Musique concrete

María le dijo a Rodrigo que no quería perderlo; hizo un cálculo rápido, respuesta inmediata a las palabras dichas por Rodrigo. “No quiero perderte”. Él fue más pausado al hablar, como si dejando espacios estrechos entre las palabras, colándose por ahí el tiempo, de alguna forma estúpida la situación en la que estaban pudiera encontrarse a sí misma una solución. “¿Por qué?”. A ella no le gustaba dar respuestas; sólo hablaba, de nuevo, como en un impulso muscular, de la misma manera en la que su epidermis reacciona ante el dolor, por ejemplo. Se sucedían las palabras, unas a otras, sin mayor especulación más que la necesidad misma de decir algo. Rodrigo esperaba; se miraba las manos, miraba las esquinas de las paredes, regresaba a las manos y de nuevo a las esquinas. “No sé”, respondió ella.

Los dos, sus cuerpos reunidos en torno a la mesa metálica, eran en conjunto una cicatriz irregular dentro del café. Más que flotar, su peso era el de una carne enferma, herida, una figura destemplada en medio de los floreros de madera y las fotografías de artistas colgadas en los muros. Ése, un territorio neutral, sin ojos ni manos; un espacio desprovisto de juicio para que se sintieran al menos un poco más seguros. Pedir algo de tomar porque eso es lo que uno hace dentro de un café: pedir algo para tomar. Y sin embargo, no toman; las tazas como una de las tantas y necesarias nimiedades que constituían ese momento. Un momento (o sucesión de momentos) plástico, la mano quirúrgica implantando una frase o creando determinada intención. Un café con azúcar y el otro sin azúcar; algo que esté sobre la mesa, nada más, algo que tenga que pagarse una vez que todo termine y se pida la cuenta.

Rodrigo observa una fotografía de Hitchcock mientras de fondo se escucha al saxofón ejecutando una pieza de jazz sin nombre. Una fotografía no es un saxofón; Hitchcock no es un saxofón. Lo que escucha es la simulación de María diciendo que no quiere perderlo y sin embargo, siendo incalculablemente incapaz de explicar por qué no quiere perderlo. Hitchcock le dice a Rodrigo que no quiere perderlo, Hitchcock improvisa voluptuosamente sobre un tempo de swing. El café entero es un timbre descontextualizado, aparato que disiente con lo que Rodrigo puede captar desde su vista y su oído. La mano de María; pequeña, morena, con las uñas discretamente largas y azules, en el anular una pieza metálica ondulando como una vibración que se materializa ahí, sobre su piel. La de María es una mente inaccesible, es lo mismo que adivinar las intenciones de Hitchcock al observarlo, al suspenderse contra la pared y detrás de una placa de vidrio. Rodrigo resulta más bien como un cuerpo demasiado expuesto, que se exhibe a sí mismo por un placer idiota. Ella lo observa ahí, contra la pared y detrás de una placa de vidrio; es la simulación de un saxofón que ejecuta una pieza de jazz sin nombre.

Él desearía que la música fuera más viva, que ésta viniera de un saxofón y no de una mesa metálica de una taza de un florero de madera. La mano de María es real, lo sabe, la conoce como fenómeno y como materia; la toma, desliza sus dedos entre los de ella, los cierra y forma medio puño, entonces acerca esa mano hasta su propia boca y besa las coyunturas, la huele y la sabe verdadera, válida. María encuentra en la mano de Rodrigo algo que discrepa violentamente con la mano de Rodrigo; ese tacto viene de otra parte, palpita sin poder percibir su origen con los sentidos. Desde los labios de María suena una orquesta de metales avanzar: animal inmenso y soporífero, repartiéndose a través de las fotografías y las tazas. Él se acerca a ella; un beso. Luego dos, tres; entonces, un beso largo, pausado, solícito. Se alejan; entre ellos, apenas dos centímetros de distancia. Rodrigo, desde su ángulo (donde toda María crece maravillosa, delicadamente) alcanza a ver una sonrisa. “¿De qué te ríes?”, ella lleva la mano de él hasta su propio pecho desnudo, apenas donde termina el cuello. “¿No puedo sonreír?”. Un beso; cuatro, cinco.

Desde el interior de su boca hasta el oído de Rodrigo, María impone una distancia inescrutable; ahí es el espacio donde las palabras se desarticulan y se traducen en polirritmias, en escalas dóricas. Hitchcock a Rodrigo: “No quiero perderte”. Y sin embargo, lo pierde, lo deja deslizarse estúpidamente por la circunferencia de una taza de café con azúcar. Hitchcock a Rodrigo: “No sé”. No, lo que escucha no es un saxofón improvisando; es un aparato de sonido. Es la grabación de un saxofón improvisando.

María observa la mano de Rodrigo, entonces, lo sabe. “¿Por qué?”, ¿por qué no quiere perderlo? Observa la mano; los dobleces que forman la piel, las medidas exactas de los dedos, las líneas que cruzan la palma. “Te quiero”; entonces, lo sabe. El saxofón a María: “Yo te quiero, María”. Los labios de él sobre la piel de ella; sobre las mejillas, sobre la nariz, sobre el cuello. María entiende, percibe el tacto de Fabián en su cuerpo; son sus labios, sus manos, su voz. Es Fabián disociado de Fabián; “Te quiero, Rodrigo”.

Sonríen. No hay risa, no hay concatenación de palabras; sonríen.

Pagan la cuenta. Las sillas están vacías, sobre la mesa hay dos tazas de café; una con azúcar y otra sin azúcar.

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