Foto: De Memoria

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Rojo amanecer de Jorge Fons: el terror del ’68

Rojo amanecer, de Jorge Fons, siempre me ha generado una angustia desesperante desde el primer «tic-tac» sobre negros con el que arranca la película. Porque el film está lleno de relojes que marcan el tiempo por medio de incisivos «tic- tac» que taladran la mente. Sabemos que lo que vendrá no será agradable. Sabemos que habrá muerte y desolación en la representación de un evento que no sólo cambió al país; también transformó para siempre al cine mexicano.

Con un elenco magistral que hoy es objeto de culto, la cinta comienza la mañana del 2 de octubre con una rutina matinal que incluye un desayuno familiar lleno de tensión, debido al choque generacional que es latente. Los personajes interpretados por Jorge Fegan y Héctor Bonilla, representantes de la vieja escuela y el México arcaico que se niega a cambiar, se enfrentan verbalmente a los hermanos Bichir, quienes son parte del movimiento estudiantil de 1968; ellos defienden sus demandas y discuten con su padre y su abuelo mientras el reloj sigue caminando.

Como mediadores y testigos en la mesa, están María Rojo y los niños Ademar Arau y Paloma Robles, figuras importantísimas porque serán los observadores de un conflicto que no acaban de entender, pero en el que se ven obligados a participar de una forma u otra. Ellos opinan y ríen; para ellos es una mañana cualquiera; acuden a la escuela mientras su madre hace la comida y el abuelo lee el periódico. La vida transcurre en Tlatelolco tranquila y normal. De pronto, comienza el caos de menos a más.

Se va la luz, cortan el teléfono, no hay elevadores y empieza entonces una sensación insoportable de aislamiento que Jorge Fons consigue a base de encerrar al espectador junto a los personajes en el estrecho apartamento de la entonces flamante nueva unidad habitacional. Comienzan a escucharse los ruidos exteriores del mitin que se celebrará y que será el pretexto para el despliegue de la barbarie. Son nueve veces únicamente en las que el director muestra brevemente el exterior del departamento: la plaza, los pasillos del edificio y unas escaleras tan tétricas que funcionan como representación de un descenso al infierno mismo.

El barullo de la plaza, las bengalas en el cielo y el inicio de los disparos. Los personajes corren y se resguardan en el interior de la apretada vivienda, en la penumbra. Vendrá entonces una macabra oscuridad en el plano de Jorge Fons, mientras la vertiginosa fotografía de Miguel Garzón se lanza casi al documental. Cuando los Bichir irrumpen en el apartamento con compañeros asustados, ensangrentados y cargados con propaganda y alcancías del CNH, Rojo amanecer se vuelve una experiencia dantesca que minuto a minuto se vuelve más insoportable de resistir, debido a la tensión imparable que se ha ido generando desde el primer fotograma.

Porque la película se filmó en la clandestinidad y con recursos muy limitados. Son bien conocidas las leyendas que giran alrededor del film de Fons. La matanza de Tlatelolco era un tema intocable hasta entonces y sólo gracias a la insistencia de Héctor Bonilla desde la producción y a Valentín Trujillo aportando presupuesto a la película, fue posible llegar al final del rodaje. Se filmó en una bodega de forma cronológica, con actores y crew temerosos de ser encarcelados por el rasposo tópico que representaba el film. Estuvo enlatada un tiempo, mientras la censura hacía de las suyas. En más de una ocasión, cuenta Jorge Fons que el discurso oficial para él era: «con el 2 de octubre no se metan, por favor, señores».

Con un guion de Guadalupe Ortega y Xavier Robles, lleno de frases tomadas de La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, y muchos testimonios recabados, Rojo amanecer pone toda su fuerza en hacer que el espectador imagine lo que no se ve, pero sí alcanza a escuchar. Las ráfagas de metralleta con las que los jóvenes son «cazados» cerca del departamento, los gritos en los pasillos y las desgarradoras revelaciones de los personajes de lo que vieron y vivieron en el caos; por ejemplo, el estudiante herido, Luis, interpretado por Eduardo Palomo, narra cómo perdió a su hermana. No lo vemos, pero la forma en la que lo cuenta es más devastador que si hubiera sido filmado y mostrado en un flashback.

Un hermoso plano panorámico de Tlatelolco muestra que va amaneciendo en medio de una sospechosa calma. Un francotirador y dos siniestros miembros del batallón Olimpia (a quienes el espectador ya ha tenido oportunidad de conocer en una sangrienta secuencia previa en la escalera), tocan a la puerta del departamento para desatar un infierno de angustia y terror.

Recuerdo haber visto muy joven Rojo amanecer en un sórdido y oscuro cine, en función doble con Canoa de Felipe Cazals. Salí traumado, pero también maravillado. Tuve que sobornar al tipo que vendía boletos para que me permitiera accesar a ver una película que en ese momento llenaba las salas y todo el mundo hablaba, bien o mal, de ella. La secuencia final causó en mí una angustia trepidante y me hizo a partir de ese día, cuestionar e indagar en todo lo que tuviera que ver con la matanza de Tlatelolco de 1968.

Y es que los últimos minutos del film de Jorge Fons son aterradores. La apoteosis de un drama que lleva 5400 segundos marcados por un amenazante «tic-tac», no puede acabar de otra manera, porque la realidad fue aún mucho peor, con familias hechas pedazos por un gobierno implacable que no daba el menor indicio de piedad ante lo que lo amenazaba. Carlitos, el único sobreviviente de la barbarie familiar, es un reflejo de un país que se despertó el 3 de octubre y estaba aterrado. No acaba de entender qué ha pasado, pero el miedo y la incertidumbre lo carcomen.

La sangre seca de las escaleras se mezcla con la sangre fresca de los muertos recientes, en una noche monstruosa, húmeda y aterradora. Carlitos sufre al ver a su familia masacrada y camina desolado en un descenso paulatino al averno, con las escaleras de Tlatelolco como escenario tétrico de una tragedia que no sanaría nunca. El niño es la nación entera, asustada y desconcertada, despertando ante la fatalidad súbita de un gobierno autoritario que no tuvo reparo en ejecutar y encarcelar a sus jóvenes. Muchos de ellos jamás regresarían a casa.

Rojo amanecer termina con un fundido a negros brutal sobre un doloroso plano que muestra a Carlitos caminando descalzo sobre el suelo mojado de sangre. A un lado, aparece un barrendero que hace su trabajo como si nada hubiera pasado en ese lugar. En la versión sin censura, hay un cambio importante. En los 22 segundos que RTC decidió recortar, el niño sigue caminando afuera del edificio mientras pasan dos soldados a su lado, hay basura en el piso, zapatos y la pared presenta balazos. 

Considerada como una de las mejores y más valientes películas del cine mexicano, Rojo amanecer ganó 11 premios Ariel, algunas Diosas de Plata y fue premiada en los festivales de La Habana y San Sebastián. Con el paso de los años, se convirtió en un film de culto, mencionado como ejemplo a seguir en seminarios y escuelas de cine. La cinta de Jorge Fons tiene su mayor fuerza en la narrativa que utiliza, pues al no mostrar directamente los acontecimientos violentos sucedidos sobre la Plaza de las Tres Culturas por falta de presupuesto, la creatividad del encierro dentro del departamento consigue crear una experiencia aterradora y claustrofóbica.

Se trata de un cine duro y sin concesiones, en donde el manejo de la cámara y el sonido (aun con sus imperfecciones), se funden para darle al espectador una traumatizante idea de lo que fue la noche del 2 de octubre. Rojo amanecer trasciende lo cinematográfico para adentrarse en la psique del espectador, que sigue estremeciéndose con cada uno de sus ásperos y provocadores planos, con esos «tic-tac» de los relojes que viven dentro de sus encuadres.

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