomía, que se convierte en responsabilidad. Entonces, inevitablemente, surge el amor por el conocimiento.

¿Cómo se logra transmitir una humanidad a través del amor para perdurar sus enseñanzas?

No creo que solo el amor haya de ser el transmisor de enseñanzas, valores y conocimientos. Para bien o para mal, también la ira, la agresividad o el odio nos han legado diversos mensajes muy útiles: ahí están las guerras, las epidemias, los asesinatos, etc. No creo en un mundo presidido por el amor, aunque el amor sea una continua aspiración en lo personal y lo social. Como cualquier emoción y afecto, el amor tiene también sus contrastes, y no podemos apreciar uno de los polos sin el otro. La tiranía, el totalitarismo o el despotismo son experiencias históricas que nos muestran que la sociedad necesita un equilibrio entre interés personal y social que solo puede estar mediado por un quid pro quo bien entendido y convenientemente gestionado. La sociedad (que es un conjunto de individuos) no funciona por amor, sino por interés, y no debemos tener miedo a decirlo. Quizá por haber intentado conseguir una (a mi juicio: imposible) comunidad fundada en el amor al prójimo hemos convertido el mundo en una serie de conflictos entre facciones o sectas de muy diversos tipos: los comunistas, los neoliberales, los cristianos, los musulmanes, los jainistas… Amo al que es como yo; el otro es un enemigo del propio amor que tenemos en nuestro grupo. El apelativo no importa: lo que importa es la necesidad de militar en un bando, un imperativo gregario del que el ser humano no consigue (y quizá nunca consiga) desprenderse. Lo más sano, quizá, sería enseñar a militar en el bando menos tiránico y más empático: todos, al final, somos animales que solo buscan sobrevivir de la mejor manera posible.   

Pesimismo y optimismo

En este rubro me remonto a Schopenhauer y al pesimismo del cual siempre habló. Citó que este mundo no fue creado para que los seres humanos puedan ser felices. No obstante, resulta interesante saber de qué manera podemos ser más abundantes en una realidad con sistemas que más que hacer que vivamos en sí nos encapsula y come de cierta manera:

Aunque ya desde antiguo existieron corrientes y filósofos pesimistas, como el griego Hegesias de Cirene (siglo IV a. C.), que consideraba la muerte como un bien (incluso le expulsaron de la ciudad porque provocó una oleada de suicidios), no fue hasta el siglo XIX cuando el pesimismo se estudió de manera sistemática y se investigó en profundidad. En este punto hay que mencionar, como padre del pesimismo filosófico, a Arthur Schopenhauer (1788-1860), un pensador que viajó desde muy joven por toda Europa gracias a la situación económica de su familia y que encontró, precisamente, que este mundo, al contrario de lo que defendió Leibniz, es el peor de los posibles (pobreza, los condenados a galeras, guerras, enfermedades, etc.). Schopenhauer sostiene que existe una voluntad universal que da vida y pone todo en movimiento, y cuya manifestación es un constante e inextinguible querer. A la vez, y junto a ello, se da un problema de raíz, fundamental, y es que el querer nunca cesa; es decir, resulta imposible encontrar una satisfacción total de nuestros deseos y, por tanto, nunca seremos felices. Al menos no del todo. Ya lo dijo nuestro Baltasar Gracián: «el presagio de desdichas es el llanto del recién nacido al llegar al mundo». Vivir con esta consciencia, con la certeza de que no hemos nacido para ser felices, sostiene Schopenhauer, nos da armas para enfrentarnos a un escenario, nuestro mundo, que está en permanente lucha consigo mismo. Esa voluntad no para de devorarse a sí misma. Lo vemos en la naturaleza (los animales se matan los unos a los otros, los árboles luchan por la luz del sol, etc.) y los humanos nos traicionamos y creamos guerras para mantener un dominio siempre artificial. Hoy, con el imperio de las redes sociales, lo comprobamos mejor que nunca: tenemos que ser más que los demás, mostrar y demostrar más que los otros. Vivimos en lucha continua. Hacernos conscientes de ello, desde el pesimismo, es —paradójicamente— el principio para crear un mundo mejor. 

¿El pesimismo es realista?

Ser conscientes del propio mal es comenzar a ser conscientes de nuestra realidad. Sin reflexionar sobre el mal, sobre el sufrimiento, sobre los males de nuestro tiempo, nos resulta imposible cambiar las cosas. O, al menos, preguntarnos si podemos cambiarlas. En este sentido, el pesimismo es realista. El optimismo tiende a dejar todo en su sitio, es un mecanismo de pensamiento que nos hace estáticos, que nos deja inermes: todo es tan bueno como puede ser. Al revés, el pesimismo y su ejercicio es revolucionario: nos hace ver qué va mal y analiza qué puede cambiarse, permite comprobar e investigar aquellas estructuras, sean biológicas, sociológicas, políticas o antropológicas, que hacen que el sufrimiento continúe su camino libremente. El pesimismo nos invita permanentemente a pensar y, sobre todo, a pensarnos. En el pesimismo está la raíz del pensamiento, de la filosofía. Esto se ve ya en uno de los grandes libros sapienciales de la Biblia, El libro de Job, en el que el mismísimo Yahvé es tentado por el Diablo para probar a su más leal siervo, Job, que se ve cuestionado por sus amigos más cercanos. O en el Eclesiastés, uno de los más hermosos textos de la literatura, que nos hace ver el mundo como un valle de lágrimas. La gran pregunta que ambos libros nos dejan es: ¿qué es el mal y por qué se da?, y, más allá, ¿qué sentido encierra el mal? El pesimismo no nos abandona nunca: ser pesimista no es rendirse ante el mundo, sino hacerlo presente para pensarlo y observarlo con ojos críticos o, como decía Ortega y Gasset, con «los ojos en pasmo», en constante asombro. 

El optimismo viene desde el siglo XIX, mas como apunta el marxismo: «más que individuos somos objetos de consumo», ¿cómo podemos alcanzar la felicidad ante esto?

Como he comentado antes, defiendo vivamente que el pesimismo es una auténtica revolución. Hasta bien entrado el siglo XVIII, salvo algunas excepciones, y bajo el dominio del pensamiento teológico occidental, se pensaba que el mundo era como debía ser; Dios se esconde tras todo acto y, en este sentido, todo guarda un significado que desconocemos. Cabe preguntarse (y así lo hacían los pensadores de aquellos tiempos): si Dios es bueno, ¿puede querer nuestro mal? Y sin embargo, el mal existe. El pesimismo cuestiona, ya desde Voltaire en su breve y fantástica novela Cándido, ese trono divino. No por esperar que todo vaya a salir bien crearemos un mundo mejor. Todo lo contrario. El mundo, lo queramos o no, es como es, y tenemos que pensarlo como es. No sirven excusas. El pesimismo no llama a la rebelión, pero sí a la revolución intelectual: vivimos invadidos por un meloso y muy peligroso imperativo de felicidad, rodeados de libros de autoayuda que nos hacen creer que hemos nacido para ser felices. 

La pandemia aumentó enfermedades mentales como la depresión, que nos hace sentir solos, vacíos, desmotivados. ¿De qué manera podemos cuidarnos a partir de la ausencia? Conectándolo con lo que comentabas en una conferencia: «el cuidado nace a partir de la ausencia»:

Con la fiebre por la autoayuda y el pensamiento positivo malentendido están creando seres humanos muy poco humanos, poco preparados para sufrir: se está patologizando todo lo que tiene que ver con el dolor y el sufrimiento, cuando la insoslayable realidad es que todos sufrimos pérdidas, rompemos con nuestra pareja, tenemos crisis con los amigos o en el trabajo y, sin embargo, nos están abocando a una sociedad medicalizada, torturada, porque no sabe que en el meollo de la existencia también se encuentra el sufrimiento. El pesimista no dice que tenemos que sufrir, sino que debemos estar preparados para sufrir. En este sentido, el pesimista es un revolucionario: no quiere dejar el mundo como es, pero tampoco crea falsas expectativas. Nos sitúa en él como privilegiados y muy realistas espectadores que no se conforman con observar, sino que se implican en el bienestar del otro o, al menos, en no infligir más sufrimiento a nuestros semejantes, es decir, el pesimismo instaura una sociedad del cuidado a partir de la constatación de que todos, sin excepción, somos seres sufrientes.  

El efecto de las redes sociales

¿En qué momento la virtualidad se convirtió en una dictadura de nuestra felicidad?

Muchas de las fórmulas que mencioné más arriba («cree en ti mismo», «no hay nada imposible», «con esfuerzo lo lograrás», «querer es poder», etc.) no son más que prescripciones soterradas para mantener el poder. Si es el individuo quien tiene el problema, quien ha de aprender a gestionar sus emociones y sentimientos se exime de culpa a las empresas, al Estado o a cualquier otro organismo que pueda estar ejerciendo una silenciosa opresión. No en vano se ha dicho que la máxima de nuestros tiempos es la de «adaptarse o morir»: adaptarse a unas condiciones sociales, laborales, psicológicas… de cuya introducción el individuo no tiene culpa más que como sujeto paciente, pero es una culpa que, sin embargo, tiene que ser expiada y aliviada por el sujeto mismo. En este sentido, la autoayuda y el pensamiento positivo provocan un autocontrol que roza lo obsesivo y, lo más preocupante, causan una miopía social que nos aleja de la colectividad y de los auténticos responsables de las desigualdades sociales. Si no gestionas tus emociones, serás tú el responsable de no encajar en la sociedad: así opera la lógica de la autoayuda y del pensamiento positivo. 

Me interesa saber tu punto de vista sobre los reflectores de las personas en estas redes. En varias ocasiones leemos a ciertas figuras públicas que visibilizan un personaje que probablemente en la vida real no existe. ¿Por qué pasa esto?

Nunca sabemos qué historia se esconde tras cada persona. En griego, «persona» significa máscara (πρὀσωπον): detrás de cada máscara hay un drama (δράμα), es decir, un hacer que tiene consecuencias. De ahí la importancia de la empatía: hacerse cargo del πάθος (sentir) del otro. Que cada uno se ponga la máscara que más le convenga… Siendo consciente de que, al final de la actuación, toda máscara acaba por caer. 

Leemos muy a menudo en las redes sociales opiniones que terminan en ataques, más que a debates. La filosofía nace de esto último: de contrarrestar al otro mediante el respeto y cuestionamiento. ¿Cómo acercar a la población en general a la filosofía? 

Como dije en otra de las respuestas, la pasión es fundamental. Sin implicación ni pasión es imposible llegar (emocionalmente) a otras personas. La filosofía puede enseñarse en su vertiente histórica o doxográfica, pero aquí lo fundamental no es mostrar lo que puede encontrarse en cualquier libro, sino en fomentar la actitud filosófica, que va más allá del propio estudio teórico. Esto es algo que los antiguos griegos entendieron muy bien: en filosofía no puede haber separación entre teoría y práctica. Por supuesto que es necesario que los especialistas o estudiosos remarquemos la importancia de los estudios hondos y concienzudos en diversas doctrinas o pensadores/as, pero más importante aún, si queremos mantener vivo el espíritu de la filosofía, es transmitir su vigencia y tremenda importancia a la hora de hacernos cargo, responsable y conscientemente, de nuestro lugar en el mundo. Como comenté antes, toda acción es política, y la filosofía es, quizá, una de las actividades y disciplinas más políticas de cuantas existen, por cuanto su vocación es repercutir en la sociedad, en la ciudad, es decir, en la polis. Enseñar filosofía y su historia, por supuesto, pero también, y sobre todo, enseñar la actitud filosófica: cuestionadora, crítica, no neutral.  

El conocimiento 

El conocimiento debe ser compartido, porque si no es una adquisición vacía, plana, sin embargo, leo a personas que adquieren el mismo para humillar a los demás. De cierta manera estamos cayendo en un elitismo intelectual, ¿cómo abordar esta problemática para erradicarla?

Depende de cada profesor, de cada docente, de cada padre y madre. El conocimiento, cuando no es compartido, se hace inoperante, resulta vacío. El mayor gozo de aprender consiste en transmitir aquello que aprendemos, aquello que sabemos. Y para ello hay que cultivar la pasión. Los seres humanos aprendemos mejor aquello que está asociado a alguna emoción; las emociones son fundamentales en nuestro proceso de aprendizaje, y para ello hay que saber transmitir con pasión. Cuando el alumnado se hace partícipe de la entrega del profesorado, de su compromiso con el saber, este queda convertido en algo compartido, no en algo meramente entregado de manera aséptica y puramente curricular. No es que no haya futuro sin cultura, es que la cultura construye la posibilidad de un futuro. Común. Humanista. Generoso. «Existe en el mundo, caminando paralelamente a la fuerza de la muerte y la necesidad, una enorme fuerza de persuasión que se llama cultura», escribió el filósofo y escritor Albert Camus. Y es una convicción que comparto plenamente. 

El espíritu crítico está en la vida misma, ¿cómo valorarlo y fortalecerlo a lo largo de nuestros días?

Desde la educación. Es imperativo que las instancias gubernamentales se hagan cargo de esa capacidad para ver y vivir con ojos críticos nuestra realidad. Estudiar ciertas asignaturas, como Ética, Filosofía, Historia del Arte, etc., nos muestran la historia en toda su pluralidad; nos enseñan que no existe una respuesta única y que los problemas son multifactoriales, que las recetas no sirven y que debemos estar a la altura de nuestra racionalidad. Ya dejó escrito María Zambrano que «dejarnos arrastrar» es la manera más sencilla, pero también más peligrosa, de existir. Y en las casas, en las familias: educar en la pausa, en saber discriminar a quién estamos prestando (o vendiendo) nuestra atención. Más que «espíritu crítico», hablaría de la facultad para juzgar quiénes queremos ser al margen (o a pesar) de quién quieren que seamos o en qué quieren que nos convirtamos.

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