Presentimiento

Estoy en bancarrota y desempleado, pero con un buen presentimiento. Y a veces con eso basta. Eso y también que los hijos de puta que hoy jugaban, que hoy defenderían la camiseta —la que corrí a comprar— me habían demostrado durante diecisiete jornadas que ni mi estúpida maldición podía con ellos.

Cerveza en mano —la cuarta o la quinta, no sé— comienzo a escribir esto. Le restan veinte minutos al sábado. Es decir, han pasado nueve horas desde que el Espíritu Santo —que eso es Fernando Riviello desde que llegó a mi vida, una especie de Espíritu Santo— me ha conseguido un boleto para el partido. Es decir, han pasado poco menos de cuatro horas desde que nos metimos en semifinales. Semifinales. La puta madre. 

Me había prometido no ir al estadio. Había prometido no cometer un exabrupto ni ceder ante la tentación. Pero eso soy. Esto soy. Para todo y para siempre. Para bien y para mal. Una contradicción continua. Digo que sí cuando realmente quiero decir que no. Y las pocas veces que lo digo —que no— me muero de ganas de decir que sí, aunque casi nunca lo hago. Hoy, afortunadamente, me arrepentí. Hoy simplemente dije que sí, que por qué no. Sí, tengo un buen presentimiento, le digo a mi hermana por WhatsApp, pero lo hago —lo digo, lo escribo— más por convencerme a mí mismo que por otra cosa. Desde el jueves me aparecían agotadas ambas plateas; uno que otro boleto disponible en la zona de la porra rival, pero eso por supuesto que no. ¿En cuánto anda la reventa?, le pregunto al Espíritu Santo. Y eso fue todo. A veces, lo único que debemos hacer es preguntar. Encontrarse un Espíritu Santo en la vida, preguntarle cosas y abrir los brazos. 

Desde hace muchos años me hice creer que no podía ver los juegos con la playera puesta. Les daba mala suerte, pensaba. Los males de mi Puebla —el mejor equipo del mundo— eran mi culpa. Pero hoy decidí que no. Hoy me arrepentí de eso también. Corrí a comprarme la playera. Y la sudadera. Dos por uno. A los miedos se les agarra por los cuernos. ¿Por qué? Porque tenía un buen presentimiento, me insistí. Estoy en bancarrota y desempleado, pero con un buen presentimiento. Y a veces con eso basta. Eso y también que los hijos de puta que hoy jugaban, que hoy defenderían la camiseta —la que corrí a comprar— me habían demostrado durante diecisiete jornadas que ni mi estúpida maldición podía con ellos. 

Zona 230. Asiento V 55. Estoy solo. Me fascina ir a los partidos solo. Y si mi asiento puede ser en un rincón con cero personas a un kilómetro de distancia, mucho mejor. Pero no. Hoy no era uno de esos días. A dos lugares, una fila atrás, dos atlistas. Uno, mayor de edad; el otro, según mis cálculos, no rebasa los diez años. Arriba el Atlas, cabrones, grita la porra. Arriba el Atlas, cabrones, grita el escuincle. Le sonrío. Ese niño, veinticinco años atrás, soy yo. Está vuelto loco. Se siente intimidado por estar en patio ajeno, pero le da absolutamente lo mismo. Aunque están a varios metros de distancia, los descamisados rojinegros le hacen sentir en casa. Me envalentono. Yo sí estoy en mi casa, pienso, y aviento una porra al Puebla, sin afán de molestar, claro; lo que pasa es que llevo mucho tiempo con ganas de gritar y hoy se me ha presentado el pretexto perfecto. Pero el niño, sin verme, como no queriendo, me responde. Cállense, cabrones, grita con todo lo que tiene de voz parodiando el ritmo de la porra. Ese niño soy yo. 

Me gasto los treinta o cuarenta minutos antes del silbatazo inicial en fotos, videos y mensajes de WhatsApp. Y en revisar la alineación, claro. Grito una que otra porra, pero me entran unas ganas insoportables de largarme a mi casa. A la otra. ¿Qué diablos hago aquí y con la playera puesta? La puta madre. Perdóname, Franja de mi vida. No pude resistir. Pero si disimulamos bien, te prometo que no lo vuelvo a hacer. Arriba el Atlas, cabrones, grita el escuincle. Le vuelvo a sonreír, ahora sí como intimidando, pero me arrepiento; ese niño soy yo. 

Comienza el partido. La cerveza —la primera— entra como agua, no llega ni al minuto diez. El vendedor había prometido regresar. Me debe quince pesos. Yo regreso, jefe, no se preocupe, pero el hijo de perra no regresa. No es por el dinero. Incluso, si lo pienso bien, tampoco es por la cerveza. Es que estoy solo y no de la manera que me gusta. Estoy solo con mis pensamientos, con mi arrepentimiento, con mi agobio, con las ansias malditas de que esto se acabe de una vez. Estoy solo con las ganas de regresar a casa y quitarme la playera. Estoy solo con mis miedos. Estoy solo con un niño gritándome casi al oído y no puedo decirle nada, no por el tipo que lo acompaña sino porque ese niño, que a todas luces está intimidado, y que grita por temor a que todos le huelan el miedo, soy yo. Y le sonrío. 

Se acaba el primer tiempo. Cero a cero. Un riflazo de Escoto puso a temblar el travesaño y el portero hizo todo el tiempo del mundo mientras el árbitro le aplaudía, o se hacía que no lo veía, que al caso es lo mismo. No tengo ganas de recordar nada más. Abro WhatsApp, pero de reojo. Muchos mensajes; casi ninguno me hace ilusión. Respondo un par y vuelvo a buscar al de las cervezas, pero no hay señal alguna de él. Ni de él ni de ningún otro vendedor. Abundan las cemitas, pero yo no tengo tiempo ni ánimos para comer. Arriba el Atlas, cabrones, gritan los descamisados, pero el niño no responde. Ya no está. Él y su acompañante —su padre, su hermano, o lo que sea— se lo ha llevado. Algo ha presentido. Ese niño, insisto, soy yo.

Segundo tiempo. El chorro de voz comienza a agotarse. Decido guardar algo para el final. Los gritos de desequilibrado mental se transforman en simples aplausos y jalones al pants. El celular al piso. El vaso de cerveza vacío. El vendedor no aparece, ni mis quince pesos ni el gol que nos clasifica a las semifinales. Pienso en correr al baño, quitarme la playera, ponerme la sudadera de Snoopy y solucionar el asunto, pero no, no es el momento. Hoy no. Hoy acabamos con la maldición. Hoy no decimos que sí a nada que no querramos. Hoy nos hacemos cargo de todo, resulte lo que resulte. Y resulta. Silva manda un pelotazo que Escoto alarga con la cabeza. Ferrareis mete el cuerpo, usa la cabeza —primero para pensar y luego para ejecutar— a la perfección y mete un balón un poco retrasado a Ormeño. La pelota ha dicho que no en los últimos partidos. Pero hoy también ella decide que sí, que por qué no, que tiene un buen presentimiento. Y entonces aprovecha la confusión, el mar de piernas, las ansias, y se mete. Lento, de manera angustiante, como si hubiera sido empujada por un soplido leve. O por miles de gritos. Pero se mete. Y el resto sólo es un sinfín de jaloneos de pants, de gritos desquiciados, de mentadas de madre, de aplausos, de gritos. Me parece ver al de las cervezas. Pero puede ser él o puede ser alguien más, pero da igual. Lo único que importa es que el árbitro pite el final. Y lo hace. El hilo de voz se me va en un par de gritos. Los juegos pirotécnicos hacen el resto. En el campo, muchos abrazos. En la tribuna también. 

Son, ahora, las tres de la mañana. Han de ser ya siete u ocho cervezas. Da absolutamente igual. Pienso en el niño atlista —Cállense, cabrones— y en el niño que soy ahora, mientras escribo esto. Pienso en el Espíritu Santo. Pienso en mi maldición. Volveré a estar ahí y con la playera puesta. Tengo un buen presentimiento. Y a veces, con eso basta.

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