«Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregor Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto», leyó articulando las palabras en silencio, moviendo los labios como a ella tanto disgustaba. Luego, carraspeó y pronunció con la lenta deliberación del recitado:
—Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregor Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto.
Su voz confería una consistencia pastosa, beoda a las palabras, de las que tenía una necesidad histérica; de su consoladora persistencia, de su testimonio en el aire cargado y tibio de la estancia desnuda y destartalada. Estas de ahora flotaron un momento, no más que como un eco desvaído.
—¿Qué me ha ocurrido?, se preguntó, y haciendo eco desde las páginas en encuadernación barata del libro, Gregor Samsa convino:
—¿Qué me ha ocurrido?
Cerró el libro con repentino fastidio, y levantándose del sillón proyectó su cuerpo desmesurado hacia una verticalidad inestable. No lo consiguió. Mientras se derrumbaba pensó: Soy un monstruoso insecto. Empezó a debatirse en el suelo, sobre su barriga, bamboleando todo el peso para sustraerse de la atracción que le ahogaba. Una vez más sus tripas iniciaron un movimiento de protesta, pero henchido de conmiseración sólo pudo articular un lastimero gemido. De bruces, con morro pantagruélico hocicó el suelo, deglutiendo una por una las migajas de comida adheridas a la alfombra. Lloró de amargura y un regüeldo de asco le estalló en la boca. Rabioso, desplazó todo su peso hacia un lado y consiguió volverse. Ahora, de espaldas, sí que parecía un gran coleóptero que se hubiera extraviado y esperara indefenso la muerte. Tras un rato, su respiración agitada y el llanto consternado cesaron. Frunció el ceño y los labios obesos se le ofuscaron en un puchero de abstracción bobalicona. Como asaltado por un pisotón definitivo y tajante, la certeza, lo radical de su metamorfosis, apareció claramente ante sus ojos:
¡Ya era un artista del hambre!
Izando con lenta premeditación el brazo cargado con el libro, llevo este a formar una tienda de campaña sobre su rostro. Con la voz sofocada por el pánico, o tal vez por la asfixia del diafragma, leyó:
—En los últimos tiempos, la audiencia de los ayunadores ha disminuido enormemente.