Polvo estelar

Ella falleció dos años luego de comenzado su padecimiento. La velé solo. El padre que auspició la misa me dio ánimos para continuar con mi vida.

—Vas a matar a nuestra madre —me gritaba mi hermana por el teléfono. Le colgué, como ya lo había hecho con llamadas idénticas de otros parientes.

Me volví inmune a las amenazas. La mayoría de los familiares que se acercaron durante la enfermedad de mi mamá tenían intenciones de jodernos. A varios los sorprendí exigiéndole firmas en papeles en blanco. Les puse sus chingadazos y los corrí de la casa.

Ella falleció dos años luego de comenzado su padecimiento. La velé solo. El padre que auspició la misa me dio ánimos para continuar con mi vida.

— ¿Sabes lo que harás de ahora en adelante? —me preguntó el sacerdote.

—Por supuesto —le respondí con una sonrisa, pero no me atreví a mirarlo a los ojos.

— ¿Dónde la vas a enterrar? —volvió a cuestionarme.

—Mi madre no quería eso, la voy a cremar, ella deseaba ser polvo con el universo.

Localicé a todas las personas que, en su momento, lejos de ayudar a mi mamá, obstaculizaron su rehabilitación. Esas gentes que mi madre estimaba y que a la mera hora la decepcionaron, acelerando su depresión y su muerte.

Amablemente les pedí cierta cantidad de dinero que —según mis cálculos— abarcaba los daños y perjuicios que generaron sus abusos de confianza. Obviamente se rieron de mí. Yo sabía que no podrían pagarme así que me cobré con sus hijos.

A unos les corté los dedos (por las firmas que le pedían sus progenitores a mi madre) o la lengua (a los que sus parientes —del diario— me mandaban amenazas), a otros los vendí como esclavos sexuales y a sus padres los maté sin mayores remordimientos. Frente a sus cadáveres siempre repetía la misma letanía: «Si eran incapaces de ayudar se hubieran mantenido al margen. Pero esto ustedes se lo buscaron».

Mis actos llamaron la atención y las autoridades ya me pisaban los talones. Me fugué del país, llegué a una comunidad de inmigrantes en Boston. Trabajé en restaurantes de comida rápida hasta que se me presentó una oportunidad.

Algunos jóvenes que estudiaban en la Universidad de Harvard contrataban —por el bajo costo— a mojados como meseros. Una de sus fiestas iba muy mal, los chicos trataban de comprar a su profesor de historia, un hombre conservador con un hobby particular: coleccionar juguetes antiguos. Por lo que las bebidas y las damas de compañía que contrataron no ayudaron de mucho.

Una de las pocas cosas que me traje de México fue un Skeletor chispita de plástico soplado, fabricado sin licencia en los ochentas, que para los coleccionistas americanos suponía una rareza. Hice que se lo regalaran. El profesor estaba impresionado al tener ese santo grial en sus manos.

Aquel fue el estímulo para que la fiesta evolucionara en favor de los estudiantes. Les vendí el muñeco cinco veces más caro de lo que gastaron en la reunión. Se corrió la voz de que yo podía conseguir cualquier cosa. Otros muchachos me contrataban para coordinar sus eventos. El Mexa, me apodaban.

Luego de trabajar siete años para esos niños ricos, uno de ellos, con un padre que se postulaba para el congreso, me contrató para organizar varias recaudaciones económicas de su campaña política. Después del éxito de los eventos me otorgaron —a base de favores— la ciudadanía estadounidense. Una vez que mis servicios se expandieron por todo ese país y el extranjero, me hice de contactos poderosos y (por uno de ellos) tuve acceso a mi estatus legal en México.

Jamás me buscaron para que pagara por mis delitos. Varios capos de la droga se fascinaron por la sangre fría que mostré al aniquilar a todo mi clan, y querían reclutarme. Lo que ignoraban fue que mi venganza no obedecía a la locura. Tampoco quería probar nada. Lo hice para que todos esos ojetes fueran a pedirle disculpas a mi madre en el otro mundo.

Debí imaginar que nadie se tomaría tantas molestias en atraparme, ya que todos en mi familia eran unos muertos de hambre, no existía beneficio—para nadie— en hacerles “justicia”. La única razón que pude aterrizar es que en determinado momento las autoridades mexicanas sacarían mi caso a la luz para que alguna administración se colgara la medalla de mi detención; lo cual nunca pasó; es más: muchos altos rangos del gobierno mexicano se habían hecho mis clientes.

Hice todo tipo de entretenimientos para personajes políticos, empresarios, artistas, príncipes, reyes y mafiosos. Siempre conservaba el anonimato de mis usuarios, por eso mis reuniones tuvieron mucho éxito. Diseñé El Método del Cambiazo (forma en que se reconocía mi sello en la organización) que consistía en conectar —mediante un cilindro de aleación de titanio y la maleabilidad de la fibra de carbono— aviones con otros aviones en pleno vuelo, igualmente submarinos y barcos.

Podía cambiar pasajeros de un transporte a otro. Si un presidente (por ejemplo) tenía compromisos diplomáticos en otro país y quería divertirse, yo tenía preparado a un doble de mi cliente para que, en el intercambio, éste último saliera de cara a los medios de comunicación; mientras la persona real festejaba con todo tipo de desvaríos en mis vehículos. Sobre el espacio aéreo y aguas internacionales ignorábamos cualquier ley.

Organicé las últimas voluntades de magnates cuya muerte repercutiría en las bolsas de valores de varias economías; nunca faltaron los oportunistas que me contactaban para conocer el estado de salud de sus competidores. Nunca accedí a vender ese tipo de información, por eso me puse en el radar del FBI, quienes se robaron la patente de mi método (por supuesto que me la pagaron—cuando tuvieron problemas al ponerlo en marcha— para que ésta fuera propiedad de su gobierno). Temían que mi invento se usara en atentados terroristas contra el Tío Sam.

Yo padecía de insomnio o soñaba a mi madre molesta conmigo por matar a su familia. Dentro de aquellas imágenes quería acariciarla, pero ella se disolvía en polvo al contacto con mis manos. El terapeuta interpretó ese afán onírico como culpa por mis acciones y la transmutación de mi madre correspondía a que la cremé. Mi inconsciente la recordaba en vida con su cuerpo, pero al tener presente su muerte, el polvo se manifestaba como su final.

El Método del Cambiazo llamó la atención de varios ingenieros de la NASA. Me invitaron a sus instalaciones para orientarlos en su construcción. Necesitaban esa tecnología para agilizar maniobras en los transbordadores. Tenían problemas para sincronizar y conectar aditamentos en gravedad cero fuera de los satélites en órbita.

Realicé un entrenamiento físico y psicológico de seis meses en Cabo Cañaveral porque iba a subir para realizar y coordinar una prueba de mi dispositivo en condiciones reales. En cuanto tuve oportunidad regresé a México, fui al parque Naucalli, en Naucalpan, Estado de México a visitar a mi madre, allí (siguiendo sus últimos deseos) la enterré.

Pocas cosas habían cambiado. El hospital de traumatología del Seguro Social seguía lleno de visitantes, el bazar de Lomas Verdes —donde solía comprar videojuegos— continuaba abierto. Salvo por ese horrible segundo piso en Periférico, todo era igual.

Entré al parque, la casa de cultura me trajo recuerdos: allí intenté —con resultados espantosos— tocar guitarra. A mi madre la sepulté en un lugar entre las bombas y el gimnasio al aire libre.

La última fase del entrenamiento para la misión espacial estaba lista. Tuve que acoplar mis movimientos a un monstruoso traje que pesaba cincuenta kilos. La armadura era tan compleja que era imposible ponérmela solo, tres personas me ayudaban para esta tarea. El traje hacía el efecto sauna por lo que el promedio para el trabajo se reducía a cuarenta minutos por tarea.

Hice una petición a la NASA. Fue la única condición que puse para ayudarlos. El Método del Cambiazo no se usaría como tal, sólo la premisa sería aplicada en un tubo miniatura que simulaba mi diseño para desplazar piezas defectuosas para el mantenimiento del transbordador espacial.

Antes de despegar me invadió el nerviosismo, fue la misma sensación de años atrás cuando abandoné México. En ese entonces creí dar pasos de gigante; ahora lo podía asegurar.

Cada etapa de la misión estaba estrictamente planificada. Nuestras horas de sueño, de comida y hábitos personales las realizábamos cronometradas. Al terminar con las maniobras de cambio de piezas pude realizar mi encargo: llevé las cenizas de mi madre para soltarlas en el espacio.

Al observar a la Tierra desde arriba no pude contenerme y la miré con desdén.

— ¿Ahora quién es diminuto? —reté al planeta en mis pensamientos.

Mi madre quería ser polvo. En miles de años será una estrella. Yo me convertiré en un planeta como en el que vivimos, un planeta donde el caos reinará. La luz de mi madre me mantendrá cálido, seré nuevamente su hijo descarriado.

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