Los minutos negros

“Los libros son una puerta que no sabes a donde te llevan”, con esas palabras Mario Muñoz (Bajo la sal, 2008) presentó su película Los Minutos Negros, basada en la novela homónima de Martin Solares.

Las buenas adaptaciones son las que mantienen la esencia del material original, una especie de transmutación de cuerpos donde el alma se preserva intacta. Llevar Los Minutos Negros a la pantalla fue un viaje de diez años. Mas allá de guardar con celosa integridad los puntos de la trama (por el contrario —como en este caso— se puede prescindir de ellos o sintetizarlos con bastante éxito), la película logra preservar el tono, el sabor real de la novela: esa amalgama entre James Ellroy con García Márquez desde la que surge el “Macondo Noir”, que es Paracuán, un lugar que, sin ser Veracruz, Tampico o Reynosa, es el Golfo y es México.

A finales de la década de los setenta, el cadáver de una niña descuartizada encontrado en el baño de un bar, junto con muchas más desapariciones a lo largo de la costa norte del Golfo entre Paracuán y Ciudad Madera, desata una investigación en donde poco a poco entendemos que el sólo intento por descubrir al asesino, “al Chacal”, es una decisión de mucho riesgo. Una historia Hard Boiled aparentemente clásica, con el teniente Vicente Rangel como el prototipo de policía cuyos métodos moralmente reprobables se excusan al ser el único interesado en encontrar la verdad y que se haga justicia dentro de un sistema putrefacto desde los huesos. Hasta aquí —como en la novela— llega la fórmula. La película toma vida propia con ritmo acelerado y nos lleva a ver fantasmas, líderes sindicales en guayabera, policías grasientos y demonios enfundados en trajes negros y pistolas cromadas, amparados con uno de los permisos más amplios conocidos en este país para cometer actos inhumanos con total impunidad: placas federales. Así, nos adentramos en el viaje de los personajes, donde el calor no cede y como sólo en México, en el Golfo y en Paracuán todo ocurre con absurda veracidad pasando en segundos del trópico al desierto sin salir nunca del infierno. 

Las actuaciones son buenas y directas: Leonardo Ortizgris como el Teniente Rangel, el quijote imperfecto que tiene que ser un detective huasteco. Sofía Espinosa es “La Chilanga”, una fotoperiodista que ella misma definió antes de la función como, la voz de la denuncia cuyas consecuencias no se pueden imaginar. Carlos Aragón como “el Travolta”, llena la pantalla con una presencia diabólica la cual tuvo que “rascar en estos mundos oscuros, negros” para encontrarla y cargar de forma magistral con el papel antagónico. Enrique Arreola siendo “Romero” despierta en nosotros la empatía de ver a alguien que con todas las ganas de volverse rico de golpe, se mete en algo que no debe y no sabe después como salirse. Kristyan Ferrer, es el Macetón, el personaje más comprimido en la adaptación, cuya función es ser los ojos frescos de una juventud aún no maleada ni derrotada por el sistema. El elenco sigue, pero hasta los papeles pequeños se ejecutan a la perfección: al borde de la caricatura, pero sin perder la humanidad de cada personaje, como sucede con Tiaré Scanda quien, muy lejos de la creación de Nabokov, es la Lolita, una la mujer madura de voluptuosa sensualidad, tía preocupada y secretaría de oficina gubernamental, que todos conocemos de algún lado.

La fotografía es espectacular por momentos, con grandes planos del crespúsculo en el Golfo donde las llamas de las plataformas nunca se apagan. El diseño de producción es realizado con puntualidad para llevarnos al México setentero de máquinas de escribir, discos de vinil, autos de motor grande y vestuario tan vistoso como los peinados y los bigotes. La música, un tanto repetitiva, se mueve a través de los metales nostálgicos del cool jazz y el batir de tambores tropicales, creando un sonido “Chinatown en el manglar”

Parafraseando al director, este no es un “Who done it”, porque en el México, sin importar la década, poco es el misterio con el que se comenten los crímenes: todos sabemos quién hace las cosas, aunque nunca se lleguen a probar y mucho menos a admitir. Por el contrario, las pistas son peligrosas para quienes las conocen y es más seguro pertenecer a la corrupción, aunque sea de forma pasiva. En México atreverse a quitarse el velo de la ignorancia, a salir del que le vamos a hacer, ni modo aquí nos tocó, se puede pagar muy caro. La película por partes da saltos grandes, donde se nota la síntesis de la novela al guion. Con sus muchos aciertos y limitados tropezones, quizás la mayor bocanada de aire fresco es la forma con la que se sale de los carriles donde parece estar atrapado el cine mexicano actual: o se trata de comedias sin seriedad que buscan hacer reír y nada más (hay buenas y hay insufribles); o se trata de trabajos de una solemnidad severa, que trata temas sociales “duros” con el laconismo angustioso que tanto gusta a los festivales (las hay buenas y hay pretenciosas). En cambio Los Minutos Negros es una obra que, si bien tiene una pizca de una y de la otra, regresa al cine entretenido de buena calidad, que sin gritar mensajes ni abandonar la crítica social, deja que el espectador decida con que seriedad se la toma.

Lamentablemente, Los Minutos Negros no tiene fecha de estreno en salas (se proyectó en el Festival de Cine de Morelia y en el MÓRBIDO FEST, nada más). Y si bien esto es una tragedia para el público, lo cierto es que también representa una enorme oportunidad para poder leer la novela antes de ver la película. Lo único que importa es que la novela incremente sus lectores y la película se proyecte lo mayor posible para que, con tantita suerte, como dijo Martín Solares el día del estreno en MÓRBIDO: “Les va dar un sueño intenso que los va a dejar dañados toda la vida”. 

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