En su libro Palabras en el desierto (Fondo de Cultura Económica, 2023), Eduardo Mosches presenta 47 poemas en cuyos títulos casi cubre el abecedario completo, en los que nos expone diversos temas vitales que van desde la infancia hasta el umbral de la muerte, y que abarcan asuntos tan relevantes que van desde los juegos de la niñez hasta el viaje final, pasando por las religiosidades y las experiencias políticas, sobre las que expresa que su generación quiso cambiar el mundo y no lo logró, pese a lo cual permanece el deseo de transformación.
En los poemas de Mosches hay una reivindicación de la palabra, como él mismo expone en uno de ellos: “Las palabras forman nuestro universo. / Cuando no las decimos / se convierten en silencio doloroso”.
Sobre ese poemario conversé con Mosches (Buenos Aires, 1944), quien estudió Sociología en la Universidad Libre de Berlín e Interpretación Teatral en la Universidad de Tel Aviv. Fue coordinador de Actividades Culturales de la Casa del Lago, gerente de edición en las editoriales Nueva Imagen, Folios Ediciones y Plaza y Valdés, además de coordinador editorial de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Autor de una decena de poemarios, ha sido director de las revistas Parteaguas y Blanco Móvil,y ha colaborado en publicaciones como Sábado, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, El Nacional, El Universal, Reforma, La Jornada, Milenio y Tierra Adentro, entre muchas otras. Obtuvo el premio de poesía Anita Pompa de Trujillo, en Sonora en 1995.
¿Por qué hoy un poemario como Palabras en el desierto, con textos cuyos títulos abarcan casi todo el abecedario en un recorrido que va desde la infancia hasta el último viaje?
Buena pregunta; debería hacérsela a alguien más porque yo lo hice como salió. El poemario fue escrito y desarrollado en el marco hostil de la pandemia, cuando pensé justamente en crear una unidad a partir de un acercamiento al alfabeto y sugerir que, por cada letra, elegir dos palabras y que se convirtieran en el desarrollo del poema. Eso se presenta en este componente denominado “palabras en el desierto”.
¿Cuál fue el efecto de la Covid-19 en este poemario? Escribe, por ejemplo, del temor a la muerte, el encarcelamiento, el saludo perdido, “el pánico a sumergirse en las aguas de la vida”.
La pandemia era un entorno hostil en el cual uno tenía que nadar en aguas mucho más generosas y acercarse a otros, y eso es lo que pudo verse. Esa fue mi relación personal con la gente en la pandemia; yo no estaba integrado al marco del pavor ante lo otro. No: yo saludaba a la gente, aunque sí se daba esa especie de reglas del reconocimiento a través del codo, bastante sugerente porque este tiene un simbolismo de tacañería. Entonces decía: ese saludo es tacaño, poco amoroso y poco afectivo.
La verdad que fue otra mi relación con los amigos, los que se dejaban y que estaban de acuerdo: íbamos y tomábamos café juntos donde se podía, en la casa o fuera de ella, y conversar. O sea, no romper el marco de lo humano, que fue un poco lo que la pandemia trajo.
Yo me acuerdo que, caminando por la calle con todo y bozal (o sea, al usar el cubrebocas), pasó una amiga muy querida, quien sólo me saludó con la mano y se siguió de largo. Yo quedé realmente asombrado y despavorido por la actitud de temor ante uno, que era el factor posible de contaminación. Eso fue lo que la pandemia fue creando: el temor al otro.
Aunque son palabras en el desierto, observo una constante presencia acuática, ya sea desde la lucha en el barrio por el agua hasta la última morada; pero se habla del baño, la lluvia, el mar. ¿Qué significa esta presencia?
Es interesante; creo que, en cierta forma, el agua, lo acuático, lo marino, es símbolo de existencia y de vida intensa porque, más allá de lo que uno pueda llegar a ver sobre la superficie, en el interior de ella hay una multiplicidad de existencia viva.
Yo nací en una ciudad-puerto en el cual el río estuvo oculto durante mucho tiempo, pero existía. Después he pasado por varios países en los cuales la relación con el mar es muy intensa. Más allá de la Ciudad de México, que visualiza el mar desde una altura de 2 mil 600 metros, el mar es parte sustancial de la existencia en México.
En nuestra ciudad quizá lo más parecido al mar sea Xochimilco; pero yo digo: lo acuático es, no sólo simbólica sino material, visual, sensible y sensorialmente, una expresión de vida y de existencia múltiple.
También encuentro referencias religiosas, desde el cielo místico hasta alguna mención a la Iglesia católica y hasta a antigua mitologías. Dice: “Las religiones flameaban”. ¿Cómo han puesto fuego en su poesía?
No en mi poesía sino en la historia; las religiones monoteístas sustancialmente enarbolaban y enarbolan banderas de superioridad sobre el otro. Son banderas flameantes de una religiosidad que en mucho elimina o expulsa a otros seres humanos que no son creyentes de ella.
Por ello expreso lo de las banderas flameantes, que son guerras; por ejemplo, las invasiones de Estados Unidos a Irak, a Siria o a Afganistán son un proceso de religiosidad de la ganancia. Las masacres se hacen en función de ella, aunada a esa especie de componente no distante de lo antimusulmán, en el que se conjugan las defensas de los intereses económicos y del mundo cristiano en algunos casos, y en otros, no distantes, de la del mundo judío, como el sionismo lo patentiza consistentemente en su actitud ante otras religiosidades.
En general las religiones monoteístas son masacradoras. Perdón que me disgregue en esto, pero, al contrario, tuve una experiencia muy bella: en una visita que hice con mi compañera a China nos acercamos a templos en los cuales cual coexisten y cohabitan numerosos dioses, y nadie se pelea porque uno fuera mejor dios que otro.
El problema en el ámbito de las creencias religiosas es, para mí, el monoteísmo: la verdad única.
Hay una parte en el poema “Gólem” en el que dice: “Sólo la palabra es un dios”. ¿Cómo está hoy en este mundo tecnologizado, violento, de comercio?
La palabra es factor de comunicación; sin ella no estaríamos ni tú ni yo hablándonos ni escuchándonos. Es un componente sustancial, indispensable de la comunicación entre los humanos y hasta con los no humanos, porque hay una relación hacia los animales a través del sonido de la palabra.
La palabra es eso, y no sólo la escrita: la oralidad es una parte importante de las relaciones humanas. La palabra tiene el potencial de ahondar en el conocimiento de las relaciones humanas con su profundidad, su variabilidad, su disponibilidad y en la multiplicidad de imágenes que se pueden ir creando y dando. Eso es lo importante.
Yo creo que la palabra es eso, más allá del concepto bíblico; nosotros armamos nuestra propia Biblia: la No Biblia, y eso es hermoso.
Para continuar con la palabra: en “Lenguaje” usted escribe: “Roer la maldición persistente de la barbarie,/ cantar hablar escribir/ para ir creando un espacio terrenal muy diferente”. ¿Cuáles son hoy las posibilidades humanísticas y transformadoras de la palabra?
Comunicarse: la única posibilidad es dialogar, que implica el potencial de convencimiento, no el del “yo tengo la razón y tú me escuchas”, sino la palabra como un componente de búsqueda y de entendimiento.
Suena un tanto idealista, pero creo que lo único que, de cierto modo, nos puede ir salvando en esta especie de vorágine social del consumo y otras islas es desear cambiar las cosas en las relaciones humanas, en la forma de descomponer el concepto de mercancía, de creer más en las amistades, en la intensidad y aceptación clara de las diferencias sexuales y de género existentes.
Creo que eso es lo que puede ir haciendo, creando y conformando un mundo más cercano a la humanidad.
Otro aspecto del poemario que me llamó la atención es la dualidad entre la oscuridad y la luz. Usted dice, por ejemplo, “La luna es en compañía del sol”. Muchas veces, más que un enfrentamiento, usted busca cierta unidad: “La luz y la oscuridad se abrazan y hasta caen en un coito seductor”. ¿Qué hay en esta dualidad?
Es una dualidad acompañada; o sea, es la existencia de cada uno sobre la del otro. La luna es un espejo reflejante de la luz del sol, y sin él no habría posibilidad de luz en la noche.
Hay una participación y no un antagonismo en la naturaleza: esta cohabita y comparte en su diferente rol aun en la vida y en la muerte, en la existencia, en los procesos de caza y cacería, que es parte de ese hecho de la naturalidad.
No hay una barbaridad: las barbaries son realizadas, honestamente, por ese minúsculo bípedo, hombre o mujer, denominado “ser humano”, y se realizan a partir de ellos. Entre los animales existe en la sobrevivencia, en la caza, y es un hecho de naturalidad.
En varios poemas hay referencias sociales y políticas, como menciones a Palestina, a la sierra de Guerrero, a la Guerra Civil española, a la civilización del comercio y también a la Revolución cubana. En un poema dice: “No hay llave al paraíso”, expresión que me parece un poco desencantada. Sin embargo, en otra parte dice que “también permanece el sueño”. ¿Qué expresa en ese sentido Palabras en el desierto?
Fueron parte de esa exageración de los años sesenta y setenta, en que estábamos impulsando e impulsados por el deseo del cambio ya, de que la sociedad iba a transformarse en esos instantes, en ese momento. Había actitudes diferentes, pero queríamos un cambio del sistema político.
La realidad es la que estamos viviendo hoy, en el siglo XXI, en el 2023: una existencia brutal en la que uno por ciento de la población que tiene el 70 por ciento de la riqueza en sus manos, y el resto de las personas deambula entre la existencia y las hambrunas (60 o 70 por ciento están en esa situación). Eso no ha variado y hasta ha empeorado.
Atravesamos momentos de búsquedas casi incansables para cambiar lo que estábamos viviendo. Hubo cambios, sí, muy positivos en muchas cosas, pero en otras no. Entonces, hay la sensación de amargura en mi voz (no en la de todos) por no haber realizado aquello que deseábamos hacer: cambiar de fondo lo que se estaba viviendo, y que fueron momentos muy duros: en el Cono Sur había procesos de dictaduras militares sanguinolentas, bárbaras y brutales, lo mismo en Centroamérica, y ni hablar de las guerras post-Vietnam.
Entonces, realmente hay algo de lastimoso gemido porque así lo siento. Pensábamos cambiar el mundo y no lo logramos, sino sólo algunas cosas.
Pero permanece el sueño…
El deseo ferviente de cambio, sí. Lo que uno no puede aceptar es la pasividad ante lo que ocurre porque esto no es posible. Hay cosas que suceden, pero uno está en contra de ellas y se expresa por eso. No es posible aceptarlas pusilánimemente: hay que enfrentarlas.
En México estamos viviendo muchos enfrentamientos variados; sin entrar en polémicas políticas, evidentemente hay una sensación de que algo se puede ir cambiando, no totalmente ni a profundidad, pero algo, aunque sean las primeras perspectivas de existencia, van variando lentamente y en positivo.
Ahora dos temas más personales: en el libro hay muchas referencias a la infancia en diversos poemas. ¿Por qué esa añoranza de la niñez?
Porque ya me estoy acercando al final del camino vivencial. No es que me vaya a morir pasado mañana, pero la ruta está trazada hacia esa relación de existencia limitada en la cual adquirimos el seguro de vida. En la infancia, idealizada o no, hubo un momento evidentemente de percepción de una completud momentánea, que es la razón con los otros, con el juego, con las vivencias, con los descubrimientos, con eso que no sabíamos qué hacer en la ascensión a los árboles.
Ese acercamiento a la infancia es, de cierta forma, visualizado como un acercamiento al origen personal, que inició en Floresta, un barrio popular del norte de Buenos Aires en el que hice mi infancia jugando, yendo a la escuela, con todas las actividades infantiles neoeducativas que los otros amigos nos daban.
Yo creo que la infancia es un poco ese acercamiento nostálgico, pero deseado y positivo, a un momento en el cual uno no hace errores graves, sino acciones leves.
Hacia el final del libro usted habla de la caja donde quedaron las cenizas de su padre y que fueron vaciadas en el mar. Dice: “Yo estoy ya esperando mi propia urna”. ¿Qué nos dice de este final de su poemario?
Yo tengo varias relaciones con las urnas, y en este momento tengo una frente a mí: la de quien fue mi compañera por 12 años, Lydia Hernández, que falleció hace algunos días. También tengo mi propia urna posible potencial, que no es más que aceptar la relación normal, natural, entre vida y muerte, no antagónica sino vivencial.
México me ha dado filosóficamente una relación diferente hacia la vida y la muerte. Cuando uno viene de un ámbito italoespañol, como es, en cierta medida, gran parte de la sociedad de Buenos Aires, la educación en la ciudad resulta lastimosa hacia la muerte. Pero en México aprendí que la relación no es de destrucción sino de vida continuada, y están los momentos vinculados con la alimentación, con la música, con la participación colectiva de la gente alrededor de la tumba, cuando llevan en un ataúd a la persona.
La relación de la vida con la muerte en México es dialéctica, es marxista: no hay un antagonismo brutal entre ambos procesos porque ambos son vitales, aunque suene contradictorio.