Seis meses

Por aquellas fechas en México no había todavía casos confirmados de COVID-19, y parecía tan lejano…

En febrero, cuando en el avión con destino a Cuba (que llevaba una hora de retraso porque habíamos esperado, después de abordar, un documento en trámite) las azafatas anunciaron que, por una cuestión de salubridad, debían desinfectar a todos los pasajeros, nos causó gracia, de esas risitas infantiles que se asoman cuando alguien se preocupa por ti de algún mal imposible.

Mientras hacíamos fila para pasar aduana no podía dejar de observar todas las medidas que ya estaban tomando; había unas cámaras que medían la temperatura corporal, todos los trabajadores usaban cubrebocas de tela, guantes de látex y nos exhortaban a comprar un seguro de gastos médicos para la estadía, pues el país “mantendría como prioridad a sus ciudadanos”, como tantas veces oímos repetir. ¡Qué locura! Por aquellas fechas en México no había todavía casos confirmados de COVID-19, y parecía tan lejano… El viaje per se fue maravilloso, era nuestro primero como esposos, y regresando descubriríamos que nuestra boda fue la última fiesta a la que todos nuestros amigos y familia asistirían. Al igual que el mundo entero, deberíamos seguir un estricta cuarentena que daba a la imaginación mil y un panoramas distintos, algunos pocos, por muy alentadores, nada cercanos a la realidad. Regresé a mi oficina sólo para despedirme de mis compañeros, quienes igual de desconcertados recogían sus lap-tops y demás pertenencias importantes; el home office empezaba. 

Así, una tarde insípida llegué a nuestra casa y me estacioné, con mi mochila al hombro y un extraño sabor de boca, abrí la puerta y encontré a Eder con la misma expresión desencajada en el rostro, se limitaba a acariciar a Argos, nuestro perro, sentado en el sillón mientras intentaba convencernos de que todo estaría bien, que sólo serían un par de semanas. Fue un silencio muy largo. Como nuestro matrimonio, la casa recién era nueva. El año anterior lo habíamos pasado pintando, limpiando, cambiando esto, poniendo aquello; no me quería mover del sillón, como si ese abrazo de los tres fuera nuestro único refugio de guerra, y me aferré a todos los sueños y planes que teníamos para Chabelita (bautizamos así nuestra casa por el nombre de la calle, qué ingeniosos). 

Entonces pasaron los días, y descubrí que dormir hasta las 7 a.m. y llegar al trabajo en cinco minutos, no en hora y media al volante era posible, que podía disfrutar el desayuno que mi esposo me prepara diariamente y las tardes quedaron libres para comer juntos, acabar el catálogo de series, y verlas pasar, así, sin más. Las crisis siempre traen algo bueno, eventualmente nuestros trabajos se vieron mermados, el dinero empezó a escasear, la cotidianidad empezó a absorbernos y medíamos las semanas en los días en los que escuchábamos algún podcast, sólo entonces caíamos en cuenta de la fecha y lo largo que era el encierro. Ser recién casados fue completamente distinto para Eder y yo, mientras para todos siempre es buenaventura, alegría y gozadera, nosotros tuvimos que guardar nuestros sueños un ratito y trabajar más que nunca en equipo, (aunque a decir verdad, no teníamos ni idea de cómo hacerlo bien) para mantenernos en todos sentidos a flote. 

Hoy, pienso en esta reflexión mientras Eder se asoma en el ventanal. Es un día nublado, no me acordaba que ya había pasado la primavera. Ya no somos recién casados, dice Eder. Ya pasaron seis meses. Lo abrazo; él me devuelve el gesto. 

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