Notas contra el olvido

Quién sabe si por afán de notoriedad o por orgullo. O para regodearnos en nuestra tristeza. O para hacer daño. O quizás por todas esas cosas. O por ninguna. Pero si tenemos una certeza clara es ésta: escribimos para recordar. La literatura —decimos— es un antídoto contra el olvido. Escribimos para reconocernos vivos en experiencias póstumas. Y porque somos frágiles, torpes, vulnerables. Porque, a pesar de su trampa, necesitamos escudos contra la desmemoria. Aunque esa verdad absoluta, esa inevitable desgarradura futura, encierra en sí misma una evidencia dolorosa: que cualquiera puede ser objeto del olvido en el presente. 

Para curarse de los escarnios de la edad e iluminar las oquedades del recuerdo, Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) nos regaló hace años una historia inolvidable que recreaba la muerte trágica de su padre: El olvido que seremos. Una biografía novelada que narra —con enorme valor y honestidad— un acontecimiento capital que determinará por completo la vida del autor. Escritos contra el paso del tiempo, pero, sobre todo, como método de conocimiento, llegan ahora a nuestras manos —editados por Alfaguara— los diarios del escritor colombiano: un voluminoso tomo de seiscientas páginas (demarcado por dos fechas: 1985-2006) titulado Lo que fue presente. Esto es, la travesía vital de un grafómano lúcido y nocturnal donde encontraremos confesiones, traiciones, asuntos públicos y privados, pero nunca secretos.

El diario comienza, en realidad, en 1987, después de la muerte de su progenitor. Su escritura se activa a partir de ese momento en unas páginas repletas de rabia e impotencia. Son las entradas en las que se rebela ante su asesinato, cuando es señalado por la calle y escribe su diario como si estuviera escribiendo una carta de amor para él.  En esa toma de conciencia política y en el discurso que redacta para el Comité de Defensa de los Derechos Humanos —un alegato contra la intolerancia lleno de resentimiento y antipatriotismo— están algunas de las mejores páginas del libro. Aunque hay otras enormemente atractivas, como las fechadas en Madrid durante el año 1999. O las correspondientes a 2006, donde termina la redacción de su obra cumbre y siente “serenidad por haber hecho lo que tenía que hacer”. 

En medio de esos dos momentos cruciales quedan expuestos, una y otra vez, sus miedos y obsesiones, sus dudas y remordimientos, los rasgos de una personalidad atormentada y contradictoria, llena de complejos de culpa y de una conciencia de fracaso permanente, aspectos que le vinculan a la figura de Ribeyro, otro profesional del desencanto. Todas esas fallas existenciales están impresas en su escritura con arrojo sincero, con un impudor absoluto, incluso las que aluden a la intimidad sexual, algo que uno ha encontrado apenas en los diarios de John Cheever.

Más allá del tedio de la vida conyugal, de los viajes a Italia y los regresos a Colombia, de sus lecturas y pensamientos o de sus continuas infidelidades, lo que se plantea aquí es el soliloquio de un hombre desnortado, insatisfecho por naturaleza, ávido de aventuras y de construir una carrera literaria que justifique su existencia. Unos deseos que el tiempo irá materializando a costa de renuncias y que constituyen las estaciones de un itinerario rico en experiencias y prolijo en anotaciones.

Probablemente, una lectura fragmentaria de estos diarios -que por sus enredos sentimentales y su trasfondo político se leen como una novela- resulte más atractiva y fecunda que una lineal y pormenorizada. Igual que otros grandes libros del género —como Correo de otra parte o El oficio de vivirLo que fue presente, inevitablemente repetitivo y fehaciente hasta la médula, abordado en su totalidad se convierte en un artilugio (a veces) asfixiante; degustado en pequeñas dosis es un menú estimulante y enriquecedor.

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