The Driver’s Seat (1974), de Giuseppe Patroni Griffi, también conocida como Identikit, es una enigmática interpretación cinematográfica de la extravagante novela homónima de Muriel Spark. Protagonizada por Elizabeth Taylor en uno de sus papeles más audaces, la película sigue las aventuras y desventuras de Lise, una mujer severamente neurótica, en un viaje profundamente inquietante hacia su propia muerte, orquestando el final que desea con una intensidad calculada.
Este violento y absurdista thriller psicológico italiano sigue siendo un ejemplo muy subestimado pero completamente fascinante de lo que era el cinema avant-garde europeo de los años 70, que combina surrealismo, suspenso y una representación inquietante de la determinación autodestructiva de una mujer más allá del proverbial ataque de nervios (no es casualidad que Pedro Almodóvar himself la haya mencionado -con su desafortunado título castellano: La masoquista– como una de sus películas favoritas de esa década).
La formidable Elizabeth Taylor, estrella de cine de pura cepa, que en ese momento, después de los 40, ostentaba una carrera premiada con dos Óscares y marcada por papeles memorables en películas de Hollywood como Cleopatra, Suddenly Last Summer, Giant, A Place in the Sun, Who’s Afraid of Virginia Woolf? o Cat in a hot tin roof, eligió The Driver’s Seat aparentemente como una salida hacia un territorio más atrevido y menos glamoroso, ansiosa de demostrar que era mucho más que solo un icono de belleza con ojos violeta. Su actuación como Lise es magnética, retratando a un personaje francamente inquietante (por no decir irritante) cuya meticulosa búsqueda de su propia muerte es tan desconcertante como hipnótica. La interpretación de la Taylor en esta cinta suele describirse como “exagerada”, pero su actuación es esencial para encarnar la profunda necesidad de ser vista de Lise, una empleada de una compañía en Copenhague que emprende una vacación a Roma en medio de una creciente ansiedad, incluso en la muerte.
Las excentricidades de Lise, así como sus atuendos extravagantes, su maquillaje estrafalario y su comportamiento errático, están enmarcadas por el compromiso total de Taylor con el papel, lo que hace que su interpretación sea un eje de esta narrativa escalofriante a la que resulta imposible sacarle los ojos de encima.

El corazón de la película es su atmósfera compleja y tenebrosa, una visión que cobra vida gracias a la dirección inquietante de Patroni Griffi, un aclamado director de teatro y la hermosa cinematografía de Vittorio Storaro (bellamente restaurada en 4K por el BFI) que muestra la Roma de los años 70 en tonos apagados y a menudo espeluznantes en contraste con su colorida presencia.
La película combina imágenes inquietantes con un trasfondo psicológico alucinado que hace que la búsqueda de Lise sea desconcertante y cargada de emociones. La historia tiene menos que ver con el misterio (el desenlace se sabe a los diez minutos) y más con el descenso psicológico de Lise, uno que parece casi ritualista en una actuación que por momentos raya en el kabuki (la memorable secuencia de Lise maquillándose ante el espejo, antes de salir a la calle para nunca volver a la habitación donde deja sus escasos efectos personales para ser descubiertos por la azorada policía de Roma).
La combinación de la ingeniosa dirección de Griffi y la intrépida encarnación de Lise por parte de Taylor convierte a The Driver’s Seat en una experiencia visual única tanto para cinéfilos recalcitrantes como espectadores casuales, aunque durante su temporada de estreno en el otoño de 1974 recibió reacciones mixtas de los críticos internacionales debido a sus tonos nihilistas y su narrativa no lineal.
Se dice que Taylor aceptó el papel poco después de su primer divorcio de Richard Burton, canalizando quizás una sensación de libertad recién descubierta en el intenso deseo de autonomía de Lise, incluso en la muerte. De hecho, Taylor luchó activamente para obtener este papel, que originalmente habría sido ofrecido a Liv Ullmann, Glenda Jackson y Vanessa Redgrave por los productores; está documentado que Taylor escribió personalmente a Muriel Spark, la escritora escocesa radicada entonces en Italia, para pedirle su apoyo para encarnar a su peculiar (anti) heroína. La Spark, autora de algunas obras muy reconocidas como The Prime of Miss Jean Brodie (llevada al cine con una deliciosa Maggie Smith en 1969) o The Abbess of Crewe (una parodia del escándalo Watergate pero con monjas católicas, filmada en 1977 con Glenda Jackson bajo el título de Nasty Habits) debió sentirse realmente impresionada por la vehemencia en la solicitud de la diva, ya que intercedió por ella y Angelo Rizzoli, el productor, aprobó su petición, sin hacerle casting. El resultado es tan abrumador como efectivo, al punto que resulta imposible imaginarse a nadie más que ella tener un monumental colapso mental en este papel inolvidable (hay que verla para creerla).

Esta película marca uno de los últimos protagónicos de la Taylor y la que es, quizá, su interpretación menos convencional después de la cinta de Mike Nichols sobre la obra de Edward Allbee (1966), en la que también entregó todo. Aquí consigue, con singular fuerza, demostrar sin ambajes su capacidad para trascender el encasillamiento y adoptar narrativas de vanguardia en una etapa de su carrera en la que otras estrellas podrían rehuir de esos papeles o acaso ver de cerca el final de sus carreras como leading ladies.
El compromiso total, y brutal, de la Taylor con esta película anticonvencional de bajo presupuesto, contribuye a su irresistible atractivo de culto, al igual que las actuaciones de Ian Bannen como un pervertido sexual adicto a la dieta macrobiótica y la veterana actriz británica Mona Washbourne como una encantadora y dulce turista anciana, que acompaña a Lise a un lúgubre recorrido por una extraña tienda departamental desierta en el corazón de Roma (“Shopping is a feeling!”), así como un cameo del artista conceptual Andy Warhol. Todo esto subraya aún más el tono y la estética inusuales de la película como una experiencia más que solo un visionado.
Inicialmente considerada una verdadera aberración por parte del público de a pie y la crítica institucional, que no supieron qué trataban de plasmar con este delirio en technicolor tanto director como estrella, The Driver’s Seat ha ganado seguidores de culto a lo largo de los años. Hoy en día, se la aprecia no solo por su espectacular audacia narrativa, sino también por la representación sin filtros que hace Elizabeth Taylor de una mujer más allá de cualquier límite de las gracias sociales, que además no está atada a las convenciones de su género y que culmina en un retrato tan perturbador como inolvidable.
La perdurabilidad de esta película y su creciente popularidad entre los entusiastas del cine de culto se pueden atribuir a su exploración surrealista de la enajenación, la individualidad y el desafío, lo que convierte a The Driver’s Seat en una exquisita y perturbadora exploración de la acción humana y la mortalidad que resuena con estruendo todavía cinco décadas después de su estreno.
Definitivamente, ya no hacen novelas, películas, ni actrices, así.