“La historia de la humanidad se diferencia de la historia natural en que la primera la hemos hecho nosotros y la otra no”, escribe Marx en El Capital, citando a Vico. Quizá por eso, porque la historia de la humanidad la hicimos nosotros, solemos maquillarla, a veces omitiendo en su narración aquellos episodios que no nos gustan porque nos avergüenzan, a veces acrisolándola hasta dejarla oblicua si no es que totalmente distorsionada.
Esa operación consistente en retorcer la narrativa del pasado hasta lograr una recreación tan edulcorada que difumine cualquier parecido con los hechos tal y como fueron, descansa en la construcción, calculada y sobre todo pertinaz, de un discurso con la suficiente fuerza purificadora que permita ir más allá de sólo presentar una versión ligeramente adecentada de nuestro actuar pretérito, y en cambio logre ocultar nuestras claudicaciones o, mejor aún, nuestras miserias, hasta hacernos ser lo que no fuimos.
Semejante artilugio no se puede obrar en cualquier tiempo: hay que saber detectar la coyuntura propicia para empezar a insinuarlo y, una vez que empiece a calar, repetirlo con insistencia hasta que quede soldado con firmeza en el imaginario colectivo. Tal como afirma el periodista español Enric González en su libro Una cuestión de fe, la oportunidad para hacerlo con éxito se presenta en “esos raros momentos en que la Historia se ofrece en blanco para ser reescrita. Cualquier invención es válida, con tal de que la crea un número suficiente de personas. Cualquier cosa que uno desee para el futuro puede proyectarse hacia el pasado”.
Según González, durante los años de la transición a la democracia en España “una brillantísima generación de periodistas e intelectuales, encabezada por Manuel Vázquez Montalbán, estaba reinventando la historia del FC Barcelona”. La reinvención, de acuerdo con González, se orquestó en dos pasos: el primero fue convertir al FC Barcelona en sinónimo de “antifranquismo y catalanismo, las dos grandes fuerzas sociales emergentes, por la sencilla razón de que en pleno cambio de página (se refiere a la transición democrática) casi nadie quería parecer franquista y anticatalanista”. El segundo fue aprovechar lo cómodo que le resulta a la gente reducir la complejidad de la vida a dicotomías simplificadoras, como lo hace el pensamiento binario: si se instala la conclusión de que el FC Barcelona es antifranquista y catalanista (lo que constata y testimonia Alejandro Quiroga Fernández de Soto en su obra Más deporte y menos latín) entonces, por contra, sus rivales Real Madrid y Español de Barcelona devienen necesariamente franquistas y anticatalanistas.
Esas coordenadas tan antitéticas como simplistas sirvieron de cimientos para levantar varios mitos, entre otros, dos que menciona González: el primero, que al presidente del FC Barcelona durante la guerra civil, Josep Sunyol, lo fusiló el bando franquista por ser del Barça y no por ser republicano, que lo era, en tanto dirigente del partido político Esquerra Republicana de Catalunya; y el segundo, que Di Stéfano terminó jugando para el Real Madrid y no para el Barcelona por decisión de Franco, pues bajo esa premisa sólo resta un pequeño paso para concluir que el dictador fue el artífice detrás de las seis Copas de Europa ganadas por el conjunto merengue.
Para montar y luego hacer cundir esa versión redentora del Barcelona —y, por extensión, de sus seguidores— se tuvo que echar mano de la desmemoria, pues sólo podía prosperar metiendo debajo de la alfombra los recuerdos incómodos, por ejemplo, que el club condecoró dos veces a Franco concediéndole sendas medallas de oro: la primera, el 13 de octubre de 1971, para rendirle pleitesía por el financiamiento concedido para construir tanto el Palau Blaugrana (donde juega el equipo de basquetbol) como el Palau de Gel (destinado a la práctica del patinaje y el hockey sobre hielo), tal como consta en la edición del día siguiente del diario ABC, que muestra en una fotografía, de la lente de Manuel Sanz Bermejo, al presidente del equipo catalán, Agustín Montal Costa, haciendo la entrega en el Palacio de El Pardo; y la segunda, el 27 de febrero de 1974, supuestamente por un supuesto escrúpulo, que más bien parece un gesto adulador, de laurear primero al dictador antes que a cualquier otra persona o institución, en momentos en que el club planeaba otorgar reconocimientos a peñas barcelonistas (véase la nota de Xavier G. Luque publicada en el diario La Vanguardia el 4 de noviembre de 2016).
A la percepción del FC Barcelona como el summum de la resistencia a la dictadura le conviene mantener en el olvido todo lo que la contradiga, como en mucho la contradice la actitud servil, ditirámbica y zalamera hacia el dictador, mostrada por uno de los presidentes del club.
Maquetado en un lugar muy visible, nada menos que en el cuarto superior derecho de la página 5 de la edición correspondiente al “Día del Caudillo” de 1960, sábado 1 de octubre, la Redacción del diario entonces denominado La Vanguardia Española —actualmente La Vanguardia— anunció el artículo firmado por el abogado gerundense Narciso de Carreras como “Meditación del Día de hoy”, invitación que promete más la lectura de un salmo que de una pieza de análisis. Intitulado “La política, o la ilusión del bien común”, el texto rebosa en apologías del franquismo:
«Hoy no existen en España los partidos políticos, pero sí existe la grandeza política en la más alta acepción de la palabra. El Generalísimo Franco barrió todo lo que se oponía al resurgimiento de la Patria y nosotros, los españoles, tenemos el deber de ofrendar nuestra vida para engrandecer, con la vitalidad de una actuación, a esa España…»
El régimen de Franco, el que acalló a fuego la pluralidad para imponer una España monocorde, carente de libertades, con los partidos políticos proscritos porque para el dictador eran rémoras del “anárquico sistema liberal” que conducían a la “atomización del cuerpo social”, esa España del franquismo que perseguía, apresaba, fusilaba u orillaba al exilio a los disidentes, esa dictadura que barrió con la democracia, para Narciso de Carreras era sinónimo de “la grandeza política en la más alta acepción de la palabra”.
En el panegírico del franquismo escrito por de Carreras, los partidos políticos resultan prescindibles porque, según él
«Tenemos vastos campos de actuación: en los Sindicatos, en los Municipios, en las corporaciones económicas y sociales, en nuestra tarea diaria, en las entidades deportivas.»
Bien lo expresó Hans Kelsen, el gran jurista austriaco: “sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos”. De Carreras sostuvo la posibilidad de una democracia sin partidos, es más, de una democracia en dictadura, precisamente por dolo: sabía que su genuflexa adulación le granjearía algún día los favores del dictador. Y no se equivocó: en el tardofranquismo, tardo, pero franquismo, Narciso de Carreras pudo solazarse en uno de esos “campos de actuación” a que aludió en aquella reverencial homilía: una entidad deportiva.
Convenientemente mutado su nombre castellano por su equivalente catalán, lengua entonces ya en vía de su permisión, el 17 de enero de 1968, en el salón de actos del Foment del Treball, Narcís de Carreras se convirtió en el trigésimo segundo presidente en la historia del FC Barcelona, sucediendo en el cargo a Enric Llaudet. Aquel día, en su discurso de toma de posesión, el otrora Narciso, el flamante Narcís, pronunció una frase que con el paso de los años se convirtió en el eslogan blaugrana, que hoy puede leerse, gigantesco, en el mosaico compuesto por los asientos de una de las principales tribunas de su estadio: “L’ Barcelona es més que un club” (“El Barcelona es más que un club”).
A pesar de haber sido designado para cumplir un periodo de cuatro años al frente del FC Barcelona, de Carreras no llegó ni a la mitad de su encargo: dimitió el 5 de noviembre de 1969.
En su página web oficial, el club que presidió, maquillando la historia, torciendo el pasado, recuerda a de Carreras como un “abogado de ideas democráticas y liberales, aunque tenía una actitud posibilista respecto a la dictadura, ya que era procurador de las Cortes franquistas”. Por ideas tan “democráticas y liberales” como las contenidas en su oda al tirano, de Carreras me resulta mucho més que un mero “posibilista respecto a la dictadura”: era uno de sus entusiastas apologistas, además de un auténtico lambiscón.