En el verano de 2003, la Secretaría de Cultura Estatal de Puebla anunciaba la creación de la Casa del Escritor y a meses de su apertura el escritor poblano Pedro Ángel Palou -titular de dicha dependencia en aquel entonces- ofreció un curso denominado: “Voluntad y renuncia en la Literatura”; sin saberlo, este sería el cimiento de mucho de lo que ahora soy.
Allí se habló de muchos escritores y procesos de escritura, y también nos contó de su Generación del Crack y las búsquedas que proponían. Todas fueron una incógnita para mí hasta que Tomás Regalado publicó -alimón con todos los integrantes del movimiento- el libro: Crack. Instrucciones de uso (Mondadori, 2004) y meses después me propuse buscar el libro que había originado parte del Manifiesto del Crack: Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino.
De una u otra forma, estas posturas estéticas configuraron mi forma de acercarme a la literatura contemporánea, principalmente. Y por contemporánea, entiendo: después del Boom Latinoamericano. Años después, anexé otras dos ¿posturas estéticas? que obtuve en un taller de novela impartido por Daniel Sada; palabras más, palabras menos: “el lector siempre se alejará de aquella novela donde sienta que el autor lo trata como ignorante. Después de un día pesado, lo último que busca un lector es que un libro lo haga sentirse un pendejo”. Y la otra fue: “el diálogo en las novelas debe servirte parar retratar parte de la psique del personaje y ahorrarte muchas descripciones, de otra forma no sirve”.
Si una novela no cubre la mayoría de estos puntos, entonces, no me parece un libro gratificante. Los lectores puristas y academicistas van en búsqueda de la técnica y el recurso como motores principales. Yo prefiero la carnita, la historia y percatarme que el escritor se divirtió al escribir, y -algo que es un capricho, originado por leer tanto a Xavier Velasco- me gustan los escritores que rompen con el burdo canon: el autor no debe prestarle tanto de su personalidad a los protagonistas de su novela.
Retrato de mi madre con perros de Daniel Rodríguez Barrón satisface mis necesidades. Aquí se cuenta la historia de Jacobo, un joven que habita en un país apaleado por una peste y donde los cines, los restaurantes y comercios están casi extintos, los muertos abundan y el aire huele a eso. Los humanos han dejado de pensar por sí mismos y se han entregado a una Gran Inteligencia que se alimenta del contenido que los humanos suben a sus redes sociales las cuales son -como toda su vida- controladas por un gobierno paternalista. Y en medio de este caos, Jacobo vive sus días hablando con el fantasma de su madre que ha venido a exigirle cobre venganza de su muerte.
Daniel es guionista y dramaturgo, y también tiene una cuenta en Instagram que maneja de una forma divertida. Todos estos recursos los pone al servicio de la novela para lograr construir una historia donde no hay descripción que sobre ni escena que estorbe. Todo está en el lugar preciso.
Hace seis años, me hice un consumidor asiduo de teatro y me otorgó una manera distinta de ver el mundo, y de comprender que existen otras formas de contar historias. Si en la narrativa de Daniel Krauze afirmé que el lector sigue a sus personajes como si fuera la primera cámara de una película; con Rodríguez Barrón me atrevería a sentenciar que en su historia uno tiene la cercanía/distancia propia del espectador de una obra de teatro e incluso hace un juego bastante interesante: la obra inicia y termina, prácticamente, con Jacobo asistiendo a una obra de teatro.
Y para rematar, sí, la historia narrada por Daniel Rodríguez Barrón es una fotografía en movimiento de cómo son nuestras relaciones personales a partir de la existencia de la tecnología y las redes sociales.
El libro fue publicado a mediados de 2019 y la historia ocurre en 2070; y sin proponérselo, la distopía creada por Rodríguez Barrón nos alcanzó; quizá no tan decadente, pero sí tangible en otros aspectos: mortandad, nihilismo y putrefacción.