La bandera del cine independiente estadounidense, una realizadora escocesa que desmonta los convencionalismos en torno a la maternidad y una reverencia a la Nouvelle Vague abanderan nuestra lista de mejores películas del año.
The Mastermind; Kelly Reichardt
Con The Mastermind, Kelly Reichardt desarma una heist movie para darle la vuelta completamente. Altera los rasgos narrativos y estéticos esperados de una película de robo de arte, presentando a un personaje que resulta ser un antihéroe, con atributos opuestos a los del astuto criminal que imaginamos al inicio del filme. Ya en sus cintas anteriores, Reichardt ha jugado con los elementos de los géneros que visita para transformarlos en algo totalmente suyo —como ocurre con el western en First Cow—, replanteando y cuestionando masculinidades, relaciones familiares y sociales, roles de género, y otras ideas preconcebidas. En esta ocasión, la película nos sitúa en la década de los setenta, con una estética a la vez novedosa y austera, y nos acompaña tras los pasos del protagonista en su camino como antihéroe, en busca de afirmación en medio de una crisis existencial. Intenta dar sentido a su vida mientras se encuentra sumergido en una profunda soledad; y quizá ese sea el punto central: el aislamiento inherente a ciertas decisiones que ya no pueden revertirse. Así, este filme —que adopta la estructura de una heist movie solo para vaciarla de espectacularidad— nos permite reflexionar sobre las motivaciones que llevan a este padre de familia, hijo de un juez, a desafiar las normas éticas y sociales y a poner en juego su vida, la de su mujer y de su círculo cercano, con una impasibilidad digna del cine de Bresson. Reichardt confirma una vez más que su lenguaje cinematográfico es preciso pero acompasado, sin prisa por representar una idea y que su cine se desarrolla en las entrañas de sus personajes. La acción extrema no es necesaria para provocar emociones profundas en el espectador, por lo que su estilo único y fresco se agradece en cada uno de sus trabajos.
Die, My Love; Lynne Ramsay
La directora y guionista escocesa Lynne Ramsay filma escasamente. Apenas cinco películas a lo largo de 25 años. Cada uno de estos ejercicios, están moldeados en un estilo singular, donde el poder de la imagen transmite las emociones de los personajes que hablan poco, pero sienten mucho. Si en Ratcatcher (1999) y Morvern Callar (2002) los temas eran la culpa y las consecuencias de la muerte, en We Need to Talk About Kevin (2011) y You Were Never Really Here (2017) se profundizaba en las contradicciones de la naturaleza humana y la búsqueda de una redención que no siempre aparece. En Die, My Love (2025), el más reciente trabajo de Ramsay (el cual compitió por la Palma de Oro en la edición 78 del Festival de Cannes), se adapta la controversial novela homónima de la escritora argentina Ariana Harwicz: la joven pareja compuesta por Grace (Jennifer Lawrence) y Jackson (Robert Pattinson), arriba a una distante casa heredada en la campiña norteamericana, llenos de alegría e ilusión. Lo que debería ser prosperidad y calma, se convierte en un desmoronamiento emocional que trastoca la psique de Grace, con la llegada de un bebé y la monótona relación con Jackson. Una serie de eventos repentinos, llevarán a la protagonista a un viaje sin retorno, donde la culpa y las dudas solo encontrarán consuelo en el fuego purificador. Cargada de simbolismos, Die, My Love es una de las mejores y más enigmáticas películas de 2025, donde se agradece la puntería del cine de Lynne Ramsay, empecinado en proponer tópicos rasposos y generar más preguntas que respuestas. Aquí se deja de romantizar la maternidad como un estado de paz y alegría obligatorio, mientras se exhiben las consecuencias depresivas de la soledad y la falta de comunicación, por que ante todo, se trata de un filme devastador sobre los cambios que metamorfosean la existencia, para bien o mal. El encuadre académico del director de fotografía irlandés Seamus McGarvey (el mismo detrás de trabajos tan disímiles como Los Vengadores (2012), El gran showman (2017), Animales nocturnos (2016) o Anna Karenina (2012), por mencionar algo) enclaustra a los personajes en ese entorno psicológicamente decadente, donde las moscas zumban y la vida se diluye; la proporción 1.33:1, recuerda sin duda a las inquietantes Repulsión (1965) y El bebé de Rosemary (1968) de Roman Polanski. El gran Martin Scorsese fue el que leyó la novela de Ariana Harwicz en 2017 y decidió comprar los derechos para adaptarla al cine, uniéndose al proyecto más tarde Andrea Calderwood y la propia Jennifer Lawrence, por medio de su productora Excellent Cadaver. En esta oscura crónica de insatisfacción sexual y depresión postparto, Lynne Ramsay rinde tributo también (quizá no deliberado) a pequeñas joyas del cine independiente como Una mujer bajo la influencia (1974) de John Cassavetes y Tully (2018) de Jason Reitman, cintas donde el humor negro y la desconexión emocional son piezas medulares. Pero en Die, My Love lo mejor explota tras el último plano, con esos hermosos créditos finales donde suena la destructiva Love Will Tear Us Apart (1980) de Joy Division, en un cover interpretado por Lynne Ramsay. La amalgama entre cine, literatura y música resulta inolvidable, apoteósico instante para el cine de 2025.
Un techo sin cielo; Diego Hernández
Con Los fundadores, Agua caliente y El mirador, el cineasta tijuanense Diego Hernández venía dando señales de que es uno de los realizadores mexicanos más prodigiosos de la actualidad. Lo confirma con Un techo sin cielo. Distante de los convencionalismos y de las fórmulas académicas para crear una película, Hernández posee la naturalidad de lo más difícil de lograr en un director, un estilo. Gustoso de colocarse en el límite entre la realidad y la ficción, experto en construir narrativa en espacios íntimos con escasos diálogos y minuciosos encuadres, asume que el público es inteligente y lo trata como tal ofreciéndole universos cinematográficos que en ningún momento buscan ser condescendientes. Quiere que el espectador ponga a trabajar sus emociones y sentimientos, sin darle elementos masticados e incisivos con información reiterativa. Podemos notarlo en la sutileza, el humor y la ternura con que nos cuenta historias sobre aquello que sabemos que existe, pero no vemos. Por ejemplo, el duelo. ¿Cómo narrar la muerte del padre, lo que pesa su ausencia y visibilizarlo? ¿Cómo transmitir que apenas despierta en un hombre adulto la etapa de aceptar que su papá murió hace mucho y que es necesario desahogar ese lamento que entumece el alma? Una caja de zapatos es suficiente para conseguirlo. Justo eso logra Hernández con su película reciente, una obra que también es su libro abierto para depurar la tristeza que carga encima por el fallecimiento de su progenitor. No por nada él asume la catarsis de interpretarse a sí mismo mediante el personaje protagonista. Desprenderse de lo que duele, cansa. Agota al grado de provocar sueño; la somnolencia como metáfora de las extenuantes jornadas de trabajo que pudieron ocasionar la muerte del padre, y por lo cual Diego siente culpa. En Un techo sin cielo vemos lo que no se ve, lo que no es tangible, pero que evidentemente ahí está. Es aún más notorio y perceptible para quienes sabemos con certeza lo difícil que es hablar de la figura paterna fallecida y admitir que lo extrañamos más de lo imaginado. Hernández plasma en imágenes lo que muchos hombres quisiéramos expresar, pero no hemos podido o querido hacerlo, quizá porque castigamos mucho nuestra propia sensibilidad.
Train Dreams; Clint Bentley
Cuando vi Jesus Son, de Alison Maclean, mi vida cambió por completo. Desde ese momento, Denis Johnson pasó a ser un referente inamovible en la geografía de la literatura norteamericana. Quizá por eso me agrada la forma en que Train Dreams retrata tanto los silencios como los vaivenes de un leñador (interpretado por Joel Edgerton) que a ratos se vuelve un cronista fugaz de las pequeñas cosas. Allí, donde el alumbramiento del siglo XX oscila ferozmente entre el horror de la modernidad y la belleza de la naturaleza. No por nada, la cinematografía brilla cuando dibuja un amanecer, o cuando aparecen los colores de un bosque. Aquí todo tiene una calidad inmejorable. Eso, sin olvidar, la maestría que tiene Bentley para proyectar las palabras de Johnson a través de una existencia que pasa desapercibida en el triste rumor del tiempo.
Nouvelle Vague; Richard Linklater
El ejercicio de arqueología propuesto por Richard Linklater para reivindicar a la Nouvelle Vague, esa generación irrepetible de críticos de cine que hicieron la transición a realizadores y transformaron el cine de autor, está lleno de momentos entrañables. Como cuando la escena del último trote por la playa del adolescente melancólico Antoine Doimel en Los 400 golpes se refleja en las gafas oscuras de Jean-Luc Godard, al tiempo que Jean Cocteau se abraza con Francoise Trrufaut, el autor de la cinta que provocó una ovación atronadora en el Festival de Cannes, y le dice: «El arte no es un pasatiempo, sino un sacerdocio». O cuando Godard convence al legendario productor Georges de Beauregard, el valedor financiero de la cuadrilla de intelectuales, de financiar su primera película, consciente de que no podía ser el único de los Cahiers du Cinéma en no filmar, con esa sentencia inolvidable: «Para hacer una película solo necesitas una chica y una pistola». La chica terminó siendo, contra todo pronóstico, Jean Seberg, «la cazadora solitaria» que conmocionó a Carlos Fuentes. La pistola la terminó empuñando Jean-Paul Belmondo, el boxeador canalla del contorno irregular de la nariz. Y la película pasó a la historia como À bout de souffle, convirtiéndose en la ópera prima más revolucionaria de su tiempo, con todo y aquel diálogo en el que el personaje de la enigmática Patricia le pregunta al asilvestrado Michel si conoce a William Faulkner. Con esa estética de falso documental, una fotografía en blanco y negro y la relación de aspecto 4:3, Linklater le rinde un conmovedor homenaje a un movimiento de vanguardia que tuvo a su miembro más heterodoxo en Godard, un genio insuflado de cinefilia que, paradójicamente, subvirtió todas las reglas y convenciones que hicieron grande al cine clásico.
Predator: Badlands; Dan Trachtenberg
Para bien y para mal, ir al cine ya no es lo que era antes. En las salas comerciales uno está atrapado entre ver películas “artísticas” que compiten en festivales u obras llenas de nada que no desquitan el precio del boleto a ningún nivel: uno entra a ver el peor Marvel y comedias vacías o al más pretencioso discípulo de Scorsese. El terreno donde uno podía entretenerse sin pretensiones y sin sacrificar un estímulo intelectual y artístico, parece estar casi despoblado. Dentro de ese lugar, este año apareció un habitante inesperado, al que conocí, como muchas cosas buenas, por casualidad: Predator: Badlands (Trachtenberg, 2025). La franquicia de Depredador volvió a apostar por Dan Trachtenberg para continuar con la revitalización que ya había logrado en 2022 con PREY (quizás la mejor película de la serie); quien, en lugar de situar la historia en una tribu comanche del siglo XVIII, lo lleva a planetas atemporales con tecnología futurista y espacial: en lugar de darle un giro al género sci-fi, como lo hizo en PREY, ahora se entrega por completo a él. Lo que invierte en esta entrega es la premisa central de la saga: aquí el depredador pasa de ser un villano a un héroe que es presa desde el inicio, rociando varios homenajes sencillos a sus antecesoras y al universo Alien. El resultado: una de las mejores películas del año. Lejos de los extremos de la polarización cinematográfica, Predator: Badlands, logra lo que ya muy pocas películas intentan y mucho menos pueden: tener algo para todos sin sacrificar nada para nadie. Al final, las buenas historias solo son vehículos: cuentan una historia donde subyace lo que de verdad intentan decir. Predator: Badlands, sí, la película de un extraterrestre cazador cuyo único objetivo es consolidarse como el máximo depredador de un planeta salvaje, es en realidad una gran alegoría sobre conflictos familiares y cómo la idea de familia se basa en el amor, cariño y protección que le damos a nuestro clan, designado o electo, y no en una consanguinidad heredada. Todo eso envuelto en secuencias de acción, efectos especiales, explosiones, naves espaciales, monstruos y androides. Una película contradictoria, que en pleno siglo XXI, es completamente visual, con muy poco diálogo cuyos actores ejecutan sus personajes desde la tradición griega de las máscaras, solo que en lugar de ser de madera, tela, cuero o arcilla, ahora son CGI. Ese domingo salí del cine como no lo había hecho en mucho tiempo. Contento, entretenido y rumiando el contenido de la película. Había visto una buena película, que me llegó al lado geek, al lado crítico, y al corazón.







