Foto: Fernanda Laiz.

Ricard Parise, el arte de decodificar la complejidad goytisoliana

Conocedor de la figura y obra de Goytisolo desde su etapa académica, acabó siendo, por azar o por destino, vecino del escritor en la característica Medina de Marrakech.

En el verano de 2019 me encontraba en Marrakech, junto a un grupo de cinco compañeros, siguiendo los pasos del escritor Juan Goytisolo, un trabajo que dio lugar a la publicación de una revista titulada La Marrakech de Juan Goytisolo. Allí, en la casa de Juan, conocí a Ricard Parise, transcriptor del escritor. 

Ricard Parise es una de las personas más importantes del universo marrakechí que rodeaba a Juan Goytisolo. Este barcelonés, licenciado en Filología Árabe, llegó a Marrakech por primera vez en el año 1993, donde, tras diferentes visitas, se terminó asentando. Conocedor de la figura y obra de Goytisolo desde su etapa académica, acabó siendo, por azar o por destino, vecino del escritor en la característica Medina de Marrakech. En el año 1997, a través de la escritora Brigitte Vasallo, coincidió con aquel hombre influenciado por las voces de Canetti y Genet al que posteriormente ayudaría con la transcripción de sus textos. Tras un encuentro en el icónico Café de France, empezaron a entablar una amistad que duraría hasta el fallecimiento del escritor. 

Ricard era el encargado de transcribir al ordenador los textos de Juan y de enviarlos al periódico El País y a las distintas editoriales. Su labor era la de «descifrar sus jeroglíficos». Goytisolo era uno de esos autores que siempre se negó a escribir en máquina y en ordenador. Su bolígrafo, al compás del ritmo de su mano, era probablemente la única herramienta que podía seguir la armonía de su pensamiento: una filosofía que no entendía de tecnologías. Parise constituía una de esas figuras invisibles pero imprescindibles en el proceso de creación literaria; era el responsable de decodificar la complejidad y belleza asentadas en la indescriptible caligrafía de Goytisolo. 

Sentado en el patio de la casa del escritor, donde probablemente ambos discutían sobre la composición de cada palabra y su significado, recuerda cómo la comprensión de cada frase suponía un gran esfuerzo: «En ocasiones para transcribir un texto de un folio necesitaba un día entero». Con hilaridad, relata cómo llegaba a interpretar y escribir palabras que cambiaban el sentido de la frase original. Lo más grato, confiesa, fue tener la oportunidad de ver el proceso de elaboración de las obras goytisolianas. Lo cierto es que el paso de la admiración a la colaboración debe ser algo maravilloso. Nadie le hubiera dicho al Ricard de 21 años que leyó por primera vez Makbara (1980) que acabaría inmerso en ese complejo mundo. 

Bajo el árbol que preside el patio, un místico y mágico híbrido de naranjo y limonero, no es difícil imaginar la complicidad de Juan y Ricard tras más de 20 años compartiendo una inmersión plena en la cultura árabe. Sin duda, esta idea se refuerza viendo cómo interactúa con el que fue el compañero de vida de Juan, Abdelhadi. Ambos, apoyados en la fuente marroquí de teselas verdes que los ojos azules exiliados de Goytisolo contemplaban cada día, recuerdan al escritor sin patria, un hombre de rutinas envuelto en la majestuosidad de la cotidianidad, con el poder de todo lo que conlleva envolver de forma etérea una cultura: «Volverse invisible significaba aprender árabe y dejar de lado el exotismo que en un principio atrae a todo el extranjero». Realizando un paralelismo con el activista palestino Edward Said, lo que más lo caracterizaba era «su visión poco colonizadora». 

Con la atenta mirada de quien siente estar en un lugar sacro, Ricard sigue relatando cómo tuvo la oportunidad de conocer al Goytisolo que le encantaba hablar de viajes, aquel que encontró en Marruecos la consumación de su ruta viajera. Aquella “cigüeña” que voló a la zona francófona para desligarse del castellano y aprender el árabe marroquí, el dariya, aterrizó en la Medina para contarle cómo renegaba de sus primeras obras como Campos de Níjar (1959) por su «poco juego y riesgo literario». Aunque precisamente no era de literatura de lo que solían hablar. La cotidianidad, la masificación turística de Marrakech e incluso aquellos que buscaban fotografiarse con Juan eran algunos de los temas más recurrentes. Un comportamiento de alguien que, perteneciendo inevitablemente a las élites literarias, prefería volar a ras del suelo, divisando y relacionándose con todo lo que envuelve la realidad local. Precisamente por ello, Ricard lo acompañó cuando, tras la publicación de Telón de Boca (2003), decidió dedicarse a la creación de artículos de opinión para dejar espacio a otras voces. 

En esta casa de dos plantas y terraza, la que solía estar habitada por la que Juan denominaba su “tribu”, es inevitable hablar de su legado. El tangible, fácilmente reconocible, lo tenemos delante de nuestros ojos. El intangible, lo que queda de Juan en la sociedad marroquí es, sin embargo, algo más complejo. Desgraciadamente, el acceso a la lectura pertenece a una élite que se mueve en los estratos socioeconómicos más altos. Precisamente la minoría de intelectuales de la que Juan renegaba y a la que acusaba de falta de curiosidad e interés. El hecho de que rechazara invitaciones y acudiera a pocos actos institucionales tenía que ver con esa percepción de servicio público hacia su pueblo, unos ciudadanos a los que defendió contra la indiferencia. 

En este espacio maravilloso que para él era Marruecos, esa «prolongación del sur», deducimos que sería utópico pensar en que su herencia cultural perdure en cada uno de los vértices marrakechíes. Como rememora Ricard, Juan era alguien que no quería ser inmortalizado en fotos y al que le costaba dejar su firma en sus propias obras. Estos simples hechos nos hacen pensar en las consecuencias que consigo llevan la velocidad y fragilidad del tiempo. Sin duda, Juan fue una pieza imprescindible en la construcción y defensa de la identidad social marroquí, pero, tal vez, el legado del hombre que encontraba la mejor autoidentificación en las metáforas, se asiente a un nivel más trascendental en las cordilleras del Atlas, aquel que tanto amaba contemplar desde su terraza. 

Tras explicarnos extendidamente su relación con Juan, Ricard decide, junto a Abdelhadi, acompañarnos al estudio y biblioteca de Juan. Es la primera vez que lo visita desde su fallecimiento. Subiendo las escaleras que nos dirigen hacia los entresijos de Goytisolo, es imposible no pensar en la sensación que debe generar la vuelta a un lugar en el que la cotidiana actividad ha dejado paso al silencio, un silencio que se mueve entre restos de intelectualidad. Una cigüeña apoyada en el escritorio sobre un ejemplar de Campos de Níjar nos da la bienvenida al que para nosotros es un templo. Ricard y Abdelhadi nos enseñan las múltiples fotografías y los cientos de ejemplares que configuraron la persona que recomendaba constantemente libros. Una imagen de un Goytisolo imponente en la película Notre Musique (2004), de Godard, se despide de nosotros y de Ricard, el que a propósito, fue monitor de esquí, hecho que fascinaba a Juan. Nos dirigimos de vuelta al ágora de la ciudad, la plaza Jamaa el Fna, para seguir reflexionando sobre todo lo que significa Juan Goytisolo.

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