La nouvelle vague constituyó un punto de inflexión en el modo de hacer cine. Cuando un puñado de autores (Godard, Truffaut, Bazin, Varda…) alteró por completo el lenguaje cinematográfico, Hollywood concibió una nueva manera de hacer películas mucho más cercano a la problemática cotidiana, ponderando la actuación por encima del star-system. Terminó la era de los grandes estudios para dar paso a una época mucho más cruda. El común denominador de los cineastas franceses era haber escrito; eran ensayistas de la célebre revista Cahiers du Cinema. Escribían sobre cine; luego decidieron hacerlo. Sería osado establecer a los Pretenders como una banda que haya cambiado el panorama musical tal y como lo hizo la nouvelle vague, pero Chrissie Hynde, una artista norteamericana afincada en Londres, vecina y amiga de artistas que iban desde Johnny Moped hasta los Clash y los Sex Pistols, alguien que vivió la explosión punk desde dentro, empezó escribiendo. Lo hizo un tiempo para el New Musical Express, un medio que sale a flote como referencia absoluta en el relato de cualquier estrella del siglo veinte. Hynde utilizó su tribuna para destruir a todo aquello que no sonase a Lou Reed, Iggy Pop o David Bowie; era insoportable, dice. Huyó de casa y cruzó el océano. Hay que estar donde las cosas ocurren.
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¿Los Pretenders son, en realidad, un proyecto solista de Chrissie Hynde? Sí, pero no. O no, pero sí. No es una artista solista con una banda de apoyo, pero sí es el elemento clave: fundamental y fundacional. La alineación original, diríamos, estaba compuesta por Hynde en la voz, James Honeyman-Scott en la guitarra, Pete Farndon en el bajo y Martin Chambers en la batería. Éste último aún graba ciertas cosas con los Pretenders, pero no suele hacer actuaciones en directo. Honeyman-Scott y Farndon estuvieron presentes únicamente en los primeros dos álbumes; el primero falleció apenas un día después de que, como banda, tuvieran que notificarle al segundo que no podían contar más con él dados sus problemas con las drogas. Farndon falleció, también, pocos años después en medio de una depresión. Hynde ironiza sobre el tema en su autobiografía: la única razón por la que puedo hablar sin tapujos es porque todos están muertos.
Chrissie Hynde nació en Akron, Ohio; una ciudad que está a una hora de Cleveland y que recientemente ha adquirido cierta fama por ser el hogar de dos de los mejores nombres en la historia del básquetbol norteamericano: LeBron James y Stephen Curry. Akron es hogar, también, de bandas como The Cramps, The Black Keys o Devo. Ella creció sabiendo que ahí no sucedía nada; creció aceptando -y enfrentándose- a la máxima del rock: hay que moverse para que las cosas sucedan. Hay que ir allá donde todo pasa; hay que mudarse, hay que despedirse. Creció, también, acudiendo a Cleveland casi cada fin de semana con el único objetivo de ver a Mitch Ryder & The Detroit Wheels, Buffalo Springfield, The Paul Butterfield Blues Band y demás artistas que ahí pudiesen presentarse. Cleveland fungía como una suerte de patio trasero de Nueva York: era un campo de prueba donde si una banda cosechaba entusiasmo -tiene fama de dura la audiencia de Ohio: lo saben los rivales de los Browns y los Bengals- conseguía el boleto para presentarse también en alguna sala neoyorquina días después. Alguna de esas noches, cuenta Hynde, terminó con David Bowie pidiéndole un aventón en el auto de sus padres.
Hynde se mudó pronto a Londres. Encontró, claro, de todo: conoció a los Sex Pistols antes de ser los Sex Pistols y a The Damned antes de ser The Damned. Vio cómo se iban formando poco a poco esas bandas sin que terminara de llegar la suya. Aguanta, le dijo en determinado momento un tal Lemmy Kilmister que en aquel entonces encendía lo que luego sería Motorhead; le recomendó a un baterista que duró poco ensayando con Hynde pero que, a su vez, la contactó con James Honeyman-Scott. Dice ella que escuchar el primer riff de Honeyman-Scott representa simbólicamente el parto de los Pretenders. Los Pretenders, como tal, con alineación original y el sonido que instó a Chrissie Hynde a crear, por fin, su banda, constituye únicamente los dos primeros discos: Pretenders (1980) y Pretenders II (1981). Incluso los nombres invitan a pensar en una saga redonda e impoluta de dos entregas. El nombre del tercer álbum, Learning to Crawl (1984), invita a pensar en el hecho de que los Pretenders tuvieron que volver a empezar, aprender a gatear de nuevo, tras la pérdida de Honeyman-Scott y la baja de Pete Farndon. Ahí aparecen joyas insoslayables como Middle Of The Road, Time The Avenger y Back On The Chaing Gang, la canción que Morrissey públicamente estableció que desearía haber escrito.
¿Por qué, entonces, los Pretenders no llegan a verse como el proyecto solista de Chrissie Hynde? Ella supo, desde el Learning to Crawl, que repetir -o aspirar a repetir- el sonido de los Pretenders originales era una batalla perdida; había que encontrar un punto medio entre el renacimiento y el homenaje. Nadie tendría la destreza ni la inventiva de Honeyman-Scott en la guitarra, pero la inclusión de cualquier nombre nuevo causaría el viraje de la banda a nuevos estilos. Desde joven, Hynde deseaba una banda; no quería girar y eternizarse como solista. Está entregada a los preceptos de la banda de rock: la colectividad, las decisiones tomadas democráticamente y la idea de que el total no siempre es la suma de sus partes. Los Pretenders son una banda por decisión expresa de una líder que no desea ser concebida como tal. Será por eso, quizá, que los fanáticos han celebrado una y otra vez al último gran refuerzo de la banda, James Walbourne, con quien se ha instaurado un nuevo sonido, crudo y distorsionado, palpable en los dos recientes discos, Hate for Sale (2020) y Relentless (2023); quizá los dos trabajos más emocionantes de la banda en los últimos veinte años. Se encontró un nuevo estilo; un nuevo sonido. Le contaba la misma Chrissie Hynde a The Guardian hace dos o tres años que la sensación que la invadió cuando escuchó a Walbourne por vez primera fue similar a la que tomó su cuerpo en algún bar de Cleveland, muchos años atrás, cuando en un concierto de Mitch Ryder & The Detroit Wheels quedó embelesada cuando los integrantes de la banda comenzaron a pelearse sobre el escenario, tirándose golpes los unos a los otros. Con una mezcla de susto y emoción, volvió a ir el día siguiente; notó que el número se repitió. Supo entonces que todo era una mentira; era montado. Ello la animó aún más. Si la representación teatral le abrió una puerta en la mente de cara a lo que podía trasladar por su cuenta al escenario, la guitarra de Walbourne le otorgó nuevos elementos para vislumbrar un giro intempestivo en el sonido de los Pretenders. No hay en el catálogo álbumes más crudos que los dos últimos.
Los Pretenders, si deseáramos simplificarlo, son la sinergia entre Chrissie Hynde y su guitarrista en turno.
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Los Pretenders son, también, una banda que añora la década de los setenta. Hoy, a la distancia, es fácil establecer aquella época como una suerte de montaña rusa donde bandas como Led Zeppelin o Pink Floyd proponían un rock sofisticado que apuntaba a las puertas que habían dejado abiertas los Beatles. Otras más, como Cream, The Paul Butterfield Blues Band o los Rolling Stones, encontraban en el blues norteamericano su leit-motiv y deseaban rendir más homenajes a Robert Johnson que a Elvis Presley, por decirlo de algún modo (Tim Buckley fue, por ejemplo, uno de los grandes referentes de Chrissie Hynde en sus primeros años en el Reino Unido). No tardó mucho en surgir el punk: cada uno podía hacer lo que quisiera con sus propios medios. Chrissie Hynde no añora los setenta necesariamente por la vorágine musical que representan en perspectiva, sino por la tensa calma que proponía un periodo de transición donde todo mundo estaba esperando al gran sucesor de los Beatles sin saber, hasta aquel momento, que quizá no volvería a haber un líder tan claro. Estaba ordenándose y organizándose el fascinante crisol de la música popular anglosajona del siglo XX. Hynde estaba, cómo no, en el ojo del huracán; ahora sí: donde sucedían las cosas.
Sin embargo, y como no podría ser de otro modo, Hynde habitaba los años setenta en Londres añorando los sesenta. Siempre buscamos lo que no tenemos; siempre añoramos el tiempo pasado extendiéndole un velo nostálgico que no existió. Llegó a Londres sin más bienes que unos vinilos de The Stooges -la banda de Iggy Pop– y la Velvet Underground -la banda de Lou Reed-. Le seducía ese asombroso e inquietante inframundo que se extendió entre las grietas que aquel meteorito llamado The Beatles había provocado en la sociedad inglesa. Iggy Pop, eterno crush de Chrissie Hynde, le propondría años después grabar con él una canción que terminó haciendo a dueto con Kate Pierson, de los B-52s: Candy.
Cuenta Warren Zanes, mejor escritor que músico, que alguna vez, estando a punto de abandonar su primera banda, Tom Petty le recomendó volver a casa. Petty era de Gainsville, Florida, uno de tantos poblados periféricos a la idílica y plástica zona de Miami. Gainsville era, para acabar pronto, una especie de pantano que hundía consigo los sueños de sus pobladores. Era solamente ahí, sin embargo, donde podía haber formado mi banda, dice Petty. Algo así respondía el escritor español Manuel Jabois en una entrevista con El Mundo cuando le preguntaban por qué había ambientado su primera gran novela, Malaherba, en Pontevedra, en lugar de hacerlo en Madrid o Barcelona en pos de conseguir más lectores identificados con la historia. Uno tiene que escribir sobre lo que conoce, respondió Jabois; es una suerte de deuda moral y sensatez. A Hynde no le sucedió precisamente eso, aunque, tras su huida a Londres, viajó a París para integrar una banda sin demasiado futuro que buscaba fungir como una versión afrancesada y accidentalmente paródica de los Rolling Stones. Ella quería sonar como Mitch Ryder & The Detroit Wheels; ¿dónde, sino en Akron, iba a encontrar gente que compartiese sus propios referentes? No encontró a la banda -la hallaría tiempo después, al regresar a Londres-, pero sí halló las herramientas suficientes para años después escribir una de las mejores rolas en el catálogo de los Pretenders: My City Was Gone.
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Tienes que llegar así a los 73, le dije a mi mamá apenas Chrissie Hynde y los Pretenders terminaron Mystery Achievement. Una chica, delante de nosotros, se giró con la boca abierta: ¿¡Tiene 73!? Ella sí, contestó mi mamá como para dejar las cosas claras. La voz de Hynde es exactamente la misma que inundó pubs en el barrio de Camden allá por los setenta; no ha perdido casi nada. James Walbourne, a su lado, cambió de guitarras como de calzones: casi una por rola. El Pepsi Center se encendió especialmente con Kid, Don’t Get Me Wrong y Back on the Chaing Gang (me cuenta Rojo Vega, siempre atento desde la cabina de audio, que vio llorar a una luminaria del rock nacional con esa canción). Me acordé de cuando Diego y yo fuimos a ver a Bon Jovi, hace catorce años, montados en una efervescencia juvenil que inexplicablemente había virado hacia la música ochentera; aquella noche nos partimos la garganta pidiendo Always, esa melosísima balada, a sabiendas de que la banda la había desterrado de los shows desde hacía varios años. No nos oyeron, estábamos lejísimos, pero, intuyo, supieron que la histeria mexicana les agradecería sacarla a flote. Lo mismo ocurrió con los Pretenders y I’ll Stand By You. La rola fue una gesta preciosa de Chrissie Hynde: se dobló a media canción y remontó después; cerró por todo lo alto en el punto álgido del último coro. Faltó Brass in Pocket, me whatsappeó Rojo después.
James Walbourne, dijo al día siguiente Chrissie Hynde mediante una publicación en Instagram, estaba prácticamente indispuesto por una mezcla de enfermedad y resaca ante la altura de la ciudad. Pasó una canción, Biker, sentado en un escalón del escenario con pose de maestro del blues; luego salió corriendo antes del encore. Su modo de tocar, sin embargo, como era de esperarse, potenció permanentemente el sonido en directo; no deja de ser virtuoso, emulando la estructura del solo que predomina en el rock setentero y ochentero, pero lo hace a partir de una distorsión y saturación que se aleja permanentemente del lugar común. Enfermo y todo, tocó mejor que cualquier guitarrista que yo conozca, escribió Hynde.
Hynde, en algo que como fanático agradezco profundamente, utiliza el Instagram como una suerte de diario. En 2016, sacó su autobiografía. Es curioso que busque documentar viajes y presentaciones alguien que siempre calificó como innecesario todo aquello que tuviese que ver con hablar, explicar o relatar la vida bajo el escenario. Hynde se asume artista y el arte es todo lo que ocurre durante el show: explicar el porqué de ciertas canciones, hablar sobre el pasado o verbalizar el viraje sonoro de los Pretenders es, diríamos, ventilar una suerte de detrás de cámaras: mostrar el truco. Sobre el escenario, la vocalista de los Pretenders sigue la lógica del deportista que cuando compite busca responder con intuición y opta por pensar lo menos posible. Me daba pavor todo aquello que tuviera que hacer a conciencia: entrevistas, fotos, todo lo que ocurre fuera de la presentación, dice; actuar implica desconectarse.
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Vámonos a ver a los Simple Minds, bramó un hombre tambaleante en la fila del baño. Jim Kerr y su banda se presentaban al mismo tiempo que los Pretenders en la otra orilla de la ciudad. No deja de ser curioso que Kerr haya sido esposo de Chrissie Hynde durante seis años; ¿se habrán cruzado en algún hotel? ¿habrán sabido? Nos obligan a elegir, cabrón, le respondió su amigo, tan zigzagueante como su compadre. Que chinguen a su madre tú y los Simple Minds, gritó algún otro.
Valió la pena venir, le dije a mi mamá. He de confesar que taché de mamón a James Walbourne, pero ahora, sabiendo que estaba enfermísimo, me retracto. Los Pretenders fueron, en su momento, una banda consumida por la droga: la heroína se llevó a Pete Farndon y la cocaína destrozó a James Honeyman-Scott. Ese pequeño espacio, grieta o hueco que se generaba entre Chrissie Hynde y James Walbourne a la derecha del escenario es la alquimia que mantiene de pie a la banda. La obsesión de Honeyman-Scott por encontrar nuevas vías sonoras ha sido heredada por Walbourne; está en buenas manos.
Es un placer tocar las viejas canciones, relata Hynde en las últimas páginas de su autobiografía; ellas son las que me mantienen a flote. Tras la última rola, retumbó All Tomorrow Parties, de la Velvet Underground, en el Pepsi Center. Qué rola monumental para cerrar un concierto: una plegaria por todas las fiestas que vienen. Me quito el sombrero que no tengo.