Primera sarta de sinsentidos cardenales

Yo no soy de escribir poemas.

No tengo las referencias, el lenguaje barroco o la enrevesada técnica.

Me gusta más la conversación con lágrimas, la cita directa, el despertar del diablo interno que se derrite en las pupilas del interlocutor y hace estallar los transistores de los sentidos como bomba en partido de ping pong.

Soy partidario de las cifras sin rimas, del romanticismo llano con vellos, alcohol, narcos y referencias a Bukowski, que empezó viejo e indecente a vivir la Ordinaria Locura, como la que se vive en la capital, en donde los locos van desarmados, con los calzones en las manos.

Aunque, en realidad, estoy también en contra de la prosa, de la nueva por supuesto, no toco a las momias porque, sinceramente, no quiero encima al pelotón del pulguero entero.

Pero sí quiero escribir (¿en realidad lo deseo?), sobre los textos que leo y no entiendo, de esos que abundan en las páginas de la web caótica, tóxica, y que están llenos de verbos que el autor no interpreta; manuscritos sin armazón, que se traducen en verborrea y me dan una pereza atmosférica.

Aunque no es poema, no pueden quejarse, porque nunca empezó como tal ni pretendió ser algo igual; no es explicación de razones y causas, no es manifiesto fingido de cosas que no siento, mucho menos carta amable, dolida o amigable de esas que día con día tiran más en los cestos.

Esto es una sarta de querellas, una protesta intensa que se regodea de ser profana y ríe ante la muerte antihumana; un oleoducto como los que explotan en el mar, un noticiero con falsedades rampantes, un hormiguero que tiene el epicentro en el ojo del huracán, un punto y a parte que no sabe utilizarse pero se mira con alborozo.

¿Y qué importa lo que sea? Al final nadie va a cuestionar lo que esté en blanco y negro, como las fotos de los museos, que se obtienen al por mayor sin la necesidad de poseer más de tres deseos. Regresamos a la pretensión, al barco, el batiscafo y la presión, esa que emerge de la profundidad y se mete entre los oídos para robarse el corazón.

¡He caído en el cliché! ¿acaso no sabían qué está prohibido ya mencionar, en una acción poética, al órgano rey? Quémenme, liberen las ratas hacia mi rostro, inunden mis cuencas oculares con gotas inflamables para los días de llanto incesante, vayan a por los cuchillos y tiren hacia la rueda giratoria jodorowskyana que adormece a las marionetas y atormenta los cristianos clavos que sostienen la chaveta.

Así, sin principiar ni concluir, sin sentir ni anestesiar y sin salir, me despido del respetable que ha llegado hasta el final, no sin antes recordarles que ¡deben sentirse gozosos!, porque han pasado las puertas de la locura y desafiado una de las leyes primigenias de la vida que dice que no se es feliz hasta que se acepta que se está, irremediablemente insano.

Vayan en paz, que la experiencia vomitiva ha terminado; expandan la libertad de la escritura involuntaria, tengan sumo cuidado con Pandora y sus papeles, pero, sobre todo, no se olviden de volar fuera de las jaulas de oro que les aprisionan la lengua y les destraban la inocencia.

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