Mannaz

El día que la conocí sentí alegría y miedo al mismo tiempo.
Sentí alegría por su sonrisa.

Ella llegó caminando despacio, vino hacia mí con sus pasos ligeros, uno tras otro, siempre segura de sí misma. Llegó ataviada de colores brillantes y coronas de primavera; su ropa holgada era su libertad y cuando me vio por primera vez supe que aquella era la mirada con que soñaría cada noche a partir de entonces.

Aquel día vestía un cielo brillante, y era caluroso.

En la plaza se gestaba el cómodo silencio de la tranquilidad, de esos silencios que nacen cuando no hay algo que haga al mundo luchar.

Había magia en el aire.

Había magia en ella también.

La estrella Rey brillaba en un cielo sin nubes, iluminaba nuestro día y para mí, el “hola” que nació en sus labios fue mi luz y dicha, mi cielo despejado. Si me preguntas qué tan rápido me enamoré podría decirte que no lo sé, pero efectivamente existe el amor a primera vista.

Aquel día la amé, el mundo se volvió pequeño y el universo finito; el tiempo se detuvo y con él mis palabras. Podría haberle gritado con todo mi corazón lo que sentía, pero quise guardarlo un poco más. En el zócalo, a nuestro alrededor, las personas pasaban abstraídas y entretenidas, ellas y yo existimos al mismo tiempo, en el mismo lugar y la luz nos envolvió, aunque nadie más pareció notarlo.

Era magia.
La magia existe.
Aquella fue mi alegría.

Imagina un bosque gigante, los árboles son de concreto; los lagos, fuentes y el viento es suave al tacto; imagina que en todo el lugar no hay nadie más, solo nosotros mirándonos a los ojos, ese viento suave es oscuridad tangible, los árboles suenan a música grave y violines en armonía natural, y sus pasos son todo lo que deseo admirar. Así sentí nuestro breve momento al caminar.

Ella y yo caminamos un rato más mientras decidíamos si queríamos tomarnos de la mano, apenas queríamos saber más de nosotros, uno del otro, descubrirnos otro poco.

Tal vez tuve miedo de confiar en ella tan pronto. Ambos estábamos heridos y teníamos cicatrices profundas, las marcas de nuestras numerosas batallas ¿En verdad podía ser tan perfecto?

Nos contamos nuestra historia, tal cual, uno al otro, con temor de quedarnos al descubierto. Luchamos con escudo y espada, encerramos demonios, matamos bestias, viajamos por el mundo y en cada paso nos enamoramos un poco más; yo mago, trovador y guerrero; ella bruja, luchadora y sabia, diosa de las eras.

Vimos la muerte a la cara y la domamos. Así es como nos volvimos eternos y los dioses llamaron nuestro nombre en el centro de un lago, en el páramo del fin del mundo.

Ellos fueron quienes nos llamaron Ansuz y Gebo.

Nos amaron y llenaron del poder de sus runas y el conocimiento de la levedad del tiempo.

Aquel fue mi miedo.

Hace algún tiempo, algunos milenios atrás, cuando el mundo ya era viejo, en uno de nuestros viajes encontramos a la soledad: Sowelu, la eterna falta de compañía nos esperaba en el límite de un bosque por el que debíamos cruzar. Ella nos miró a los ojos y no, no era horrible, al contrario, era hermosa y seductora, nos enamoró, ese fue nuestro problema.

Llegó vestida con túnicas púrpuras y cinturones jaspeados; llevaba en su cabello rojo, hermosas diademas, sencillas pero bellas; sus labios eran rojos, no de aquellos artificiales, sino de los que quedan tras morder ciruelas y cerezas. Ella nos abrazó a ambos, nos cantó, nos mostró los placeres de la música y nosotros la amamos, cada uno a nuestra manera en su páramo de oscuridad.

Después de encontrarla comenzamos a vagar, lo hicimos por años, uno al lado del otro sin voltear a vernos, sin hablarnos, sin dirigirnos una palabra.

No podíamos sacarla de nuestra mente: hermosa es Sowelu y la soledad que nos vela. Ella era todo para nosotros.

Pero así nos cansó, nos consumió y descubrimos, primero uno, luego el otro, que ella era un amor fugaz.

Hubo una luna de sangre, la recuerdo porque fue la noche en que volvimos a tomarnos de la mano. Nuestros ojos se reencontraron con el brillo de la luna, nuestros labios incendiaron e iluminaron el páramo y decidimos huir y dejarla atrás.

¿Nosotros somos guerreros?

Dioses, hemos visto tan poco en estos eones interminables.

Pero ella es perfecta.

Pero yo estoy aquí.

Todo ha cambiado.

Mi querido Mannaz, estás en camino y este es el inicio de tu historia, este es mi testimonio.
Cuando llegues con nosotros habremos luchado, reformado y cambiado lo que nos toca para que ames tu camino como nosotros ya te amamos a ti.

Eres nuestro elegido.
El rey de las Eras.
Mannaz.

Eres hijo de Gebo y Ansuz.
El sabio de la noche eterna.

Esta es tu historia y te la contaré poco a poco mientras llegas.
Que el tiempo te sea propicio y tengas buen camino.

Te amamos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *