Una de las primeras frases que recuerdo de mi infancia es: “No tienes nada más que tu talento y nadie te va a regalar nada”. Con el tiempo la vida le ha ido dando y quitando razón a esta frase. Mucho tiempo me hizo creer que cualquier relación debe ser extractiva y que nunca se debe confiar del todo en alguien. Después me hizo creer que mi talento me llevaría adonde yo quisiera. No ha sido así. En ninguno de los casos.
Mi talento me ha llevado a pocos lugares. Me ha llevado a poder publicar lo que escribo en algunos lugares (aunque no estoy del todo seguro de si esto hubiera sido posible sin mi apellido), publiqué un libro de éxito medio y pude tener las calificaciones para irme al extranjero. De ahí en fuera, a pocos sitios.
Conforme pasan los cumpleaños me he percatado de que el talento en realidad vale para poco. No es mesurable, por lo mismo, aunque uno se desgarre la piel para entregar un verso, si no tienes a un amigo que lo pueda poner en algún lugar, lo mas probable es que se pudra en el e-mail de algún editor de alguna revista o editorial mientras ellos se pudren en whiskey buscando que alguien publique lo suyo. La cadena realmente no termina nunca.
Por eso a veces me encuentro a punto renunciar a esto, a entregarme al papel, a ser el Sísifo posmoderno que por decisión propia se esclaviza ante una computadora en esperanza de tocar un par de corazones. Después, se pasa el impulso de simplemente parar, porque por azares del destino (o por algún método de crianza, o por algo que escuché o vi de pequeño), el único ser al que le puedo escupir mi alma es al papel en blanco.
Solo soy aquello que escribo, solo puedo escribir si soy mejor que aquello que escribo. La frase anterior se la robé a un bellísimo poema de una de las pocas personas que me recibió de brazos abiertos, sin rencores, ni expectativas estratosféricas sobre quién debo ser. Sin embargo, contrario a su verso, creo que las cosas más bellas que he escrito son cuando me siento inferior a lo que escribo, porque la vida inicia con dolor; si usted amable lector, desea debatir esto, vaya y pregúntele a su madre si miento.
Al triunfar, el ego suele emborracharme, siento que por fin he cumplido mi lugar en el mundo y que es indubitable que mi lugar en este mundillo de abecedarios está seguro. Hasta que de pronto te das cuenta, que no eres nadie si no sigues malgastando palabras. Viene el dolor de darse cuenta de la poca relevancia que uno puede tener. Y que todos los amigos que estuvieron en el viaje de pronto ya no están. Porque el ego lo aleja todo, lo marchita todo. El dolor me arrastra a llorar mis penas en un bulto de hojas que después alguien leerá y creerá que vale la pena (esto de nuevo, si no se pudren entre whiskey y olvido). Todo comenzará de nuevo.
Si usted, apreciable lector ha llegado hasta aquí, no crea que todo esto será llorando mis penas, frustraciones y traumas infantiles. Durante este eterno viaje, hay días de luz, los días en que se aprende que un amigo no es una persona que te puede publicar en una revista que ya poca gente lee, sino una persona que te ofrece un plato de comida cuando el refrigerador está vacío. O que rellena un tanque de gasolina porque sabe que sin eso no le podrías visitar.
También que se puede querer a las personas sin esperar nada a cambio. Que, aunque la espalda sea tu primer recibimiento de su parte, el pasado a veces puede más, y el querer no está condicionado a cuanta ayuda te puedan o puedas brindarles. A veces, querer a secas es una forma de agradecer. Por la vida, por los años, por la existencia. Perdonar ofensas que no son graves en realidad (porque la mayoría no lo son), mantiene el corazón limpio. Y esta limpieza será necesaria cuando todo comience de nuevo.
Las personas que más me han dado son aquellas que sin pedir nada a cambio, me han brindado un techo para pasar la noche, me han brindado una cerveza, una comida, un libro, un café, un beso o un abrazo. No quienes me han dicho que pueden ayudarme a crecer mi figura intelectual, pero, con los días la bohemia y los tan apetecibles aromas del ego, el éxito y la inmortalidad los arrastran a la amnesia.
No se confunda, lector, esto no es una defensa al hedonismo, ni al hipismo, ni a ninguno de los demás ismos. Le ruego, tampoco me confunda por un huevón, pues este escrito demuestra un poco (aunque solo un poco) lo contrario. Es solamente una declaración de libertad, una desgarradura de ropas, para saber que el talento lleva hasta cierto tu punto, que el esfuerzo también, pero hay gente en el camino que nos regala más que la propia meta que se suele imponer uno mismo.
Trabajo por llegar a algún sitio, siendo honesto, no se cual sea, pero lo hago. Y lo continuaré haciendo por todas las personas que sí me han regalado algo. Pues el papel no es mi vida, solo una reinterpretación de ella.
Gracias por llegar hasta acá, lector. Le deseo un viaje placentero y, sobre todo, que sea capaz de darse cuenta de todos los regalos que ya le han sido brindados.