Foto: Ricardo López Si.

Los Alpes de Vaud

Desde Ginebra, pasando por Lausana y la radiante Montreaux —la última puerta de escape de Vladimir Nabokov y Freddie Mercury—, me interno por una de las típicas carreteras rurales suizas en Col du Pillon, un puerto de montaña que une las localidades de Aigle, Le Sépey y Les Diablerets. 

Son los últimos coletazos del otoño. A mil metros de altitud, en la cumbre de los Alpes de Vaud, no es sencillo sentirse especialmente bendecido por las magníficas postales de la cadena montañosa que cimentó la leyenda de la expedición comandada por Aníbal de Cartago, el antagonista por antonomasia del Imperio romano, hace más de dos mil años.

Siempre he profesado un gran respeto por la montaña. Respeto que se ha transformado lenta y dolorosamente en miedo tras descubrir aquella reveladora nota del escalador británico George Mallory, antes de partir rumbo al Everest, su lecho de muerte: «Esto se parecerá más a la guerra que al alpinismo». Vértigo aparte, el frío de las alturas es excesivamente cruel, paralizante. No es que se trate de una sensación de vulnerabilidad extrema, sino de agonía.

Al borde del abismo, para honrar la memoria de Mallory y el general cartaginés, me propongo cruzar —sin elefantes— el único puente colgante del mundo que une la cima de dos picos: el View Point y el Scex Rouge. Endulzo la peligrosidad del reto con las estrofas de Canción para mi muerte, de Charly García: «Tómate del pasamanos / porque antes de llegar / se aferraron mil ancianos / pero se fueron igual».

En el otro extremo del puente de 108 metros de largo, me recibe un gigantesco reloj Tissot, una siniestra metáfora swedenborgiana sobre la vida en el más allá. Me es imposible celebrar la hazaña. A falta de vino, trato de recurrir a una selfie. Apenas puedo moverme. Mis manos turbias y heladas son incapaces de ofrecer respuesta.

Sometido por la ferocidad de las ráfagas, pienso en lo maravillosa que sería la panorámica estival, desde mi posición privilegiada, de la cumbre del Mont Blanc —la montaña más alta de toda Europa—, el efecto piramidal de Le Cervin y los colmillos blancos del Oberland bernés. Qué gloria tan mezquina.

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