Las nubes. Quizá no haya mejor generador de fantasías que estas formaciones maravillosas y caprichosas del H2O.
Cuando uno las mira, no sólo están dispuestas a despertar la imaginación, sino que están listas para guardar pensamientos fugaces y etéreos como ellas mismas.
Cuando uno las mira, no se sabe de dónde vienen ni a dónde van; no se sabe quién ya las ha mirado o quién las ha ignorado; sólo es cierto que, a través de una mirada inconsciente, se les ha cargado de algún pensamiento que se convierte en recuerdo.
Las nubes, ese recordatorio de que aún es posible mirar al cielo, de tener la frente en alto; de que no hay pena que nos haga bajar la cara ni aparato electrónico que iguale la grandiosidad de la naturaleza.
A menudo, suelo pensar que las nubes adquieren la forma según su libre albedrío: vuelan, avanzan, nacen y mueren por un capricho silencioso, sin rumbo, pero con un destino que cumplir, a veces perfilando el molde de aquel amor que aún me hace sonreír.
No hay edad para no dejarse sorprender por ese boceto de sueños y pensamientos.
Cuántos descubrimientos magníficos se han hecho mirando al cielo; cuántas evocaciones; cuántas plegarias; cuántos besos robados.
Una teoría que tengo es que, tal vez, si miras allá arriba lo suficiente, allá donde las nubes nacen, te pueden salir alas. Aún no la he comprobado, sigo en eso.
Por esto y más, las nubes conocen el secreto para imponer a la humanidad creatividad y magia. Saben muy bien cómo conectar a las personas, cuando una dice a otra: “¿Ya viste que esa nube tiene forma de corazón?”, y la respuesta se sella con un largo suspiro.