Mi pecado

Aquella noche la luna se pintaba roja, el cielo no estaba adornado con las infinitas estrellas, era tan oscuro como la visión de un ciego…

El rey poderoso lo tenía todo, pero no saciaba sus necesidades con su Reyna, así que cada noche en una habitación privada, tomaba a una sirvienta y la poseía a su antojo. Yo era esa sirvienta.

Todas las noches sufría de sentir las cadenas sobre mis muñecas y tobillos, y mi cuerpo recargado sobre una mesa, sentir como su miembro entraba en mí una y otra vez. Muchas veces su esposa miraba el acto de depravación de su rostro y observaba mi rostro, cubierto de lágrimas y dolor.  

Al terminar, la Reyna se acercó a mí y me dijo: «Debo limpiarte, ven te daré un baño.»

Frente a mí había una tina llena de agua caliente. Por un momento mi cuerpo se relajaba por las suaves caricias de sus manos sobre mi cuerpo. Me abrazó y me dijo: «No estarás sola nunca más.»

Pero su mirada cambió, tomó mi mano y puso una pequeña daga y la cerró con fuerza. Me dijo: «Clava esto y mátalo, no tengas piedad yo me encargaré del resto.»

La noche cayó, esa noche fue diferente, no tenía las cadenas puestas y ella estaba ahí.

Mi amo se acercó y arrancó mi vestido, yo me di vuelta y con un movimiento comencé a clavar la daga y le dije: «Mírame por última vez, pues tus ojos ya no verán; escúchame por última vez, pues tus oídos se perderán, habla por última vez, pues tu lengua ya no te lo permitirá y en tu corazón latente tendrás esta daga desgarrándote el pecho lentamente.»

Mis manos estaban llenas de sangre. Tiramos el cuerpo al río, limpiamos la habitación y subimos a su recámara. Tomé un respiro en el balcón.

Aquella noche la luna se pintaba roja, el cielo no estaba adornado con las infinitas estrellas, era tan oscuro como la visión de un ciego, cuando entré, ahí estaba ella. Su cuerpo lo adornaba un camisón blanco ligero, tenía el cabello largo y quebrado. La tomé de la cintura y la acerqué a mi pecho, fui quitando poco a poco su camisón, besando sus hombros y tocando sus delicados pechos. La recosté sobre la cama y besé hasta el último rincón de su exquisito cuerpo, disfrute lamer su clítoris y escucharla gemir duro, sentir como su pelvis se levantaba y verla terminar exhausta por el orgasmo, introducir mis dedos y aumentar la velocidad, y repetirlo una y otra vez. ¡Dios! Ella tuvo una actuación espectacular, sus movimientos, sus besos, su manera tan natural de hacerlo me causo un placer tan grande.

Al amanecer nos despertó el ruido de los golpes, eran los guardias exigiendo que abriéramos la puerta. Mi destino era obvio, la muerte me esperaba, volteé a verla y sus lágrimas caían sobre sus mejillas, tomé su cara y con mucho dolor le dije:

«¡No llores, amada mía! ¡No llores! Mátame ahora, prefiero morir en tus brazos que en el ardiente fuego de la hoguera. Me iré tranquila pues conocí la única forma de amor que esta vida me dio, te amo amor mío; pero nuestro destino no era estar juntas en esta vida, quizá en la eternidad nos encontremos. Bésame por última vez, quiero sentir tus labios dulces y suaves. No sé si el paraíso me espere o el castigo brutal que el infierno me prepara. Te veré en la eternidad.»

Ella tomó la daga y cortó mis venas, la sangre comenzó a caer en las sábanas y perdía la sensibilidad. Tenía mucho frío, mi vista se hacía borrosa hasta que todo se fue apagando. Mi cuerpo quedó tumbado en la prisión mortal de la vida humana, mientras mi alma era libre al fin.

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