¿Quieres servicio?

Kilómetros de avenidas, callejones, privadas y más se diluyeron a mis pies a paso veloz hasta que llegué a Tlalpan.

Una de las muchas noches en que caminaba por la siempre misteriosa Ciudad de México, a eso de mis veintidós años, cuando me sentía, en muchos aspectos, ya un adulto, caí en cuenta que no era más que un niño con papeles y trámites que hacer: un infante burocrático.

Desde que alcancé los veinte me las daba de conocedor de las calles urbanas y del transporte público. Creía ciegamente en mis destrezas para escurrirme en los caminos de la ciudad sin que la inseguridad volteara a verme; para mi segunda década había caminado bastante, había viajado un buen tanto en metro y uno más pequeño en metrobús, por lo que mi confianza en mis ojos chilangos era alta y así lo fue hasta cierto crepúsculo de septiembre.

Era la cena de cumpleaños de una amiga, de una de mis mejores, dicho sea de paso, y para llegar hasta su casa debía cruzar el sur, un poco más de hora y cuarto de caminata, nada que no hubiera hecho antes. Dispuse, como cada vez que estaba por salir, mi mochila: siempre con un libro y mi cartera y celular señuelo, en caso de que me quisieran robar. Ajusté las hazas y salí con rumbo fijo.

La caminata, exquisita como siempre, no tuvo ninguna complicación; kilómetros de avenidas, callejones, privadas y más se diluyeron a mis pies a paso veloz hasta que llegué a Tlalpan.

Para quienes ignoren lo que dicha avenida representa, es un canal veloz de comunicación del sur, el subterráneo y los automóviles van siempre a prisa, como en cualquier otra calle de la capital mexicana; sin embargo, lo que sucede en las aceras es aquello por lo que resalta Tlalpan. Las banquetas, en ciertos puntos se ven plagadas de sexoservidoras y por ello también de moteles que se alquilan por hora.

Supe que tenía que cruzar dicha avenida, era inevitable hacerlo, pero, previniendo encontrarme con dichos puntos, tomé unos rumbos que me dirigieron hasta una zona que solía considerar más tranquila, con menos posibilidad de hallarme inmerso en un mercado de mujeres. 

Estaba a unos pasos de la avenida cuando divisé a una chava, que podía jurar era de mi edad. Ella reía contenta en un vestido negro algo corto y tenis blancos ⎯como he visto tantas veces a amigas y conocidas vestirse para una fiesta o antro⎯, junto a un tipo algo mayor y obeso. Es una prostituta, pensé apresuradamente, pero, de inmediato me contradije; al verla vestida así imaginé que podrían estar esperando su transporte para ir a alguna reunión o estaba vendiendo algo, lo que fuera, sólo quería creer que no estaba vendiendo su cuerpo.

En cuanto me acerqué por la estrecha calle ella se aproximó a mí en plan de vendedora, entonces dijo:

⎯¿Quieres servicio?⎯ Eso fue todo, ni hola, ni alguna insinuación, dos palabras pronunciadas con la más grande indiferencia y que no creo poder olvidar, ni sus letras ni sus gestos al decirlas.

⎯No, gracias⎯ alcancé a responder como si me estuviera ofreciendo galletas o pulseras.

Subí por el puente peatonal para cruzar Tlalpan mientras escuchaba la risa de la extraña pareja que se mofaba de mí, “que le da miedo”, decía la chava entre carcajadas a la par que yo caminaba cada vez más aprisa, como si alejándome pudiera sacarla de mi cabeza.

¿Quieres servicio? Se repetía una y otra vez en mi cabeza, con esa breve pregunta toda mi confianza capitalina, mis aires maduros y mi sonrisa de quien creía saber lo que fuera que le preguntaran, se desvaneció. 

Era un niño, me sentía como un pequeño que entraba al aula como nuevo en una escuela llena de extraños, con una mochila más grande que su torso y extremadamente pesada. No tenía veintidós, tenía nueve y sobre todo, tenía miedo; estaba aterrado al pensar en que me había topado, al menos de roce, con aquel mundo lleno de miseria y sangre, ese del que cada año había una conferencia en mi preparatoria para evitar que nuestras compañeras se vieran atrapadas ahí, ese cosmos repugnante del que siempre volteaba la mirada al verlo desde la burbuja de mi auto.

Después del puente me paré en la calle, pedí un taxi y me quedé con la palabra servicio en mi cabeza. No soy un coche: servicio, no. No me están arreglando o checando, qué con esa palabra, me repetía incesantemente. Luego de vagar por ratos en cada una de las sílabas concluí que servicio era el eufemismo que permite a las prostitutas hablar de aquello sin el dolor de pronunciar las letras que otorgan el significado y a los usuarios pagar por sexo con la comodidad de ser un servicio, una especie de necesidad, algo inevitable.

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