Algo misterioso sucede entre la vida de un escritor y sus verdaderos lectores. No es meramente afición, admiración o respeto. Pueden ser las tres actitudes juntas; pero hay algo más: vida escrita compartida. Se sabe que leer es hacer la literatura. También entre el lector (la mayoría no tendrá la fortuna de conocer a sus escritores favoritos, a veces afortunadamente) y el autor se confirma una de las exigencias aristotélicas: la conjunción de circunstancia y espacio. Un buen lector de un buen autor se da la oportunidad de brindarse un lugar ideal para acercarse a la nueva novela, al nuevo ensayo, al nuevo artículo de ese elegido entre muchos en las librerías y las bibliotecas -a veces hasta personales.
¿Por qué? Porque una vez pasado ese momento de placer, en el que el tiempo sale sobrando, el lector recordará el dónde, el cómo y lo que pasaba por la vida en las páginas de descanso de los afortunados ojos. Dirá, en futuro lejano: allí, en ese café, en ese parque, en ese asiento de la sala leí esa obra que alimentó y cambió la idea de las letras. Viaje a, conocía a y me perturbe con, y llovía o el sol se ponía entre las ramas de los árboles. Y así.
Con Javier Marías sucedía eso, la necesidad de estar al tanto de él. De sus relatos, de sus retratos de sus narradores favoritos, de sus novelas, de su idea del cine y, desde luego, de qué opinaba sobre el Real Madrid o la Liga de Europa. De su manera de inglés disfrazado. Pero, además de eso, con Marías había una necesidad peculiar: el domingo de columna. A veces la lectura de la Zona Fantasma, en El País Semanal, venía con el café de la mañana (cuando había dinero para la suscripción), o después de la comida y, muchas veces, con el trago nocturno después de buscar en varios Sanborns, no sin desesperación, la edición del diario madrileño. No se podía empezar la semana sin ese requisito exquisito. Era una forma de acompañamiento, la misantropía como espejo; el sarcasmo como aliado y el insulto sutil y duro como ejemplo. Marías fue, en verdad, una compañía, además -a diferencia de otros payos- sabía harto de futbol y de cine, cualidad escasa en el mundo literario en español. Su prosa fue impecable, implacable, inimitable. Marías no mentía con el uso del lenguaje. Usaba- al estilo de Borges- la palabra puntual, la correcta y en el lugar exacto.
Se le imaginaba con la maquina de escribir y el diccionario, objeto que ha pasado a los cuartos de cachivaches porque ahora todo se resuelve en la pantalla. Imposible verlo -imaginar es no ver- con celular o consultando la wikipedia. Papel, eso: María era papel: el papel del escritor de veras. Algo de antes, de antes de la guerra.
Dice Paul Auster que toda llamada telefónica por la mañana de domingo trae malas noticias. Sucedió así. “¿Ya supiste?”, preguntó una voz cercana y acongojada. También Vargas Llosa se quejaba de esa pregunta. Se la hizo un reportero sin sentimientos cuando murió Cortázar. ¿Qué? La respuesta más estúpida. Murió Marías. Silencio mutuo. Y lo que viene después: no jodas. Y sí. Entonces las palabras, los cafés, las horas -deshoras, diría Julio- y la vaga idea de la espalda del tiempo. Lo que sucedía en los parques…
Desde hace semanas no publicaba. Quizá vacaciones. Pero hoy quedó descartada esa posibilidad. Los domingos han perdido un rato, un ritual y un reposo: espacio que ya se echa de menos. Los zafios, que ni siquiera saben pronunciar ni pronunciarse, seguirán jugando el papel de quejicas ante sus fantasmas.
Su literatura será su rostro, mañana.