En mis últimas idas y venidas, aquí y allá, me he dado un tiempo con una buena costumbre que antes cargaba a todas partes. La obsesión con ese momento de la vida del que no hay crónicas, cuando todo se apaga y lo último que queda es un suspiro. Algo que provoca en mí esa clase de pavor que atrae; un horror que deja la mente en negro y genera vértigo a partes iguales. ¿Para qué iba a querer alguien eso en un viaje?
Darle consciencia a la vida pasa por caminar la muerte, pasear entre sus huellas sabiendo que aún no puede herirte, pues pocos tendrán en la sesera, al entrar a un camposanto, que nunca saldrán de él. La quietud y la normalidad de esos lugares hacen de paracaídas de ese pánico al final, aunque parezca paradójico: lo gráfico de la muerte topa con quien se quiere creer eterno y hace las veces de terapeuta para quien no quiere temer lo irremediable. Le coloca una mano maternal en el hombro y le brinda silencio para poder escuchar cómo suena esa verdad. Una verdad que de diario enterramos tras cientos de otras que se nos hacen más afables. Los muros de estos templos destechados, serios y verticales, se alzan como centinelas de los vivos y sirven de guía para el retorno del que entra a por sosiego. La tierra y la piedra, oscuras e inertes, acarician las botas del peregrino en su destino no más próximo, pero sí confirmado. Amortiguan sus pasos y lo ven marchar. El camino siempre es de vuelta.
Es precisamente en estos apartes en el camino, en los picos de dulzor que confiere el viaje, en los que busco el desvío en pos de esas sepulturas, plantadas con la misma entereza y serenidad de los bosques, para invocar esa consciencia de la vida que multiplica el valor de aquello que se experimenta en el momento. Como si se abrieran todos los poros de la piel para dejar entrar lo que existe entre el suelo y el cielo. Como si oler la muerte te inspirara vida.
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En mi primer viaje a Madrid, visité la cripta de Santa María la Real de la Almudena. Tenía tanto de nombre como de altanera, un mazacote de piedra que rezumaba neorrománico y aristocracia. Se podía ver el dinero incrustado en las florituras de las capillas, sus tapices, adornos, vidrieras, letras doradas, sillones de terciopelo y pinturas divinas. Estas últimas, parapetadas en lo alto, como si de un salvoconducto a la redención se trataran, no admitían discusión ni alternativa al perdón. Podían leerse nombres, con títulos y apellidos de dimensiones que no tenían nada que envidiar a los de la cripta, allá donde se mirara. Capillas con capacidad para hasta 30 cadáveres reunían toda la atención del curioso. Las tumbas de los pasillos, celosas, asomaban sus argollas para que, al tropezar, las miradas cayeran al suelo y así tener sus segundos de gloria.
Decenas de tumbas y capillas, casi todas ellas tan vanidosas como sus dueños, se exponían para reafirmarlos en su riqueza y poder. Ignoro si buscaban comprar en vida el perdón en la muerte, o quizá sólo seguir siendo aristócratas en el más allá, pero algo sí era evidente como el peso de una losa: en la muerte del cristiano también hay clases, y nadie es igual ante los ojos de Dios, a no ser que pague con un billete del mismo color.
De ese olor a iglesia, que dicen que es incienso pero juraría que tiene secreto, se había esfumado todo, si es que alguna vez estuvo. Aséptico, suntuoso, frío y arrogante; en aquel sótano lleno de cadáveres que parecían gritar su superioridad aún desde el suelo y después de muertos, me arrepentí de haber dejado fuera del mapa los cementerios de la capital por esa duda de incomodar al acompañante, de apartarlo de todo ese mapa de calles y tapas al sol. Por evitar explicaciones de porqué, precisamente allí, que parecía que hasta de las baldosas crecía vida, yo quería honrar a la muerte.
Este error quedó escrito en mi libreta de viaje: Un cementerio y una cripta se asemejan lo que un charco a un mar: el contenido es el mismo, pero el continente les define y les jerarquiza, y su importancia la decretan las visitas.