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De vez en cuando, es entretenido idealizar ciertas cosas, es como volver a la infancia y abrazar la torpe y adorable ingenuidad del niño que construye y dibuja castillos en la oscuridad de lo desconocido.

Me declaro admirador irredento del cine de Martin Scorsese, aunque debería confesar que nunca he visto Casino. No ha sido por falta de oportunidades –Netflix lleva cerca de cinco años ofreciéndomela; su algoritmo me promete un cien por ciento de compatibilidad con aquello que acostumbro consumir- ni, mucho menos, por falta de ganas. He visto cinco veces, como mínimo, las demás colaboraciones de Scorsese y Robert de Niro y he leído diversos ensayos que ubican a la reciente The Irishman como parte de una trilogía que completan Goodfellas y la citada Casino. Ni así. Algún día llegará el momento en que me entregue a las tres horas que su visionado requiere.

Pasé dos meses en la ciudad de Porto; uno de ellos en un hostal lúgubre, húmedo, mal iluminado y con una cocina donde lo único que funcionaba era el refrigerador a ciertas horas del día. Todas las mañanas me dirigía a un café sin demasiada gracia bajando por la Rua do Dr. Ricardo Jorge, donde había uno que me llamaba mucho más la atención: el Café Almada. Grandes ventanales, mesas a menudo repletas y una raída bandera de Brasil enrollada en un mástil junto a la puerta: tenía muchísimo más chiste, alma de café de barrio, quizá incluso más rico que el espeso líquido que compré diariamente junto al Metro Bolhao. ¿Por qué no entré jamás? No tengo idea. Tuve en tan alta estima al Café Almada que, desde que lo descubrí, temí que al entrar la magia se esfumase.

Tras huir de Portugal ante la neurosis del coronavirus, tomé un vuelo a Bruselas, donde me recibiría mi hermana. Me emocionaba sobremanera visitar cualquier país que estuviese más allá de Francia en el planisferio; nunca lo había hecho. Bruselas es preciosa, pero la vida cotidiana no ocurre de forma distinta a lo que yo conocía –la observación es tontísima, por supuesto, pero deja entrever la idealización absurda que tenía sobre lo desconocido-.

Cuando visité La Habana con dieciséis años, repetía una y otra vez el nombre de la ciudad mientras recorría las calles: La Habana, La Habana; estoy en La Habana; en La Habana; estoy. El concepto se convertía en realidad: una ciudad que había existido en películas, imaginación, fotografías, incluso de forma escrita, se presentaba ante mí. Lo mismo me sucedió la primera vez que vi Pulp Fiction: esto es Pulp Fiction, esto es de lo que todos hablan; es una película, es un conglomerado de escenas, como cualquier otra.

No me malentiendan: siempre será mejor conocer las cosas. Siempre será mejor viajar, descubrir nuevos espacios; ver películas en vez de acudir a la socorrida mentira del sí la vi, pero no me acuerdo muy bien. Pero también, de vez en cuando, es entretenido idealizar ciertas cosas, es como volver a la infancia y abrazar la torpe y adorable ingenuidad del niño que construye y dibuja castillos en la oscuridad de lo desconocido.

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